En la presente nota dividiremos la homilía del Santo Padre, dada en la Basílica de San Pedro, Roma, el miércoles 24 de este mes, en subtítulos, con un propósito didáctico y para facilitar nuestros breves comentarios. Los subtítulos y los comentarios nos pertenecen.
“Queridos hermanos y hermanas:
Durante milenios, en todas partes del mundo, los pueblos han escrutado el cielo, dando nombres y formas a estrellas mudas; en su imaginación veían en ello los acontecimientos del futuro, buscando en lo alto, entre los astros, la verdad que faltaba abajo, entre las casas. Sin embargo, como a tientas, en esa oscuridad seguían confundidos por sus propios oráculos. En esta noche, en cambio, «el pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz: sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz» (Is 9,1).
He aquí la estrella que sorprende al mundo, una chispa recién encendida y resplandeciente de vida: «Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor» (Lc 2,11). En el tiempo y en el espacio, allí donde estamos, viene aquel sin el cual nunca habríamos existido. Vive entre nosotros quien da su vida por nosotros, iluminando nuestra noche con la salvación. No hay tiniebla que esta estrella no ilumine, porque en su luz toda la humanidad ve la aurora de una existencia nueva y eterna.”
Comentario: El Niño Jesús, único Hijo de Dios Padre todopoderoso, partícipe de su divinidad, se hizo hombre para traer la Palabra y redimir nuestros pecados. El Santo Padre León no se refiere a cualquier luz, no es la luz del sol ni de la luna, no es la luz de un rayo, no es una luz pasajera, no es la luz del fuego; es “una luz divina, incorpórea, infinita, fuente de verdad, inteligible que nos revela los valores eternos e inmutables y la voz interior (cf. Confesiones de San Agustín)”. Es también la luz de la estrella que acompaña al Hijo, recién nacido, recostado en un pesebre en Belén, cuidado por José y María. Como aquella luz primordial del origen del universo.
En la teología católica de Teilhard de Chardin (que no está mencionada en el discurso que comentamos), la estrella de Belén sería un símbolo telúrico y cósmico de la atracción del universo hacia Cristo, que es la meta de la evolución. Ello, claro está, en concordancia con la perspectiva evolutiva del mundo del teólogo mencionado (cf. Papa Francisco en Mongolia, misa 23 de septiembre de 2023). De Chardin decía: “Yo creo que el universo es una evolución. Yo creo que la evolución se dirige hacia el espíritu. Yo creo que el espíritu se acaba en la persona. Yo creo que la persona suprema es el Cristo universal”.
“No hay espacio para Dios si no hay espacio para el hombre”
Dice el papa León XIV: “Es el nacimiento de Jesús, el Emmanuel. En el Hijo hecho hombre, Dios no nos da algo, sino a sí mismo, «a fin de librarnos de toda iniquidad, purificarnos y crear para sí un pueblo elegido» (Tito 2,14). Nace en la noche aquel que nos rescata de la noche: ya no hay que buscar lejos, en los espacios siderales, la huella del día que alborea, sino inclinando la cabeza en el establo de al lado.
La clara señal dada al oscuro mundo es, de hecho, «un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). Para encontrar al Salvador no hay que mirar hacia arriba, sino contemplar hacia abajo: la omnipotencia de Dios resplandece en la impotencia de un recién nacido; la elocuencia del Verbo eterno resuena en el primer llanto de un infante; la santidad del Espíritu brilla en ese cuerpecito limpio y envuelto en pañales. (Las latinas nos pertenecen).
Es divina la necesidad de cuidado y calor que el Hijo del Padre comparte con todos sus hermanos en la historia. La luz divina que irradia este niño nos ayuda a ver al hombre en cada vida que nace".
“Para iluminar nuestra ceguera, el Señor quiso revelarse al hombre como hombre, su verdadera imagen, según un proyecto de amor iniciado con la creación del mundo. Mientras la noche del error oscurezca esta verdad providencial, «tampoco queda espacio para los otros, para los niños, los pobres, los extranjeros». Las palabras del papa Benedicto XVI (Homilía de Navidad, 24 de diciembre de 2012), tan actuales, nos recuerdan que en la tierra no hay espacio para Dios si no hay espacio para el hombre: no acoger a uno significa rechazar al otro. En cambio, donde hay lugar para el hombre, hay lugar para Dios; y entonces un establo puede llegar a ser más sagrado que un templo y el seno de la Virgen María, el arca de la nueva alianza”. (Las latinas nos pertenecen).
“Admiremos —continúa diciendo el papa León—, queridos amigos, la sabiduría de la Navidad. En el Niño Jesús, Dios da al mundo una nueva vida —la suya—, para todos. No es una idea que resuelva todos los problemas, sino una historia de amor que nos involucra. Ante las expectativas de los pueblos, Él envía un niño para que sea palabra de esperanza; ante el dolor de los miserables, Él envía un indefenso para que sea fuerza para levantarse; ante la violencia y la opresión, Él enciende una suave luz que ilumina con la salvación a todos los hijos de este mundo.”
Como señalaba San Agustín, «tanto te oprimió la soberbia humana, que solo la humildad divina te podía levantar» (Sermo in Natale Domini, 188, III, 3). Sí, mientras una economía distorsionada induce a tratar a los hombres como mercancía —prosigue diciendo el papa León—, Dios se hace semejante a nosotros, revelando la dignidad infinita de cada persona. Mientras el hombre quiere convertirse en Dios para dominar al prójimo, Dios quiere convertirse en hombre para liberarnos de toda esclavitud. ¿Será suficiente este amor para cambiar nuestra historia?”
