Los músicos que desafiaron a Hitler y la sinfonía de Leningrado que venció al hambre, la muerte y los nazis

Seis meses después de que la Orquesta de la Radio de Leningrado tocara la séptima sinfonía de Dmitri Shostakóvich, las tropas alemanas iniciaron su retirada. La ciudad bombardeada por el régimen nazi había resistido. La historia de un concierto que fue un desastre y, a la vez, una odisea extraordinaria

Compartir
Compartir articulo
"Interpretar la sinfonía se convirtió en un asunto de orgullo cívico y militar. Sería de gran apoyo moral para la ciudad", dijo Andréi Zhdánov, el jefe del Partido Comunista local

Nunca antes una sinfonía había ganado una batalla. La música se impuso a los cañones el 9 de agosto de 1942, en Leningrado, la ciudad sitiada por los nazis y condenada a morir de hambre. La sinfonía héroe era la número 7, de Dmitri Shostakóvich que, vaya novedad, se llamó “Leningrado”. Y la tocaron unos músicos muertos de hambre, sin otro ropaje que el coraje, mientras fuera de la sala de conciertos los alemanes intentaban bombardear y demoler el salón del concierto con toda la gente dentro, y los soviéticos cañoneaban a los alemanes para convencerlos de que el concierto iba a seguir adelante. Y siguió adelante.

Dos años antes, cuando las tropas de Adolfo Hitler entraron en París, detrás de los postigos cerrados de Champs Elysees los franceses cantaban La Marsellaise. La música siempre fue un símbolo de resistencia. Y si no, pregúntenle a Federico Chopin. Pero lo de la sinfonía de Shostakóvich es uno de los episodios más curiosos, valientes y casi olvidados de la Segunda Guerra. Hitler quería borrar a Leningrado de la faz de la tierra: la ciudad llevaba el nombre del padre de la Revolución Rusa, Vladimir Lenin; dominar Leningrado le permitiría a los nazis desarrollar mejor su invasión a la URSS, mantener a raya a la poderosa flota del Báltico y llevar a Alemania el vital hierro sueco para seguir adelante con la guerra. Hitler no pensó en dar una larga batalla: rodeó la ciudad el 8 de agosto de 1941 y se sentó a esperar que el invierno que se avecinaba, el frío de cuarenta grados bajo cero y el hambre mataran a todos sus habitantes. “Leningrado debe ser borrada de la faz de la tierra. No nos interesa en absoluto salvar civiles”, dijo el Fhurer para presentar su plan de batalla.

Pero Leningrado resistió. A un costo terrible y después de 872 días de horror. Acabadas sus provisiones, el hambre y la nieve mataron a más de un tercio de la población; la gente comió lo que pudo, hirvió el cuero de sus cinturones y zapatos, lo mezcló con raíces, con las semillas destinadas al ganado que ya se habían comido y con las pieles de las vacas, para fabricar lo que llamaron “mermelada de carne”, receta en la que mejor no ahondar. Después se comieron a sus mascotas, y después a patos, cisnes y aves salvajes. Y después comieron cadáveres de quienes caían fulminados en las calles, o mataron para comer cadáveres, o para robar a la víctima su tarjeta de racionamiento: trescientos gramos de pan por día, en el mejor de los casos.

Dmitri Shostakóvich tenía treinta y cinco años cuando escribió su séptima sinfonía: durante la guerra se había popularizado en la cultura occidental

En diciembre de 1941, cuando el sitio llevaba cuatro meses, Shostakóvich terminó su Sinfonía número 7 “Leningrado”. El músico era un tipo singular. Había nacido en 1906 y en esa ciudad ahora sitiada, que entonces se llamaba, como hoy, San Petersburgo y era la capital del imperio de los zares. En los años iniciales de la URSS, el autor fue famoso por combinar la tradición más arraigada de la música rusa con corrientes musicales más modernas que llegaban, con cuenta gotas, desde Occidente. En los años 30 y por alguna razón, cayó en desgracia en los años del terror implantado por José Stalin. Salvó su vida de milagro, pero muchos de sus amigos, colegas y familiares fueron asesinados, encarcelados o enviados a los gulags siberianos. Sobrevivió a dos denuncias por “escribir música inapropiada y formalista”, porque su muerte hubiese sido un escándalo internacional; se afilió al comunismo recién en los años 60 y murió en Moscú en agosto de 1975.

