Dolarizar la economía es un salvavidas inviable

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El casi exabrupto de Larry Kudlow sobre la conveniencia de crear una nueva convertibilidad o sistema de currency board en Argentina atizó la discusión local sobre la necesidad de ir a un sistema similar o a una dolarización plena. Habrá que aclarar que el señor Kudlow —una suerte de símil de Donald Trump— no tiene formación académica como economista, es una rara mezcla de autor de libros de difusión o panegíricos del actual Presidente y de Bush (h) con conductor disruptivo de TV, analista financiero de bancos de Wall Street y funcionario de varios gobiernos republicanos.

También tuvo sonoros fiascos con predicciones que le estallaron en la cara. Como cuando predijo el fracaso de las políticas económicas de Clinton, que evidentemente no ocurrió, o cuando sostuvo que el auge económico de Bush duraría varios años en el mismo mes en que comenzara la Gran Recesión norteamericana. Esta boutade de ahora excede las potestades de su cargo de jefe del Consejo de Asesores al que lo elevara su amigo presidente.

Con buen criterio, el Gobierno desmintió de inmediato y de raíz la especie de que se estaba negociando semejante cosa con el Tesoro estadounidense, como debió haber hecho con otros rumores que resultaron sumamente nocivos en momentos de crisis. Pero la tirada del asesor cayó en medio de la desesperación del sistema económico nacional y muchos analistas y operadores (en los dos sentidos) se aferraron desesperadamente al concepto, como un náufrago a un salvavidas, o a un clavo ardiente, da lo mismo.

Hay economistas serios y respetables que vienen estudiando y explorando el tema de la dolarización como modo de cambiar de cuajo los hábitos suicidas de la sociedad, que acompañan los políticos populistas (todos) que han logrado traer al país a esta encrucijada casi final en que se debate. Pero no deben confundirse esos trabajos teóricos con estas frases lanzadas al viento improvisadamente por un panelista devenido en asesor de otro comunicador de igual estilo.

El currency board sería un sustituto del patrón oro, un modo de anclar las expectativas para evitar las disparadas de la divisa. Ya Martínez de Hoz sostuvo el criterio de que solo se podía emitir contra reservas en dólares. Pero no hizo la distinción de la proveniencia de esos dólares y terminó aumentando la deuda para poder emitir con supuesto respaldo. Eso congeló el tipo de cambio, pero no frenó las presiones inflacionarias, con lo que el supuesto liberal terminó controlando precios y tipo de cambio, y garantizando depósitos de financieras fundidas, en uno de los grandes desastres y latrocinios de la historia económica nacional, nunca penado gracias a los pactos políticos entre el radicalismo y el peronismo.

Domingo Cavallo, en medio de la desesperación de la hiperinflación, luego de licuar convenientemente el equivalente a las Lebacs de entonces gracias a la docilidad de Erman González, aplicó, contra sus propias ideas de un par de años antes (ver su libro Volver a crecer), otro currency board, mejor elaborado y con control del gasto público. Pero la contrapartida fue un gran endeudamiento, un desempleo escondido y latente que se disimuló con las privatizaciones, y que se desmadró cuando Carlos Menem decidió postularse para la reelección y tuvo que pavimentar su camino con gasto. Ese exceso, sumado al costo de los intereses de la deuda y a la contracción de la exportación inherente (suba de costos en pesos con tipo de cambio fijo), terminó como ya se sabe que terminó.

El problema es que toda idea de usar el valor del dólar como ancla de la inflación requiere una lucha constante del Estado para disciplinar los factores económicos y las ingentes reservas, además del uso apropiado de ellas para domeñar al mercado. Y también requiere controlar el gasto y el déficit. En definitiva, toda ancla cambiaria es un cepo, con sus pros y sus contras. Como en cierto sentido lo es la dolarización.

Frente a los problemas de la solución parcial que significa un currency board, que siempre termina en estallido, se pasó a pensar en la dolarización. Recuérdese la prédica angustiada del propio Cavallo para que se usara ese criterio cuando ya su convertibilidad estaba muriendo. Criterio que luego, con su asesoramiento, aplicó Ecuador, con un sistema legislativo muy diferente al argentino, que permitió implementarlo sin demasiados pruritos republicanos de división de poderes (Cavallo amaba el autoritarismo). Es más fácil dolarizar en países con sistemas de gobiernos más autocráticos, como Hong Kong, el ejemplo clásico.

