“Queremos tanto a Julio”: las inolvidables escenas lúdicas, eróticas y políticas que nos metieron a Cortázar en el corazón

Este lunes se cumplen 40 años de la muerte del autor de “Rayuela”. Su creatividad única, su compromiso y su amor por Buenos Aires lo volvieron uno de los grandes clásicos de las letras argentinas.

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Julio Cortázar murió en París en 1984.
Julio Cortázar murió en París en 1984.

Una antigua costumbre nacional es la de evocar a las y los ilustres en el aniversario de su fallecimiento, cuando lo que sería lógico conmemorar con alborozo es el día de su nacimiento. En otras latitudes –Venezuela, por ejemplo- el festejo es así: tal vez entre nosotros se haya impuesto cierta luctuosa tendencia tanguera.

Lo cierto es que el 12 de febrero se cumplirán cuarenta años de la muerte de Julio Cortázar, de quien no haré una semblanza biográfica (otros se encargarán) ni tampoco una evaluación de su literatura (ya hubo muchas, muy acertadas). Si el temor a la ostentación pedante no me lo inhibiera, podría titular estas líneas “Cortázar y yo” o “Cortázar en mi vida”.

Una primera novia de juventud afirmaba que existía una “generación Rayuela” (en la que me incluía), uno de cuyos síntomas era la práctica de reglas de cortesía ya poco usuales en los años ‘60 y ‘70 del siglo pasado: acomodar la silla para que se siente a la mesa una acompañante femenina, abrirle la puerta para que suba al auto antes de hacerlo uno mismo. Y el concepto no derivaba de actitudes de personajes de la narrativa de Julio, sino de cierto espíritu de época coincidente con la publicación de sus primeros libros.

Mi primer contacto con Cortázar fue epistolar. Aclaremos el concepto para los imberbes: en esos tiempos remotos se escribían cartas en papel, a mano o dactilografiadas; finalizada esa tarea se plegaba el soporte, se lo metía en un sobre y se lo llevaba al correo o se lo introducía en “aquellos buzones carmín”. Antes, se le adhería al sobre una estampilla (con mojador la gente fina, con salivita el vulgo) para que, luego de un lapso considerable, las mismas llegaran a sus destinatarios.

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Habíamos comenzado con mi socio “Tito” Finkelberg el proyecto de Ediciones de la Flor, en el año 1966, y una de las primeras publicaciones sería una antología de textos variados sobre Buenos Aires, ambientados en distintas épocas de la ciudad. El libro se titularía Buenos Aires, de la fundación a la angustia, un nombre sugerido por David Viñas a través de la ventana de la cervecería Edelweiss de la calle Libertad.

Alguien me consiguió la dirección de Cortázar, en la Rue de l’ Éperon, recuerdo, y le mandé una de esas cartas, pidiéndole un texto inédito para sumar allí, obviamente sin retribución económica alguna. A vuelta de correo me envió uno que luego incluiría en alguno de sus libros misceláneos: era el monólogo de un vendedor callejero que ofrecía un producto contra los mosquitos, cuya eficacia demostraba rociando a uno de ellos que de inmediato, caía fulminado. En cuanto los compradores se retiraban, el mosquito amaestrado “resucitaba”, el vendedor lo felicitaba y le prometía: “Esta noche te pongo un rato sobre el culo de mi señora…”.

Años después, en 1970, lo conocí personalmente en París, en una cena organizada por el poeta César Fernández Moreno, que trabajaba en la UNESCO. El restaurante se llamaba Le Serin y entre los comensales estaban Paco Urondo y el escritor ecuatoriano Jorge Enrique Adoum. Conservé un cenicero robado en la ocasión, que quedó del otro lado de la frontera cuando me separé. Se habló mucho de política, poco de literatura y yo, el más joven del grupo, escuché con admiración, sin intervenir. Me impresionó la figura de Julio, altísimo y desgarbado.

En 1972, cuando en la editorial se lanzó la colección Libros de la Florcita, que incluiría cuentos para chicos escritos por autores que normalmente escribían solo para adultos, volví a escribirle para solicitarle un texto. Me contestó al toque algo así como “Mire Divinsky (uno se trataba de usted en esa época de la Antigüedad), discúlpeme, pero este año no se me ocurre nada, ni siquiera para grandes”.

Leí sus libros uno a uno, a medida que iban apareciendo. Desde el primero que publicó en 1949 firmado con su nombre, Los reyes, un poema dramático sobre un tema de la mitología, hasta su poesía en Poemas y meopas, tal vez lo menos logrado de su obra. Incluso viví junto al diseñador y artista plástico Juan Fresán la creación de la versión gráfica de “Casa tomada”, en la que el texto se va encerrando en habitaciones cada vez más estrechas.

La plaza de la Biblioteca Nacional, en Buenos Aires, conmemora la máxima novela de Cortázar. Foto Ricardo Ceppi
La plaza de la Biblioteca Nacional, en Buenos Aires, conmemora la máxima novela de Cortázar. Foto Ricardo Ceppi

Conservo en mi memoria escenas imborrables, como la del tipo que va a cenar solo a un restaurante, y se sienta ante un espejo para sentirse más acompañado, pide un chateau sanglante, o sea un lomo (Chateaubriand) muy jugoso, y eso le desata una derivación acerca de castillos sangrantes.

Las de vida erótica de 62, modelo para armar, cuya intensidad derivaría (según el crítico uruguayo Ángel Rama) de que, como efecto de un tratamiento hormonal recibido por el autor, a consecuencia del cual también le creció la barba, Cortázar comenzó, a una edad en la cual ya su lenguaje literario estaba en toda su madurez, a experimentar totalmente el goce con la frescura de un estreno juvenil.

Talita y La Maga de Rayuela; la iniciativa de destruir el capitalismo contando la cantidad de fósforos que contenía un envase para demostrar que eran menos que los que indicaba la etiqueta; las “Instrucciones para subir una escalera”; la invención de los cronopios y los famas; la milonga de gente del interior del país, presumiblemente en “La Enramada”, un local cercano a Plaza Italia; el lenguaje porteño un poco demodé (“decime un poco”). Algunos arriesgaron que el cambio de mano de la Avenida Corrientes le impediría escribir historias ambientadas en Buenos Aires. Rápido y desordenado inventario personal de rasgos inolvidables de sus libros.

Y su última visita a Buenos Aires, cuando Alfonsín no lo recibió por desafortunado consejo de Luis Brandoni, uno de sus asesores culturales, que ya iniciaba su lamentable trayectoria política, paralela a la excelente actoral: temía que la cercanía de Cortázar con la revolución cubana y la nicaragüense comprometieran al Presidente. Esta lamentable decisión motivó una memorable columna de Osvaldo Soriano en la que pintaba al pobre Alfonsín, tironeado desde muchos lados, como un boxeador groggy en el ring.

Recordemos al escritor comprometido hasta el final de sus días, colaborador en todas las campañas contra las dictaduras latinoamericanas y denunciante de la acción nefasta del imperialismo, sin olvidar al aventurero que, en su recorrida por Francia en casa rodante con Carol Dunlop, su última mujer, relatada en Los autonautas de la cosmopista, confirmó eso de que “se hace camino al andar”.

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