En los primeros días de 1942, y con su sinfonía al hombro, Shostakóvich encaró su estreno mundial: era su canto de guerra en honor de su ciudad natal; albergaba cuatro movimientos, cada uno con un nombre que luego el autor suprimió: “Guerra, Memorias, Los grandes espacios de mi patria y Victoria” y era una de sus obras más largas: 75 a 85 minutos, según la impronta del director. Se estrenó el 5 de marzo de 1942 en Kúibyshev, que hoy es Samara y entonces era la capital temporal de la URSS porque los alemanes rondaban a Moscú. Fue un gran éxito en manos del director Samuil Samosúd y en la de los maestros de la orquesta del Bolshoi. El 29 se estrenó en Moscú, en la Sala de las Columnas de la Casa de los Sindicatos y con una orquesta armada con los músicos del Bolshoi y los de la Orquesta Sinfónica de Radio Moscú.

Enseguida, en abril, la partitura, doscientas cincuenta y dos páginas, se microfilmó y se envió por avión a Teherán para que la conociera Occidente. El 22 de junio la estrenó la Filarmónica de Londres, dirigida por Henry Wood y una semana después se tocó en los hoy famosos Proms del Royal Albert Hall. Los dos conciertos se retransmitieron por radio. El 19 de julio se estrenó en Estados Unidos con la orquesta de la NBC dirigida por el gran Arturo Toscanini, que le envió la grabación al autor: “Una interpretación bastante chapucera”, dijo Shostakóvich, que también tenía una mala hostia que te la debo. Para cuando la sinfonía “Leningrado” se hacía famosa en Londres y New York, su autor, el poder militar soviético, los rígidos funcionarios estalinistas de cultura y los sufridos habitantes de Leningrado, bajo sitio, estaban empeñados en otra cosa, además de resistir a los nazis: estrenar la obra en la ciudad sitiada, para levantar la moral y para que la escucharan los alemanes desde sus trincheras y comprendieran, si eso era posible, quiénes eran los rusos que tenían enfrente.

Dmitry Shostakovich rodeado por músicos de la orquesta. El concierto fue un desastre y la calidad interpretativa, pésima. Poco importó

Así empezó una odisea extraordinaria, teñida de un heroísmo absurdo, muchas veces ridículo que encerraba una gran tragedia. Para tocar una sinfonía, y cualquier otra cosa, hace falta una orquesta. Y en Leningrado no había orquesta. Había una, rota y mal emparchada, que era la de la Radio de Leningrado, dirigida por Karl Eliasberg. La Filarmónica de la ciudad había sido evacuada y la última vez que los músicos habían tocado juntos había sido el 14 de diciembre de 1941, cuando Shostakóvich recién terminaba de escribir su sinfonía. En la puerta de la sala de ensayos de la Orquesta de la Radio de Leningrado había un cartel elocuente: “No hubo ensayo. Srabian está muerto, Petrov está enfermo. Borishev ha muerto. La orquesta no está operativa”.

A finales de marzo, a menos de un mes de su estreno en Moscú, el Departamento Artístico de Leningrado anunció que pronto empezarían los ensayos para un futuro concierto sinfónico de homenaje a la ciudad. Y salieron a buscar a los músicos, con Andréi Zhdánov a la cabeza. Era el jefe del Partido Comunista local, a cargo de la defensa de la ciudad, y tenía sus intenciones muy claras: “Interpretar la sinfonía se convirtió en un asunto de orgullo cívico y militar. Sería de gran apoyo moral para la ciudad”. El concierto pasó a ser un hecho político y acto de propaganda y, de alguna forma, una inyección de esperanza para una ciudad deshecha.