Supuestamente, al no poder emitir papelitos de colores con animalitos de todas las especies, los gobiernos se verían obligados a una disciplina a la que de otro modo no se someterían. Pero habrá que darse un baño de realidad. Para comenzar, el país está en terapia intensiva, tras dos infartos gravísimos. Intentar un cambio drástico en este momento semejaría a un recién infartado que quiere ir al gimnasio a hacer abdominales porque le han dicho que el ejercicio es muy bueno para la función cardíaca.

Dolarizar implicaría cambiar los pesos por dólares. Todos. Eso significaría, suponiendo que se pudiese hacer en un santiamén, disponer de una masa adicional de alrededor de 110 mil millones de dólares para efectuar el trueque, a la paridad de hoy. Un país que llama al FMI porque no puede financiar 7000 millones de dólares difícilmente consiga de nadie esa suma.

Podría entonces pensarse en una devaluación mayor para que las cifras cerraran. En tal caso, la estimación de la paridad de equilibrio para repartir las reservas líquidas y convertir los pesos en dólares sería de 240-250 pesos por dólar, lo que implicaría la muerte del paciente del ejemplo en terapia intensiva, que debería tratar de evitarse. Se puede pensar en combinaciones de esos dos parámetros, requerimiento de dólares y tipo de cambio, absurdas e impracticables.

Pero aun asumiendo que todo ello fuera factible, el problema recién empezaría. Habría que lograr los consensos políticos y legislativos para aplicar semejante cambio, que no puede implementarse por un DNU, ciertamente. Imaginar un consenso político en un país en que no hay consenso para poner preso a un violador siquiera, o para erradicar los piquetes, o se regalan tierras a falsos indios con los que los gobernadores tienen negocios fenomenales, resulta como mínimo inviable. Sin pecar de pesimismo.

Y aun cuando se produjera ese milagro, debería ser aplicado mediante una reforma constitucional, porque una ley puede cambiarse con otra ley, con lo que la credibilidad de semejante cambio sería dudosa, algo fatal para un sistema monetario. Esa reforma debería incluir límites o prohibiciones al gasto, el déficit y el endeudamiento con cualquier formato, que tendrían el mismo efecto que la emisión a los efectos inflacionarios, de crecimiento y de productividad. Tales cambios serían equiparables a cortarles las manos a los políticos, como si la profanación del cadáver de Perón fuera una profecía.

La Unión Europea, que suele usarse como ejemplo de la viabilidad de la idea, estableció esos límites, pese a lo cual, y pese al control del bulldog alemán, terminó con un gasto promedio superior al 50% del PBI y un endeudamiento al borde de la irresponsabilidad en varios casos, incluso con el regalo del crédito barato e ilimitado de los últimos años.

Como si esto fuera poco, una dolarización provocaría un shock de inflación y recesión por un lapso importante, como pasó en Ecuador, algo que aparentemente no está en el menú nacional, so pena del inmediato incendio del país, que es el criterio que rige los actos de gobierno.

En definitiva, el concepto de dolarización implica una gran tautología, que se puede resumir en una frase: "Como somos gastadores compulsivos e irresponsables, responsablemente nos encarcelamos para evitar esa compulsión". Como Odiseo atándose al palo mayor de su nave para evitar ser tentado por el canto de las sirenas. Recuerda con tristeza al adicto que, desesperado por demostrar su decisión de alejarse de la droga, le lleva una bolsita de cocaína a su mejor amigo y le pide que la guarde, porque va a dejar el consumo y no quiere tentarse. Lo que en psicología especializada se llama un testigo-cómplice.

Si se quiere dar imagen de seriedad, debería pensarse en una sola salida, que, como se ha dicho, debería de todos modos aplicarse en caso de una dolarización: prohibir el déficit y limitar los impuestos y el endeudamiento por medio de una reforma constitucional. Si el país no puede lograr ese consenso, menos podrá lograr consenso para dolarizar. Ninguna regla cambiaria funciona si no se es capaz de mantener la disciplina fiscal. Y con disciplina fiscal no hacen falta reglas cambiarias.

Lo que lleva a una conclusión lamentable y dolorosa: darle la bolsita de coca para que la tenga un amigo no salva de la adicción. Puestos en la filosofía barata mediática redundante, en vez de repetir histéricamente "es la economía, estúpido", hay que empezar a recalcar "es la sociedad, estúpido". Y esa sociedad vota.

Lo que hay que cambiar no es la moneda. Es la calidad del razonamiento. Algo más complicado.