Un paso más hacia la justicia educativa

Incluir no es una elección para las escuelas, sino una obligación que surge de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad

Las familias con niños con discapacidad tienen complicaciones para encontrar un colegio que los reciba

“Fui a 80 escuelas, pero ninguna me recibió”, “me dijeron que mi hijo no era para este colegio”, “los lugares a los que fui no hacían inclusión”. Por absurdo que suene, estos son relatos reales de familias de niños y niñas con discapacidad, que deben recorrer un sinfín de instituciones educativas para conseguir una vacante, atravesando procesos que parecen salidos de una novela de Kafka. El repertorio de “argumentos” que reciben es de lo más variado, pero el mensaje que subyace a ellos es siempre el mismo: que la persona cuyo ingreso se solicita no es digna de ser, estar, crecer y aprender con las demás.

Los rechazos de inscripción por motivos de discapacidad son moneda corriente en las escuelas comunes de nuestro país, sobre todo en las privadas. No se trata de episodios aislados, sino de hechos que se repiten una y otra vez, creando un patrón sistémico de segregación que frustra y agota, que degrada y estigmatiza. Aun cuando la realidad parece indicar otra cosa, no hay derecho de admisión que habilite a discriminar. Incluir no es una elección para los centros educativos, sino una obligación que surge de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad. Dicho tratado internacional, que Argentina suscribió hace más de una década, establece con toda claridad que esta población no puede ser excluida del sistema de educación general, y que debe acceder a los apoyos que requiera para aprender, participar y progresar en condiciones de igualdad.

Esta situación de anomia, que paradójicamente se convirtió en la norma, existe porque hay un Estado ausente. Un Estado que falla en su rol de garante de los derechos humanos. Un Estado que avala una forma de apartheid educativo que, a diferencia de otras, logró permanecer en el tiempo. Un Estado que proclama que la educación es obligatoria, pero al mismo tiempo tolera que las infancias con discapacidad se queden sin escuela.

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La persistente omisión de los poderes políticos en tomar cartas en el asunto llegó a los tribunales a partir de una demanda interpuesta en 2019 por la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ), con el asesoramiento del Centro de Derechos Humanos de la Facultad de Derecho de la UBA. En esta oportunidad, se denunció que el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (GCBA) nada hacía frente a las negativas de matriculación que enfrentaban las personas con discapacidad en los colegios regulares de gestión privada localizados en dicha jurisdicción. Lejos de cumplir con su obligación de controlarlos y sancionarlos para que ajustaran su accionar a la normativa vigente, sugería a quienes consultaban o reclamaban buscar otra institución, en ocasiones perteneciente a la modalidad especial. Esta conducta implicaba someter a las familias a un derrotero eterno, que podía terminar de tres maneras: con el niño o niña sin escuela, en una escuela especial o en la única escuela común que le había abierto las puertas, ubicada a dos horas de su hogar.

El primer logro de la causa se dio en 2020, cuando el Juzgado nro. 6 en lo Contencioso Administrativo y Tributario de la CABA ordenó al gobierno la creación de mecanismos eficaces para denunciar estas prácticas y la difusión del derecho a la educación inclusiva hasta tanto se resolviera la cuestión. En cumplimiento de dicha medida cautelar, y sin perjuicio de que esta aún no fue implementada en su totalidad, se pusieron a disposición ciertos canales de reclamo, a la vez que se realizaron algunas publicaciones sobre el tema en las instalaciones y sitios web del Ministerio de Educación y de los colegios privados de la Ciudad.

Finalmente, el 23 de junio de 2022, la jueza Patricia López Vergara decidió sobre el caso. En una sentencia excepcional, afirmó lo que hasta hace no muchos años parecía imposible: que las personas con discapacidad pertenecen a las mismas escuelas que las demás. Así, declaró la inconstitucionalidad del accionar del GCBA y lo obligó a presentar una propuesta de política pública que incluyera mecanismos de inscripción, control y denuncia idóneos para revertir este status quo injusto y capacitista.

El gobierno local apeló el fallo, alegando (palabras más, palabras menos) que el problema no existe, pero que aun así adoptó todas las medidas necesarias para evitarlo, medidas que -además de haber sido implementadas recién cuando se impusieron multas a la ministra de Educación porteña en el marco de la cautelar- son insuficientes para resolverlo estructuralmente. Al oponerse a la decisión, las autoridades porteñas confirmaron en cierto modo lo que se denunció al iniciar el juicio: que el Estado desoye a las miles de familias que año tras año le piden respuestas, y que pretende seguir haciéndolo.

Cuando quede firme la sentencia, deberá diseñarse una solución integral a la vulneración del derecho a la educación de un colectivo particularmente vulnerabilizado, solución cuya puesta en marcha será monitoreada por el Poder Judicial de la Ciudad. En definitiva, el gobierno ya no podrá sostener su conducta omisiva sin consecuencias, y discriminar por motivos de discapacidad tendrá -de una vez por todas- un costo. El fallo constituye, asimismo, un modelo para otras provincias argentinas y para otros países de la región (territorios en los que estas prácticas también se hallan notablemente extendidas), y -en una dimensión más simbólica- una forma de reparación para aquellas personas a las que el Estado siempre les dio la espalda.

Sabemos que ingresar a las escuelas generales no es suficiente para asegurar el derecho a la educación inclusiva, porque este excede por mucho la mera presencia. La inclusión implica estar, pero también aprender, participar y pertenecer. En otras palabras, se trata de habitar la escuela con sentido. Sin embargo, aun reconociendo que no es suficiente, el ingreso es condición necesaria. El sistema educativo no se preparará por arte de magia, y los maestros y maestras no encontrarán las respuestas que buscan en un manual. Por el contrario, solo compartiendo el espacio de enseñanza con las infancias con discapacidad podrán identificar las barreras que las prácticas escolares les imponen, pensar apoyos para removerlas y desencadenar procesos que transformen las culturas institucionales. Porque la única manera de aprender a incluir, es incluyendo.

Esta sentencia viene a saldar una deuda histórica en relación con un colectivo tradicionalmente ignorado por el Estado y profundamente invisibilizado en el debate público. Pero significa aún más que eso. Lo que se discute en esta causa es, en esencia, qué tipo de sistema educativo queremos construir, y -con ello- qué tipo de sociedad queremos alcanzar. En los próximos meses, la Cámara de Apelaciones tendrá la enorme responsabilidad de optar entre mantener un sistema educativo que se arroga el derecho a determinar qué “pueden” hacer y hasta dónde “pueden” llegar las personas, imprimiendo en sus cuerpos y en sus mentes la idea de “incapacidad”, o bien transicionar hacia uno que confía en que todas las niñeces pueden aprender y en que deben hacerlo juntas. Deberá elegir si seguimos educando para la exclusión, la “normalidad” y el individualismo, o si comenzamos a educar para la convivencia en sociedades democráticas, plurales e igualitarias. Sea cual sea su decisión, no cabe duda de que la educación inclusiva llegó para quedarse, y de que la justicia educativa está cada vez más cerca.

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