A mediados de los 90, Binjamin Wilkomirski, un clarinetista judío que había nacido en Polonia, publicó un libro de memorias donde narraba su infancia trágica durante el nazismo. Allí contaba la crueldad con la que los nazis habían matado al padre delante de él, su intento de fuga, el reencuentro con la madre agonizante en el campo de concentración Majdanek y más tarde el traslado a Auschwitz. El libro fue un éxito de ventas; se tradujo a nueve idiomas y ganó varios premios, incluyendo el prestigioso National Jewish Book Award. Wilkomirski fue comparado con Elie Wiesel y Primo Levi.
Tres años después una investigación periodística desató el escándalo: Wilkomirski era un fraude; en realidad, se llamaba Bruno Grosjean y había crecido en un orfelinato. La situación creció hasta convertirse en una cuestión de Estado, había demasiados intereses creados en torno a su figura. Wilkomirski refutó cada acusación y, en busca de terminar con la cuestión, se sometió voluntariamente a una prueba de ADN. El resultado fue un golpe: Wilkomirski era, sin lugar a dudas, Grosjean.
Completamente desacreditado, Wilkomirski continuó con firmeza diciendo que era una víctima del Holocausto con un discurso tan puntilloso y fundamentado que la duda se mantiene hasta ahora. El affaire abrió planteos sobre la autobiografía, el testimonio, la memoria, y hasta llegó a ser trabajado en Psicología como ejemplo de falsos recuerdos autoimpuestos.
EJERCICIOS DE VERDAD E INCERTIDUMBRE
Benjamin Stein retoma el caso en su novela El lienzo (publicada en Argentina por Adriana Hidalgo; obtuvo el premio al libro mejor editado del año), con un artificio que nos recuerda a Rayuela: la novela tiene dos tapas y se pasa de una historia a la otra dando vuelta el libro. De un lado habla un psicoanalista que tiene el don de vivenciar los recuerdos de otras personas; del otro un editor que parece haber perdido la memoria y que encuentra un libro, tal vez escrito por él, que desenmascara a un tal Minsky que decía ser víctima de los nazis. Como Javier Cercas en El impostor (Mondadori), Stein cuestiona el "negocio de la memoria", pero mientras el español busca hallar la verdad, los personajes de Stein no aportan sino incertidumbres.
—Hay que decir que el fenómeno de la impostura se da a nivel mundial —dice Stein, que viajó a Buenos Aires para participar del Filba—. En Estados Unidos, por ejemplo, yendo a casos que no tienen que ver con los sobrevivientes del Holocausto, hay muchas personas que dicen haber sido secuestradas por una secta.
—¿Qué análisis hace de esto?
—Creo que tiene que ver con una obsesión de la sociedad emparentada al fenómeno de los realities. Por un lado, la gente intenta cada vez más reinventarse en las redes sociales, y por otro lado está la necesidad de revolver hasta encontrar lo auténtico del otro. Es muy llamativo que la crítica literaria alemana le exija al autor que su biografía sirva como de testigo de su libro. Eso es completamente absurdo, porque de esa manera uno podría escribir sólo un libro.
—Bueno, en su caso, que además de poeta y narrador, es especialista en judaísmo e informática, habría muchas vidas para contar.
—Seguramente son muchas vidas y tenemos que agradecer que sea posible. Antes, a los 35 años de alguna manera se acababa todo; hoy recién nos estamos planteando a dónde queremos ir y qué nos interesa hacer. Sin embargo, los medios no piensan de esa manera. Cuando decidí dejar de lado la ortodoxia fui fuertemente rechazado. La crítica literaria, que no tiene por qué interesarse por esa cuestión, lo tomó a mal. Incluso hubo un diario muy renombrado que hizo la suposición de que yo había llevado una vida ortodoxa como estrategia de marketing para vender mi novela. De ninguna manera me propongo escribir libros que se basen en diferentes cuestiones de mi biografía; no tengo el narcisismo suficiente para eso.
—¿Por qué una de las claves de la lectura de El lienzo es Ejercicios de estilo, de Raymond Queneau?
—La referencia a Queneau es también una referencia a mi propio manifiesto poético. Parto de la hipótesis que no existe una realidad objetiva sino que es una cuestión de cómo percibimos y cómo interpretamos aquello que percibimos. Nadie o casi nadie lo mostró de una manera tan clara como Queneau en Ejercicios de estilo. En ese libro todos los narradores hablan en primera persona y narran la misma historia pero que a la vez es otra. Hay que tener muy presente esa mirada diferente de la realidad porque ayuda a que uno se comprenda mejor y a comunicarse mejor con el otro.
—Luego de El lienzo escribió Un azul diferente (todavía no traducida al español), una novela coral compuesta por siete voces: ¿allí también aparece la cuestión de la subjetividad?
—Seguramente; incluso ese principio está desarrollado de una manera mucho más consecuente, porque si en El lienzo se trata de dos narradores, aquí se trata de seis narradores y uno desdoblado en una distancia temporal. En este caso, la cercanía con Ejercicios de estilo es mucho mayor. Pero este libro, en realidad no es una novela. Yo lo llamo "prosa para siete voces" y lo concibo como mi manifiesto poético.
—Es la segunda vez que menciona el manifiesto poético. Tengo entendido que comenzó a publicar poesía a los 12 años…
—¡Demasiado temprano!
—… ¿Cómo comenzó a publicar a esa edad y cómo desarrolló ese manifiesto a lo largo de 30 años?
—Los manifiestos son algo propio de la juventud inmadura y quizá hoy no volvería a escribir algo así, pero es un hecho que de los 17 a los 21 fui desarrollando la idea que tenía sobre cómo hacer literatura, y, en algún sentido, no se modificó. Podríamos decir que es una tragedia, porque soy una persona poco flexible, pero como programa me funciona bien. Sigo pensando que es una manera cautivante de contar historias.
—A lo largo de las preguntas estuvimos rondando la función del escritor: ¿cuál considera que es su tarea y en qué medida la va consiguiendo con los libros?
—Esta pregunta despierta en mí una suerte de sentimentalismo, porque roza la pregunta por el sentido: por qué se escribe, para qué se escribe. No siempre puedo contestarlo. Muchas veces me parece que no tiene sentido. Por supuesto, estoy contento de que en las sociedades occidentales no se le imponga una tarea al escritor. Pero me pregunto si se siguen necesitando a los poetas: ¿son necesarios? El tema del sentimentalismo se acentúa aún más por el hecho de estar en Buenos Aires. Desde muy joven tengo la sensación de que en América latina la literatura tiene otra relevancia, que los escritores están involucrados en la política, tocan las grandes preguntas y consideran que su literatura se encuentra dentro de esa sociedad, no está por fuera. De todos modos, si tengo que tratar de plantear cuál es mi tarea como escritor, creo que no siempre es la misma, pero sí hay una constante y es la de tratar de que el lector pueda experimentar con una profundidad emocional y amplíe su horizonte.
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