Pese a los buenos resultados de la inversión privada al tercer trimestre, la sostenibilidad de dicha recuperación, según el Banco Central de Reserva, se ve comprometida porque la seguridad jurídica que debería ofrecer el sistema tributario está debilitada. La SUNAT, lejos de promover la formalidad y el crecimiento económico, termina castigando a quienes sí cumplen con sus obligaciones.
La economía peruana requiere confianza para crecer; sin embargo, el sistema tributario actúa en sentido contrario. La SUNAT ha convertido la discrecionalidad interpretativa en una práctica cotidiana que sanciona a los contribuyentes formales, que son quienes sostienen la recaudación del país. La litigiosidad se incrementa, al igual que los casos que derivan en arbitrajes internacionales contra el Estado.
Un ejemplo de lo anterior es el criterio cambiante respecto a la deducción de gastos financieros, que genera incertidumbre y eleva el riesgo tributario de proyectos de inversión que deberían impulsarse, no penalizarse. Una misma operación puede recibir tratamientos contradictorios según el auditor o el año, aun cuando la ley no haya cambiado. Ese vaivén —que no combate la evasión y sí perjudica la inversión— se ha vuelto una constante.
La discrecionalidad también alcanza aspectos sensibles como la reserva tributaria. La implementación de perfiles públicos de cumplimiento, basada en una metodología aún en fase de prueba y cuya calibración continuará hasta 2026, expone injustificadamente a empresas cumplidoras a riesgos reputacionales. En lugar de brindar tranquilidad al contribuyente correcto, se le estigmatiza y supervisa de manera excesiva.
Incluso se desincentiva la reinversión al encarecer el retorno de capitales nacionales mediante una múltiple imposición a dividendos generados en el Perú, pero distribuidos a través de entidades en el extranjero. Esto resta competitividad frente a otras jurisdicciones donde dichas rentas no vuelven a gravarse. Es sencillamente imposible sostener una política de desarrollo si repatriar utilidades es desventajoso y predomina la presunción de elusión ante cualquier operación que involucre vehículos domiciliados fuera del país.
El Banco Mundial ha advertido que esta gestión del sistema tributario no solo disminuye la predictibilidad, sino que limita el crecimiento económico y encarece innecesariamente el cumplimiento de obligaciones. Una carga elevada, sumada a interpretaciones recaudatorias y coyunturales, desincentiva la formalidad, que justamente debería fortalecerse para ampliar la base tributaria sin recargar a los mismos contribuyentes.
El país necesita una SUNAT que facilite el cumplimiento, garantice un trato justo y se alinee con estándares internacionales modernos. Reglas claras y coherentes en el tiempo no son un privilegio para el contribuyente: son un requisito para que una economía avance. Mientras cumplir la ley siga siendo lo más arriesgado al emprender o crecer, la informalidad y la parálisis productiva continuarán expandiéndose.
Lo más paradójico es que, mientras la discrecionalidad domina la administración tributaria, los jefes de la SUNAT se cambian con alarmante facilidad —cinco en el último quinquenio— y la política tributaria exhibe una inédita inconsistencia. Se prioriza la recaudación (objetivo comprensible), pero simultáneamente se permite que el Congreso apruebe perforaciones a los ingresos tributarios mediante tratamientos preferenciales sectoriales, como las zonas económicas especiales o exoneraciones antitécnicas.
La inversión privada responde a la predictibilidad y seguridad jurídica, no —como algunos intereses mercantilistas suponen— a subsidios a sus márgenes bajo el pretexto de incentivar la actividad económica. Mientras tanto, el gasto público sigue aumentando con fines clientelares, con el consecuente debilitamiento de la institucionalidad fiscal del país.