De los cuarenta músicos de la Orquesta de la Radio de Leningrado, sólo catorce vivían todavía en la ciudad. El resto había muerto a causa del sitio alemán, o estaban en el frente de guerra, metidos hasta los ojos en las trincheras y la sinfonía de Shostakóvich exigía una orquesta ampliada de cien músicos. Eliasberg, que en esos días era tratado por distrofia muscular por la mala alimentación, salió entonces de puerta en puerta a buscar a sus profesores: “¡Dios mío! Qué delgados estaban muchos. Pero todos se animaron cuando empezamos a sacarlos de sus departamentos oscuros. Y nos emocionamos cuando sacaron sus ropas de concierto, sus violines, sus violonchelos y sus flautas, y cuando empezaron los ensayos bajo el dosel helado del estudio”.

La interpretación de la sinfonía de Leningrado por la hr-Sinfonieorchester, una orquesta alemana

El primero de los ensayos, a inicios de abril y en la todavía fría primavera rusa, estaba planeado para durar tres horas. Duró quince minutos porque los únicos treinta músicos reunidos por Eliasberg estaban demasiado débiles para tocar, y muchos se desplomaban por la debilidad, en especial quienes ejecutaban los instrumentos de viento. En Leningrado costaba respirar. El propio Eliasberg tenía que ser llevado a los ensayos en trineo, hasta que el Partido le consiguió un apartamento más cerca de la sala de ensayos y le cedió una bicicleta: era más duro el remedio que la enfermedad. Pero el maestro llegaba a los ensayos a fuerza de pedal. Yasha Babushkin, del Departamento Artístico de la ciudad, escribió un informe desalentador: “El primer violín está muriendo, el tambor murió camino al ensayo, el trompa solista está al borde de la muerte”. De modo que todos los músicos recibieron raciones extra de alimentos, donadas por civiles amantes de la música que las cedían de sus propias escasas raciones. La sala de ensayos se entibió con ladrillos calientes y, aun así, tres músicos cayeron muertos durante los ensayos.

En las calles se pegaron carteles que pedían a todo músico que se presentara ante el Comité de Radio para ser incorporado a la orquesta, mientras se retiraban del frente de guerra a los miembros de las bandas militares soviéticas. Aquello no iba a sonar de lo mejor, pero esa fue la decisión del comandante soviético del frente de Leningrado, general Leónid Góvorov. De paso que ensayaba, por fragmentos, la sinfonía de Shostakóvich, la orquesta también encaró obras tradicionales de Ludwig van Beethoven, Piotr Illich Tchaicovsky y Nicolás Rimsky-Korsakov.

El 5 de abril tocaron para un público reducido algunos extractos célebres de las obras más conocidas de Tchaicovsky; fue entonces que los músicos protestaron por tener que gastar la poca fuerza que tenían en interpretar una obra intrincada, compleja y de difícil acceso como la “Leningrado”. Disciplina soviética, Eliasberg amenazó con rescindir las raciones adicionales y las protestas se diluyeron. También fue duro con los músicos que llegaban tarde a los ensayos, incluido con uno que lo hizo porque acompañó al cementerio los restos de su mujer. Cualquier acto simple implicaba un drama enorme, como el de transcribir cada una de las partes de los instrumentos porque no había papel pentagramado. Y si bien se recurrió a un par de copistas, fueron los propios músicos los que trazaron líneas y escribieron cada nota.

