A día de hoy, el concepto de soulslike ya dejó de sentirse como un subgénero cerrado para convertirse en una filosofía de diseño que logró permear en los lugares más inesperados. Y es que lo que define a esta corriente no es solo la dificultad, sino la gestión de la pérdida, el aprendizaje a través del castigo y esa atmósfera de mundo en decadencia que nos hace sentir minúsculos. Trasladar todo esto a un juego de construcción de mazos parece, en papeles, un desafío contradictorio, sin embargo Death Howl demuestra que la tensión del combate táctico puede llegar a sentirse tan asfixiante como un duelo de espadas en una catedral gótica donde cada carta jugada tiene un peso existencial que convierte al campo de batalla en un escenario de supervivencia pura.
El desarrollo de The Outer Zone no bombardea con textos explicativos o cinemáticas, sino que a través de pocas palabras invita a respirar su desolación. La historia se siente como un mito olvidado, una crónica de duelo y pérdida que se revela a través del entorno y de los breves pero punzantes encuentros con otros personajes. Como jugadores nos ponemos en el papel de Ro, una cazadora que carga a sus espaldas el peso de un mundo que se desmorona, pero no uno cualquiera, sino el suyo propio. Esa sensación de urgencia melancólica es lo que nos empuja a seguir adelante ya que nuestra protagonista busca rescatar a su hijo de las garras de la propia muerte, a la vez que busca respuestas en los silencios que se producen entre batalla y batalla.
En términos de jugabilidad, Death Howl destaca por el sistema homónimo que es el corazón del juego y -posiblemente- la mayor fuente de ansiedad. Al igual que en Dark Souls, al eliminar un enemigo se obtiene su alma o ‘Howl’, que funciona como una moneda de cambio mística que sirve para potenciar nuestras habilidades pero también para fabricar nuevas cartas. Dicho recurso es extremadamente valioso y morir implica que se pierden todas las almas que llevamos encima. El tema es que acá no podemos pasar corriendo evitando enemigos para ir a buscar nuestros recursos, sino que estamos obligados a volver al último campo de batalla para reclamarlos, aunque para ello hace falta salir victoriosos.
Ver cómo el mapa vuelve a poblarse de amenazas resulta desmoralizador porque cada batalla es un ejercicio de reflexión y aprendizaje a conciencia. El sistema es fácil de entender, pero extremadamente difícil de dominar y obliga a replantear cada movimiento ya que no se premia el ímpetu ciego, sino el análisis frío y la capacidad de adaptación ante lo inevitable. De este modo, el combate se aleja de la rapidez de otros exponentes del género para abrazar una cadencia mucho más meditada, casi como si de una partida de ajedrez contra una entidad superior se tratase. Cada turno es un rompecabezas de supervivencia donde un error de posicionamiento se traduce en una catástrofe y la pérdida de valiosos minutos de progreso.
La dificultad es, sin duda, el aspecto más punitivo de la experiencia. Death Howl no es injusto, pero es implacable. Cualquier enfrentamiento, aún si se trata de una rana o un caracol, se debe tomar con seriedad, ya que cualquier criatura puede reventarnos en un par de turnos. Además, siempre vamos a estar en inferioridad numérica, lo que aboga por un minucioso estudio de patrones. Es indispensable aprender cómo se mueven los enemigos, cuáles son sus habilidades, tipos de ataque y especialmente sus debilidades. Esto implica dedicar una considerable cantidad de tiempo a personalizar el mazo y buscar la forma de crear sinergias con las que poder eliminar a más de un enemigo en un sólo turno.
Por supuesto, la cosa se pone muy seria cuando se trata de combatir a los jefes. Los picos de dificultad en dichas instancias se antojan como muros insalvables en los primeros enfrentamientos. No obstante, hay una belleza intrínseca en ese proceso de aprendizaje: la frustración inicial se transforma lentamente en maestría y posteriormente en la satisfacción de lograr una proeza que -a priori- se antojaba imposible. El juego confía plenamente en nuestra capacidad como jugador, ya que no hay tutoriales intrusivos ni ayudas de último minuto. Ganar significa que entendemos las reglas del mundo, mientras que perder es sinónimo de que todavía queda mucho por aprender. Esa honestidad brutal es refrescante, aunque todo depende del nivel de resiliencia de quién está a los controles.
