“La pobreza aniquila el futuro”, escribe George Orwell en 1933 tras describir la vida de los indigentes en los albergues para londinenses. A lo largo de la historia, el problema de la pobreza y del acceso a las necesidades básicas —asequibilidad— ha sido una importante fuente de inspiración literaria para interpelar a la sociedad. Desde la Antigüedad, la literatura ha servido para hacer visible aquello que el orden político y económico busca esconder o naturalizar. En la Grecia clásica, ya en “Los trabajos y los días” de Hesíodo, en las tragedias de Sófocles y en las sátiras de Aristófanes; el hambre y la injusticia social aparecen como signos de un orden roto.
En “Coriolano”, Shakespeare no abre la obra ni con intrigas palaciegas, ni romances imposibles, ni disputas ideológicas, sino con el clamor del pueblo hambriento: “They are all resolved rather to die than to famish” (antes de morir de hambre, estamos resueltos a morir”). El pueblo romano reclamaba por la imposibilidad de comprar trigo para hacer pan y por la indiferencia de las élites.
Dos siglos después en Francia, se sentencia a 5 años de trabajos forzados a Jean Valjean por robar un pan. Pero la sentencia moral fue de solo tres palabras: “Il avait faim”, (él tenía hambre). Victor Hugo no pone esa frase en boca del acusado. La escribe como narrador, enfocando la responsabilidad en el sistema injusto que condenaba a los pobres. A partir de ese momento la injusticia dejaba de ser individual y se transforma en estructural. En la Francia de Los Miserables había pan, trabajo y ley; lo que no había era la posibilidad real de ser parte de un sistema que beneficiaba a unos pocos.
En el mundo de hoy, aunque el decorado del escenario es muy distinto, la matriz subyacente no ha cambiado mucho. La actual crisis mundial de asequibilidad, traducida en la dificultad creciente para acceder a necesidades mínimas como la vivienda, la salud, la educación, la alimentación, el transporte, el gas o la electricidad, es una experiencia cotidiana para miles de millones de personas en todo el mundo.
La novedad actual no es la pobreza, sino su expansión hacia sectores que no se consideran pobres. Trabajadores formales, profesionales y familias de ingresos medios descubren que el salario ya no alcanza; que una enfermedad o el aumento del costo de la energía basta para destruir cualquier proyecto de vida.
Durante décadas, la promesa de las democracias industriales fue que el trabajo garantizaba una vida digna y movilidad social. Esa promesa se está erosionando debido a que los ingresos medios han crecido mucho menos que los ingresos altos, mientras que el costo de los bienes esenciales ha aumentado mucho más rápido que los salarios. El resultado es una clase media en descenso, con escaso margen para ahorrar o planificar el futuro.
Según el Banco Mundial, más de 3.400 millones de personas viven con ingresos que apenas cubren lo básico, y una parte significativa de ellas pertenece a hogares que trabajan, consumen y se identifican como clase media. Son sectores que no viven en la pobreza extrema, pero viven expuestos a shocks económicos que pueden empujarlos hacia infiernos de endeudamiento y exclusión.
Mientras tanto, del otro lado de la pirámide, en lugar de infiernos se consolidan burbujas de riqueza que se expanden velozmente. Según la organización Oxfam, el 1 % más rico del planeta concentra una proporción de la riqueza global, hasta el punto de que con las ganancias acumuladas desde 2015 se podría erradicar, aunque temporalmente, la pobreza extrema.
La dimensión desmesurada de estas burbujas de riqueza la ilustra con claridad brutal un dato reciente de la revista Forbes: Elon Musk se convirtió en la primera persona en alcanzar un patrimonio superior a los 600.000 millones de dólares. Con esa suma, podría financiarse un año completo de alimentación básica para toda la población de América Latina, o garantizar durante doce meses ingresos mínimos a todas las personas que hoy viven en pobreza extrema en el mundo. O mejor aún, permitiría proveer el capital inicial necesario para una salida permanente de la pobreza a millones de personas.
Esta crisis global no se limita a países de ingresos bajos o medios. También se manifiesta en sociedades con una larga historia de progreso económico, estabilidad institucional y respeto por el Estado de derecho.
En Estados Unidos, la presión sobre la clase media se hace particularmente visible en el mercado de la vivienda. Dos tercios de los arrendatarios tienen dificultades para cubrir gastos básicos como salud, alimentación o transporte una vez pagado el alquiler. Este fenómeno afecta incluso a hogares con empleo estable y salarios medios. Trabajar ya no garantiza el llamado sueño americano. Un mensaje para el mundo político: la campaña en las recientes elecciones que le dieron una clara derrota al partido de Trump se sustentó principalmente en la falta de “affordability” (asequibilidad).