Comentario: El hombre fue creado por Dios a su imagen y semejanza (Gén. cap. 1, 26-27). La creación del mundo y del hombre por Dios es un misterio de fe que culmina en Cristo cósmico. Dios también fue el creador del cielo y de la tierra y sus criaturas, impulsado por el amor.
Luego, la tierra y todo lo existente fue creado por Él para ser propiedad común de la humanidad, destinada al bien de los seres humanos (El Evangelio de la creación, VI. Destino común de los bienes, n.º 93, encíclica Laudato si’, papa Francisco). San Juan Pablo II, en la encíclica Laborem exercens de 1981, con absoluta claridad afirma que “Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno” (op. cit., lugar citado y citas concordantes).
Los sistemas políticos en el curso de la historia no han tenido como fin al hombre y, en la mayor parte de las naciones, concentraron y siguen acumulando los bienes en manos de una minoría cuyo objetivo central es obtener el máximo beneficio y acumular una mayor riqueza. Riqueza que les sobra —atento el rumbo de los capitales— es remitida al mundo financiero. El capitalismo y la teoría del “libre mercado” consolidaron esa apropiación con el fin de justificar la orientación egoísta del hombre. Se hizo creer que el crecimiento del capital provocaría mayor producción y mayor trabajo, lo cual había que dejarlo en la mano invisible del mercado que arregla las desigualdades e injusticias a través del “derrame” de los beneficios que se generan. Sin embargo, “la realidad que —como reza uno de los principios enunciados por Bergoglio— es superior a la idea” (léase ideología) demuestra que a mayor libertad de mercado mayores son las distorsiones, la expulsión de mano de obra, el aumento de la desigualdad, la pobreza y la exclusión social. Porque el capitalismo sustituye el diálogo interpersonal por la negociación, el bien por el interés, la promesa por la tarjeta, los templos por los bancos y a Dios por el dinero. Es la religión del egoísmo.
La Iglesia aboga por un retorno a los principios de las Sagradas Escrituras, una vida en comunidad, una economía que sea concebida por los dirigentes naturales de la gente, arraigada en el bien común y aplicada por los mejores, y no dominada por los banqueros y economistas. Que la política económica ponga a las personas por delante del dinero; que conciba a los ciudadanos como personas dignas y no al hombre como mercancía; que no excluya a los pobres, sino que contemple y garantice la libertad de los que menos tienen para convertirse en artífices de su propio desarrollo y respete la dignidad y los derechos de los trabajadores.
La contemplación del niño Jesús y la conmoción ante el rostro de los pobres
Dice el papa León XIV: La respuesta llega en cuanto nos despertamos, como los pastores, de una noche mortal, a la luz de la vida naciente, contemplando al niño Jesús. En el establo de Belén, donde María y José, llenos de asombro, velan al recién nacido, el cielo estrellado se convierte en «una multitud del ejército celestial» (Lc 2,13). Son huestes desarmadas y desarmantes, porque cantan la gloria de Dios, cuya manifestación en la tierra es la paz (cf. v. 14); en el corazón de Cristo, en efecto, palpita el vínculo que une en el amor el cielo y la tierra y el Creador con las criaturas.
Todos somos “discípulos misioneros”
Dice el papa León XIV: Por eso, hace exactamente un año, el papa Francisco afirmaba que el nacimiento de Jesús reaviva en nosotros «el don y la tarea de llevar esperanza allí donde se ha perdido», porque «con Él florece la alegría, con Él la vida cambia, con Él la esperanza no defrauda» (Homilía, 24 de diciembre de 2024). Con estas palabras daba comienzo el Año Santo, dice el papa Prevost. Ahora que el Jubileo llega a su fin, la Navidad es para nosotros tiempo de gratitud y de misión. Gratitud por el don recibido, misión para dar testimonio de este don al mundo. Como aclama el salmista: «Canten al Señor, bendigan su Nombre, día tras día, proclamen su victoria. Anuncien su gloria entre las naciones, y sus maravillas entre los pueblos» (Sal 96,2-3).
Hermanas y hermanos, la contemplación del Verbo hecho carne suscita en toda la Iglesia una palabra nueva y verdadera: proclamemos, pues, la alegría de la Navidad, que es fiesta de la fe, de la caridad y de la esperanza (las latinas son nuestras). Es fiesta de la fe, porque Dios se hace hombre, naciendo de la Virgen. Es fiesta de la caridad, porque el don del Hijo redentor se realiza en la entrega fraterna. Es fiesta de la esperanza, porque el niño Jesús la enciende en nosotros, haciéndonos mensajeros de paz. Con estas virtudes en el corazón, sin temer a la noche, podemos ir al encuentro del amanecer del nuevo día.
Comentario: La fiesta de la fe no es una reunión frívola o una presencia ausente, inactiva en la Misa de Gallo. Es una concentración que nos lleva al descubrimiento del Señor Jesús, el Hijo de Dios, en la Navidad, el Niño pobre, perseguido político por el rey Herodes, quien quiso eliminarlo por miedo a perder el poder. No será sino un llamado a crecer como evangelizadores, hasta conducirnos al ejercicio de “la misión”.
Porque “en virtud del bautismo recibido, cada miembro del pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero (cf. Mt 28,19)” (Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium n.º 120, p. 114). Cada uno de los bautizados, cualquiera sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador.
Todos debemos implicarnos en eso y, como dice a continuación Francisco, “…si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a anunciarlo, no puede esperar que le den muchos cursos o largas instrucciones. Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús…” (op. cit., lugar citado).