El concierto pasó a ser un hecho político y acto de propaganda y, de alguna forma, una inyección de esperanza para una ciudad deshecha

Los ensayos se programaron seis días a la semana en el Teatro Pushkin, de 10 de la mañana a 13; eran sesiones interrumpidas a menudo por las alarmas antiaéreas que prevenían sobre el bombardeo de los Junkers alemanes, o porque algunos de los músicos servían como bomberos voluntarios, un rol que también desempeñó Shostakóvich. Cuando no era la guerra la que entraba de lleno en los ensayos, había que reparar algún instrumento vencido por el tiempo o por el uso. Un oboísta de la orquesta llevó a reparar su oboe a un artesano que le pidió un precio exorbitante, casi imposible de pagar: un gato. El hambriento lutier cobraba en especias y el hambre no daba tregua.

En junio, los ensayos pasaron a la Philarmonia Hall y a finales de julio pasaron de tres a seis horas diarias. Sin embargo, la orquesta sólo pudo tocar la sinfonía completa una sola vez antes del estreno, programado para la noche del 9 de agosto de 1942. La fecha no era un capricho: era el día en el que Hitler había previsto celebrar la conquista de la ciudad con un gran banquete en el Hotel Astoria, junto a su estado mayor.

Cuando llegó el día del concierto, otra orquesta estaba preparada para su propio concierto, atonal si se quiere: las tropas del general Góvorov iban a ejecutar su propia sinfonía, llamada “Operación Borrasca”, que consistía en disparar con todo lo que tenían hacia las posiciones alemanas, que disparaban desde temprano contra el escenario donde se iba a estrenar la sinfonía de Shostakóvich, la Gran Sala de la Filarmónica. Ni el concierto ni el escenario eran un secreto militar, sino todo lo contrario: los altavoces soviéticos iban a transmitir el concierto a toda la ciudad y también a las trincheras de las fuerzas nazis que la cercaban: la inteligencia soviética había localizado semanas antes la ubicación de las baterías enemigas y los puestos avanzados de observación.

Seis meses después del concierto, las tropas nazis iniciaron su retirada hacia el norte y hacia la derrota final. El cerco sobre Leningrado perdió rigidez (Hulton-Deutsch Collection/CORBIS/Corbis via Getty Images)

A las seis de la tarde llegó a toda la ciudad un mensaje pregrabado del maestro Eliasberg, un poquito panfletario hay que decirlo: “Camaradas, está a punto de suceder un gran acontecimiento en la historia cultural de nuestra ciudad. En unos minutos, escucharán por primera vez la Séptima Sinfonía de Dmitri Shostakóvich, nuestro destacado conciudadano. Escribió esta gran composición en la ciudad durante los días en que el enemigo, increíblemente, intentaba entrar en Leningrado, cuando los cerdos fascistas bombardeaban y aplastaban a toda Europa y Europa creía que los días de Leningrado habían terminado. Pero esta actuación es testimonio de nuestro espíritu, coraje y disposición para luchar. ¡Escuchen, camaradas!”.

Con la última palabra de Eliasberg, el general Góvarov ordenó disparar tres mil proyectiles de alto calibre sobre las posiciones alemanas para convencer a las tropas enemigas de que todo buen concierto precisa el silencio y la atención de los espectadores. Poco antes de empezar, se encendieron las luces eléctricas del escenario por primera vez desde el último concierto de fines de 1941. El público, los líderes del partido, los militares que no cañoneaban al enemigo en ese instante, y los simples civiles de Leningrado, desbordaban la sala. Quienes no habían podido entrar, se amontonaron ante las ventanas abiertas de la sala o ante los altavoces de las calles. Los músicos, contaron los testigos, pese a la calidez de la larga clara noche del verano casi polar, “estaban vestidos como repollos, prenda de vestir sobre prenda de vestir, no por el frío inexistente, sino por los escalofríos provocados por la inanición”.

