La mejor respuesta a los desastres es la resiliencia

Por Madeleine Albright

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(Ashley Gilbertson/VII/Nytimes)
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Los primeros recuerdos que tengo se remontan a la década de 1940 en un departamento de Londres situado en la calle Kensington Park con una cocinita y dos habitaciones pequeñas en plena guerra mundial. El edificio era un hogar temporal para refugiados de todos los rincones de la Europa ocupada por los nazis. La capital británica estaba sitiada.

El racionamiento de alimentos, los toques de queda, las cortinas opacas y la escasez de casi todo moldeaban nuestra vida cotidiana. Durante los ataques aéreos, los residentes se reunían en los cuartos estrechos de techos bajos del sótano a entonar canciones y compartir té con galletas.

Una tarde, mi padre no hizo caso de las sirenas e insistió en quedarse arriba para terminar de trabajar en un guion radiofónico. Las bombas que caían sacudían tanto nuestro edificio que primero se ocultó bajo una mesa y luego bajó corriendo las escaleras para reunirse con nosotros. En otra ocasión, una joven de un departamento vecino tentó al destino al escabullirse a un bar para jugar a los dardos y tomarse unos tragos. Esa noche, el bar recibió un ataque directo y por poco queda aplastada. Luego me enteré de que vivió hasta la edad de 103 años.

Los seres humanos somos una especie resiliente. Gracias a la tranquilidad y valentía de mis padres, yo no percibía como anormal el hecho de probarme una máscara antigás (con orejas de Mickey Mouse) o aprender a brincar la cuerda bajo un cielo potencialmente letal. Lo que sí hubiera sido extraño habría sido tener mantequilla auténtica y fruta fresca.

Durante las décadas que han transcurrido desde entonces, mi vida, dentro y fuera del gobierno, ha sido enriquecida por los sobrevivientes de otras épocas singulares. Durante el tiempo que fui secretaria de Estado, conocí en Uganda a un chico de seis años cuya madre había muerto en una masacre. Él había quedado debajo del cuerpo de su madre, pero logró levantarse y caminó varios kilómetros cargando a su hermanita en la espalda, hasta llegar a un campamento de una organización religiosa. En Sierra Leona, sostuve a una niña de tres años que había perdido un brazo por una bala; posteriormente fue adoptada y vivió en la misma calle en la que yo vivo en Washington.

En Bosnia, estreché la mano de mujeres cuyos maridos e hijos habían sido asesinados y arrojados a una fosa común cerca de la ciudad de Srebrenica. En Tailandia, conocí a chicas adolescentes que habían sido rescatadas de tratantes de blancas; se trenzaban el cabello unas a otras mientras me contaban sobre su determinación de vivir sin miedo pese a las cicatrices en su mente. En la Universidad de Georgetown, en Washington, di clases junto con un profesor, Jan Karski, que había escapado de Polonia en plena guerra y llevado al Reino Unido y a Estados Unidos algunos de los primeros testimonios oculares sobre el transporte de judíos a los centros de exterminio bajo las órdenes de Hitler.

Durante mi gestión en el Departamento de Estado, trabajé de cerca con Vaclav Havel, dirigente de mi natal República Checa, y con el líder de Sudáfrica Nelson Mandela; ambos habían sido prisioneros políticos durante años. También visité a estadounidenses que fueron soldados, aviadores, diplomáticos, trabajadores humanitarios y voluntarios de los Cuerpos de Paz desplegados en regiones donde cada día venía acompañado de mucho sufrimiento y nuevos conflictos.

Cuando era presidente, Bill Clinton a menudo hablaba del “tranquilo milagro de una vida normal”. Pero lo que habitualmente consideramos “normal” no es tan común ni tan inevitable como se cree. Una sociedad satisfecha en general es algo muy raro que los seres humanos debemos hacer lo posible por establecer y sustentar.

Con todo y nuestras deficiencias, hemos construido grandes civilizaciones, aprendido a coexistir y —con algunas excepciones catastróficas— a vivir en paz. Sin embargo, esos logros no se alcanzan sin obstáculos. Ser humanos implica tener que probarnos una y otra vez, y casi siempre necesitamos mucha ayuda de los demás.

(Ashley Gilbertson/VII/Nytimes)
(Ashley Gilbertson/VII/Nytimes)

Desde luego, lo que consideramos normal varía mucho. La rutina de un indigente es diferente a la de un multimillonario; tal vez un refugiado esté menos ansioso por reanudar “las cosas como siempre” que un abogado exitoso; los niños de 5 años no miran el mundo de la misma forma que alguien que va a cumplir 83.

Sin importar que nos motive la nostalgia o las ganas de algo nuevo, sin importar que seamos revolucionarios o conservacionistas, es en los momentos anormales cuando más aprendemos de nosotros mismos y de los demás. Los escudos que por lo general protegen nuestras emociones y tranquilizan nuestra mente ya no funcionan tan bien. Se trastornan nuestros horarios y nuestras prioridades cambian. Nos encogemos, crecemos, quizás hasta llegamos a perecer; ya no somos los mismos. Esto sucede tanto con los países como con las personas.

No afirmo saber gran cosa de psicología humana, pero sí creo que somos mucho más fuertes y más capaces de asumir una valentía moral de lo que insinúan las personas pesimistas, y que nos enriquecemos de los sobrevivientes que quedan entre nosotros. Según un antiguo mito, el regalo divino concedido a los seres humanos —después de que salieron de la caja de Pandora todos los males que lo acompañaban— fue la Esperanza.

Cuando me piden mi opinión de la vida y de los acontecimientos del mundo, respondo que soy una persona optimista… que se aflige mucho. Esta no es la mejor época, pero hemos visto peores. Podría beneficiarnos ver estos días anormales como una oportunidad para exigirnos más a nosotros mismos, para reflexionar acerca de nuestra relación con los demás y para pensar de manera crítica acerca de mejorar las estructuras sociales, económicas y políticas que conforman nuestras vidas.

Podemos inspirarnos en quienes han superado grandes obstáculos con anterioridad y prometer que la nueva normalidad que pretendemos engendrar será mejor, más justa y más segura que la anterior.

Madeleine Albright fue secretaria de Estado de Estados Unidos de 1997 a 2001. En fechas más recientes, escribió el libro de próxima publicación Hell and Other Destinations.

(c) The New York Times 2020

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