En el Reino Unido, el alquiler también absorbe una parte desproporcionada del ingreso de los sectores medios y bajos, afectando gravemente el acceso a la vivienda. En ese contexto, principalmente sectores conservadores y de derecha consideraron respuestas punitivas, como la imposición de multas a quienes duerman en la calle. Edad media en pleno S. XXI.
En América Latina, aunque la pobreza extrema se encuentra en niveles históricamente bajos para la región, la vulnerabilidad de las clases medias sigue siendo muy elevada. La tasa de informalidad es de aproximadamente el 50 % y cualquier shock económico menor basta para empujar a la pobreza a millones de personas de clase media.
Este patrón también se repite en otras regiones del mundo: incluso allí donde los indicadores macroeconómicos muestran crecimiento, la distancia entre ingresos reales y costo de vida se amplía, erosionando la seguridad económica de amplios sectores de la clase media que históricamente ha sostenido la cohesión social.
Frente a esta grave crisis, la respuesta de las élites sociales y políticas ha sido la tolerancia, promoción, justificación, e inclusive celebración de la concentración de la riqueza. Desde hace décadas se sostiene que el crecimiento en la cúspide terminará beneficiando a todos; que el derrame llegará con el tiempo. La experiencia empírica muestra otra cosa: es cierto que la riqueza crece, pero es igual de cierto que se acumula en unos pocos.
Incluso los informes más recientes del Banco Mundial reconocen que el avance en la reducción de la pobreza extrema se ha desacelerado y que el crecimiento de los ingresos no ha sido suficientemente inclusivo. En el lenguaje técnico de la institución, esto significa que los beneficios del crecimiento se concentran en los estratos más altos, mientras amplios sectores de la población ven estancados o erosionados sus ingresos reales. Dicho sin eufemismos, los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.
A esta realidad se le suman respuestas estatales regresivas, impulsadas actualmente por fuerzas de una derecha que combina la histórica fe en la teoría del derrame, con el endurecimiento del control social. Se retira del apoyo social y se fortalece el control policial.
Pero la historia nos enseña que la pobreza no permanece silenciosa. Cuando la inasequibilidad se vuelve colectiva y persistente, se transforma en una fuerza política imparable. Las grandes rupturas sociales abruptas no nacen de debates ideológicos; surgen cuando no se puede vivir dignamente y las mayorías se caen del sistema y buscan crear uno más igualitario.
La Revolución Francesa estuvo precedida por crisis de abastecimiento y encarecimiento del pan; las revoluciones europeas de 1848 combinaron exclusión política con desempleo y aumento del costo de vida. Más recientemente, los levantamientos de la Primavera Árabe tuvieron como detonante el precio de los alimentos, el desempleo juvenil y la ausencia de perspectivas económicas. En América Latina, el ciclo de protestas que se intensificó en 2017 en Argentina, México y Brasil respondió a una combinación similar de deterioro del poder adquisitivo, recortes sociales y aumento del costo de vida. En 2019, en Chile, el país modelo para la teoría del derrame, un aumento menor en el transporte público detonó una protesta masiva que desnudó el milagro chileno y condujo a la ruptura del orden político post Pinochet. En todos estos casos, la chispa no fue solo la ideología, sino la experiencia cotidiana de millones de vidas frustradas.
Si la falta de acceso a condiciones mínimas se deja librada a la promesa del derrame, si no se lo aborda mediante políticas específicas, y si a la necesidad se le responde con cárcel en lugar de protección, no debería sorprendernos que la violencia, la desestabilización o las revoluciones golpeen nuestra puerta.
El problema no es sólo económico. Cuando una sociedad acepta que millones queden excluidos de condiciones mínimas de vida digna pese a contar con recursos suficientes, el problema es moral.
El filósofo del derecho más influyente de nuestra época, Ronald Dworkin, Profesor de derecho en Oxford y New York University, sostuvo que en una sociedad democrática la distribución de los recursos económicos está en gran medida determinada por la ley y las políticas públicas, y por lo tanto la persistencia de la pobreza en sociedades materialmente prósperas se debe a decisiones institucionales consagradas en el orden jurídico y no a una escasez inevitable. En otras palabras, en países con recursos, la pobreza es una decisión estatal.
Victor Hugo, lo formuló con mayor romanticismo y esperanza. En el prefacio de Los Miserables escribió: «Mientras exista, por obra de las leyes y de las costumbres, una condena social que crea artificialmente infiernos en el seno de la civilización; mientras haya en la tierra ignorancia y miseria, libros como este no serán inútiles.»
Jean Valjean nos continúa interpelando con más fuerza que hace 163 años.