La construcción del mazo es la columna vertebral de Death Howl. La personalización es mucho más sutil de lo que parece a simple vista ya que cuenta con más de 100 naipes con los que experimentar. Pero la cosa no pasa por acumular cartas poderosas, sino de entender cómo cada pieza encaja en una filosofía de combate específica. Existen cartas de todo tipo y color que permiten definir un estilo de juego, ya sea más ofensivo, defensivo o algo intermedio. Construir un mazo óptimo es un proceso de depuración constante, donde se elimina lo innecesario a fin de quedarse solo con aquello que pueda garantizar un turno más de vida en este entorno hostil.
En este sentido, cabe destacar que el título presenta cuatro regiones. Un detalle que me resultó particularmente llamativo es que cada uno de los cuatro reinos cuenta con su propio árbol de habilidades para Ro, aunque aprender una habilidad en el primer reino no se traslada al segundo. Esto hace que las transiciones entre zonas se vuelvan agotadoras ya que básicamente vamos a estar empezando desde cero en lo que a mejoras respecta. Además, las cartas asociadas a una región, aumentan el costo de maná cuando intentamos usarlas en un mapa diferente, lo que obliga a reformular la estrategia de combate, dependiendo del lugar en que nos encontremos. Afortunadamente, se pueden guardar varios mazos a los que se puede acceder con tan sólo un par de clics.
Ahora bien, llegado un punto el bucle de juego se vuelve ligeramente extenuante. No estamos hablando de una aventura particularmente corta, ya que llegar al final puede tomar más de 30 horas. Esto se debe en gran medida a que los enemigos reaparecen y no se pueden evitar, como así también a que el progreso es lento, generando una sensación de estancamiento. Death Howl requiere de una paciencia de hierro y una disposición mental muy específica. No es un título para disfrutar en sesiones cortas o de forma distraída porque demanda atención absoluta. Dicha exigencia es su mayor virtud pero también aquello que puede espantar con facilidad al jugador casual, convirtiéndolo en un producto casi de ‘nicho’, pero que se siente orgulloso de su propia identidad.
Visualmente, el trabajo realizado por The Outer Zone es una oda al minimalismo muy bien ejecutado. El uso del pixel art sombrío y una paleta de colores de baja saturación da forma a una estética que refuerza una sensación de aislamiento que es palpable desde el primer momento. Es un juego que no necesita de efectos especiales para generar impacto; la fluidez de las animaciones y la expresividad en el diseño de los enemigos basta para que cada enfrentamiento se sienta visceral. Es fascinante cómo un estilo visual aparentemente sencillo logra transmitir una gama tan compleja de emociones, desde el miedo más primario hasta una extraña y sosegada paz cuando descansamos en los pocos puntos seguros que ofrece cada mapa.
El diseño de sonido complementa esa atmósfera opresiva. Los vientos que aúllan de fondo, el sonido seco de una carta siendo jugada y los rugidos distantes de las criaturas crean un paisaje sonoro muy interesante. Es un juego que se disfruta más en silencio, sin tener ningún tipo de contaminación auditiva extra, dejando que la música ambiental nos sumerja en este trance de concentración y peligro. Cada efecto de sonido está colocado con precisión quirúrgica para aumentar la tensión en los momentos críticos y ofrecer un respiro casi imperceptible en los momentos de calma.
Personalmente, lo que me cautiva de Death Howl es su ambición humilde. No intenta revolucionar el género o atraer a las masas con promesas vacías. Se conforma con ofrecer una experiencia sólida, coherente y profundamente atmosférica. Es un título que entiende perfectamente sus influencias y las utiliza no para copiar, sino para construir algo que se siente nuevo y familiar al mismo tiempo. En un mercado saturado de juegos que intentan complacer a todo el mundo, encontrarse con algo que tiene una visión tan clara y específica es un verdadero regalo.
Sólo resta decir que adentrarse en el mundo de Death Howl es aceptar un pacto de sufrimiento y descubrimiento a partes iguales. Es un juego que nos mira a los ojos y nos pregunta cuánto estamos dispuestos a sacrificar para avanzar un poco más. The Outer Zone ha dado vida a una experiencia que es mucho más que entretenimiento pasajero, que demanda total atención dando como recompensa la satisfacción de superar lo aparentemente imposible. No es perfecto, y ciertamente no pretende agradar a todo el mundo, pero quién decida darle una oportunidad se encontrará con uno videojuego que se queda en nuestro ser mucho tiempo después de haber jugado la última carta.