El concierto fue un desastre. La calidad interpretativa fue mala. Trepado al podio, esquelético, débil, Eliasberg parecía un extraño pájaro frente a aquella orquesta famélica. Pero primó la emoción, los gestos del público que instaban a los músicos desfallecientes a seguir adelante con la ejecución. Fue, según el periodista británico Michael Tumely, “un momento legendario en la historia política y militar soviética”. Cuando todo terminó, cuando cesaron los aplausos que duraron una hora y treinta y cinco minutos, cuando Eliasberg recibió de una muchacha un ramo de flores cultivadas en Leningrado que se habían salvado de ser devoradas por la gente, cuando la audiencia secó sus lágrimas porque el impacto musical había dejado escrita en notas la tremenda agonía de Leningrado, el general Góvarov le dijo con humildad al director de la orquesta: “Oiga, maestro, nosotros también tocamos nuestros instrumentos en la sinfonía, ya sabes…”. Y todo ocurrió en medio del hambre, el terror, los muertos, la desesperación y de una guerra que parecía no tener fin.

El comandante soviético del frente de Leningrado, general Leónid Góvorov, ordenó la ejecución de la llamada "Operación Borrasca": antes de la sinfonía, bombardear las posiciones alemanas

En enero de 1943, seis meses después del concierto, ya con el poderoso ejército del mariscal Von Paulus vencido en Stalingrado, al otro lado de Rusia, las tropas nazis iniciaron su retirada hacia el norte y hacia la derrota final. El cerco sobre Leningrado perdió rigidez, dos ofensivas del Ejército Rojo puso a los sitiadores en la categoría de sitiados: un estrecho corredor trazado sobre las aguas heladas del lago Ladoga permitió la entrada de alimentos y pertrechos para la sufrida población de Leningrado. El 26, Stalin declaró que el sitio había terminado y que los alemanes habían sido expulsados.

La Sinfonía número 7 de Dmitri Shostakóvich fue muy popular en Occidente durante la guerra, pero a partir de 1945 rara vez se interpretó fuera de la Unión Soviética. El maestro Eliasberg, héroe de la ciudad, cayó en desgracia y en los años 50 fue despojado de todos sus cargos y despedido a instancias por el director de la Filarmónica, Yevgueni Mravinski, que, cuentan las malas lenguas, envidiaba la popularidad de Eliasberg, que murió en 1978.

En los años 80, la Sinfonía Leningrado fue motivo de controversia porque en sus memorias sobre Shostakóvich, el crítico Salomón Volkov dijo que el autor le había dicho que la invasión alemana no tenía nada que ver con su sinfonía: “Pensaba en otros enemigos de la humanidad cuando compuse ese tema -dijo Volkov que le había dicho Shostakóvich-. No tengo nada en contra de llamar a la Séptima Sinfonía Leningrado, pero no se trata del Leningrado asediado, se trata del Leningrado que Stalin ha destruido: Hitler no hizo más que acabar su obra”. También esas memorias escritas por Volkov son aún hoy materia de controversia. Fueron escritas cinco años después de la muerte del autor.

El oscilante andar político de Shostakóvich, en la no menos oscilante realidad de la URSS, lo llevó en 1960 a afiliarse al Partido Comunista de la URSS. En un esfuerzo por reunir a la intelectualidad soviética alrededor del supuesto aire renovador que reinó tras la muerte de Stalin en 1953, su sucesor, Nikita Khruschev, nombró a Shostakóvich secretario general de la Unión de Compositores Soviéticos, cargo para el que era indispensable afiliarse al PC. La decisión del músico fue vista de diferentes formas: como una muestra de su compromiso, como una prueba de su cobardía, como el resultado de una fuerte presión política, por buscar amparo en el régimen, o porque le salió de las narices. Volkov aseguró que el maestro dijo luego a su esposa Irina que había sido chantajeado. Sin embargo, desde 1962 fue diputado en el Soviet Supremo de la URSS.

Más allá de sus vaivenes políticos, de la joven mano de Shostakóvich, tenía treinta y cinco años cuando la escribió, nacieron las notas de la única sinfonía del mundo que ayudó a ganar una batalla.

SEGUIR LEYENDO: