Durante décadas, en la Argentina se instaló una idea tan absurda como dañina: que el contribuyente es, por definición, un sospechoso. Un potencial delincuente. Alguien a quien hay que vigilar, controlar y perseguir. A pesar de que pagaba sus impuestos, trabajaba mucho para ello o producía, para el Estado siempre era culpable hasta que pudiera demostrar lo contrario.
Esa lógica no fue casual ni inocente. Fue la consecuencia directa de políticas fiscales equivocadas, de una presión impositiva asfixiante y de un aparato estatal que, incapaz de ordenar sus propias cuentas, decidió convertir al ciudadano en enemigo. Las políticas públicas durante los gobiernos kirchneristas eran contrarias al marco de seguridad jurídica y respeto a la iniciativa privada que lleva a los países a ser grandes.
No se combatió la evasión estructural: se persiguió al que no cuadraba con las políticas populistas. Al comerciante, al profesional, al jubilado, al pequeño ahorrista. Al rehén del sistema. La informalidad no nació por capricho cultural ni por “viveza criolla”. Fue, en muchos casos, un mecanismo de defensa. Una reacción frente a un Estado que cobraba mal, gastaba peor y castigaba al que intentaba cumplir.
Cientos de miles de argentinos, hijos de inmigrantes trabajadores que conocieron la pobreza en sus países de origen, intentaban ahorrar para mejorar su futuro o el de sus hijos, a la vez que las políticas populistas destruían la moneda en su nueva tierra. Perceptivos de cómo cuidar el fruto de su trabajo, entendieron que plazos fijos o cuentas bancarias en pesos nacionales no funcionaban y perdían el fruto de su esfuerzo día tras día. Entonces, buscaron monedas constantes, que no perdieran su valor y encontraron en el dólar una solución. La alcancía de nuestros abuelos fue remplazada por los dólares bajo el colchón. Hoy, ese stock de billetes verdes y fuera del sistema financiero son cerca de cuatrocientos mil millones de dólares.
Los sobrevivientes económicos a un Estado depredador se convirtieron en héroes silenciosos cuyo escudo protector para un futuro digno fue el ahorro en la informalidad. Sobrevino ahí el contragolpe y comenzó la persecución al ciudadano que no fue solo administrativa o judicial, fue también simbólica. Hubo una lapidación pública del contribuyente. Uno de los ejemplos más grotescos fue cuando la mismísima presidente (hoy presidiaria) Cristina Fernández de Kirchner escrachó en cadena nacional a quien bautizó como “abuelito amarrete” por querer comprar unos pocos dólares para regalárselos a sus nietos. Un jubilado tratado como especulador. Un ciudadano convertido en villano por intentar proteger el fruto de su trabajo. No era un evasor. No era un criminal. Era alguien que desconfiaba con razón de las políticas del Estado.
En un país donde la moneda nacional se destruía sistemáticamente, el ahorro en dólares fue durante años una de las pocas defensas posibles del patrimonio, no una forma de delinquir. Mientras el Estado emitía, confiscaba y devaluaba, la gente hacía lo que podía para no perder todo. El resultado fue un delirio económico tal que terminó por hacernos comprar una plancha en doce cuotas y una casa al contado (cuando se era lo suficientemente afortunado, claro). Consumo financiado, ahorro prohibido. Lo absurdo como norma.
Un futuro distinto hoy es esperanzador. Un gobierno que cree más en las libertades y que busca sacar su mano de la yugular del contribuyente está trabajando en un cambio profundo de esa lógica perversa. El Proyecto de Inocencia Fiscal enviado por el Ejecutivo nacional al Congreso viene a cambiar el eje. Parte de una premisa tan simple como revolucionaria en la Argentina: el contribuyente no es delincuente. Es inocente, actúa de buena fe, y solo debe ser perseguido quien efectivamente comete un daño real y significativo.
Esto no implica un Estado ausente ni un sistema laxo. Todo lo contrario. Significa un Estado que usa mejor sus recursos, que deja de hostigar al que cumple y concentra su poder de control donde corresponde. Menos burocracia inútil, menos castigo automático, más inteligencia fiscal.
Más proporcionalidad, porque la desproporción fue justamente una de las grandes enfermedades del sistema. Multas, intereses, causas penales y fiscalizaciones eternas por errores menores, mientras los verdaderos desvíos quedaban diluidos. El proyecto corrige eso: el que cumple, tiene previsibilidad; el que verdaderamente defrauda, enfrenta las consecuencias.
Normas tributarias que no atacan a los que empiezan a sacar sus dólares de sus alcancías domésticas, colchones, cajas de seguridad o doble fondo en el ropero. No fuiste delincuente al proteger lo tuyo; ahora, gastarlo en la formalidad no es un calvario.
Este cambio no es solo técnico. Es cultural. Es decirle al ciudadano: “El Estado deja de mirarte como enemigo, deja de tratarte como culpable y se dedica a lo que se tiene que dedicar”. La Inocencia Fiscal no es un perdón, es una rectificación histórica. El reconocimiento de que fue el Estado, con sus malas decisiones pasadas, con su voracidad fiscal y con su desprecio por el ahorro, el que empujó a millones a la informalidad. Los gobiernos deben respetar a sus ciudadanos para que estos confíen.
Porque sin confianza no hay sistema tributario posible. Y sin respeto al contribuyente, no hay país viable.