Durante años, convivir fue sinónimo de “no tener derechos”. Para muchas parejas, la unión convivencial aparecía como una forma de evitar obligaciones legales. Hoy, esa idea empieza a quedar atrás. Un fallo reciente vuelve a poner en agenda un cambio profundo en el derecho de familia argentino: la Justicia comienza a reconocer derechos patrimoniales a los convivientes, incluso después de la ruptura del vínculo o de la muerte de uno de ellos. No se trata de equiparar la convivencia al matrimonio, sino de algo más sutil y, a la vez, más disruptivo: el reconocimiento jurídico de proyectos de vida en común que hasta hace poco eran invisibles para el sistema legal. La convivencia dejó de ser una excepción y se convirtió en una de las formas predominantes de construir pareja en Argentina. Los datos oficiales confirman este cambio cultural.
En la Ciudad de Buenos Aires, las uniones convivenciales crecieron un 60 % durante 2024, mientras que los matrimonios disminuyeron un 12 % en el mismo período, según estadísticas del Gobierno porteño. La tendencia no es aislada. Estudios demográficos del CONICET muestran que, especialmente entre generaciones más jóvenes, la convivencia ha reemplazado al matrimonio como forma inicial de vida en común. A nivel nacional, se observa un proceso sostenido: se posterga el matrimonio, aumentan las convivencias y se diversifican las formas familiares. El derecho de familia, diseñado históricamente en torno al matrimonio, enfrenta así el desafío de adaptarse a una realidad social que ya cambió.
Convivir no es casarse, pero tampoco es “no tener derechos”. El Código Civil y Comercial reconoce las uniones convivenciales, aunque con un alcance distinto al matrimonio. La convivencia no crea una sociedad de bienes ni derechos hereditarios, pero sí puede generar efectos jurídicos concretos. La obligación de contribuir a las cargas del hogar, la protección de la vivienda familiar y ciertos derechos frente a terceros son algunos de los efectos jurídicos concretos de la convivencia.
Entre ellos, la obligación de contribuir a las cargas del hogar, la protección de la vivienda familiar, ciertos derechos frente a terceros y, en determinados supuestos, el derecho a una compensación económica cuando la disolución de la convivencia produce un desequilibrio injusto. Durante años, estos efectos fueron interpretados de manera restrictiva. Hoy, la jurisprudencia comienza a ensanchar esa mirada.
El fallo que inaugura una nueva etapa para las uniones convivenciales. Un fallo conocido en los últimos días de la Cámara de Apelaciones en lo Civil, Comercial, Familia y Violencia Familiar de Tucumán marca un punto de inflexión. La Justicia ordenó el pago de una compensación económica a favor de una mujer que convivió durante siete años con su pareja y quedó en una situación de vulnerabilidad tras su fallecimiento. Según se difundió, el tribunal sostuvo que la compensación económica no es una indemnización ni una asistencia social, sino una herramienta legal prevista para corregir el desequilibrio injusto que puede producir la ruptura —o incluso la muerte— de un proyecto de vida en común. La decisión se basó en una interpretación con perspectiva de género del artículo 525 del Código Civil y Comercial de la Nación, que regula la compensación económica de convivientes al cesar la unión y causar un perjuicio económico a uno de ellos.
Lo relevante de esta decisión no es solo el resultado, sino su fundamento: el reconocimiento de derechos patrimoniales al conviviente aun después del fallecimiento de la pareja, ampliando el alcance tradicional del derecho de familia, históricamente centrado casi exclusivamente en el matrimonio. Este fallo no equipara la convivencia al matrimonio, pero sí envía un mensaje claro: las uniones convivenciales dejaron de ser jurídicamente invisibles.
Una mirada internacional: lo que también discute la academia jurídica. Este debate no es exclusivo de la Argentina. Desde una perspectiva académica internacional, Harvard Law School y la Harvard Law Review vienen analizando desde hace años cómo el derecho debe responder frente a parejas que conviven sin casarse y, sin embargo, desarrollan verdaderos proyectos de vida en común. En particular, se ha estudiado el uso de figuras como el enriquecimiento injusto y la restitución patrimonial para evitar que, tras la ruptura o el fallecimiento de uno de los convivientes, quien realizó aportes económicos o asumió tareas de cuidado quede completamente desprotegido. La discusión no apunta a equiparar la convivencia al matrimonio, sino a introducir criterios de equidad cuando existe un desequilibrio evidente.
Esta línea de pensamiento, presente en la formación en derecho de familia en Harvard, refuerza una idea central: las relaciones adultas no matrimoniales ya no pueden quedar completamente fuera del sistema jurídico, y el desafío del derecho contemporáneo es equilibrar autonomía personal con justicia patrimonial. El desafío del derecho contemporáneo es equilibrar autonomía personal con justicia patrimonial en las relaciones adultas no matrimoniales.
Tres grandes malentendidos que veo a diario en la práctica profesional. La experiencia cotidiana muestra una profunda confusión social sobre los efectos de la convivencia. 1. “No tengo ningún derecho porque no me casé” Muchas personas se sorprenden al descubrir que la convivencia sí genera ciertos derechos, especialmente cuando hubo dependencia económica, roles de cuidado o un desequilibrio evidente tras la ruptura. 2. “Tengo los mismos derechos que un cónyuge” Aquí aparecen las situaciones más dolorosas. Convivientes que cuidaron a su pareja durante años y, sin embargo, no pueden decidir sobre su salud, su internación o su destino, porque la ley no los equipara al cónyuge. He acompañado casos en los que los hijos desplazaron por completo a la pareja conviviente, incluso sacando a la persona del hogar compartido y llevándola a un geriátrico en contra de su voluntad. 3. “Si construimos juntos, la mitad es mía” Otro error frecuente. Si la vivienda se construyó en un terreno de uno solo de los convivientes, lo edificado pertenece al titular del terreno. El otro solo puede reclamar, si lo prueba, el dinero aportado. No existe un derecho automático a la mitad del bien por el solo hecho de convivir.
Más derechos también implican más obligaciones. El reconocimiento judicial de nuevos derechos para los convivientes trae una consecuencia inevitable: más derechos también implican más obligaciones. Durante años, muchas personas eligieron convivir para evitar responsabilidades legales. Hoy, esa lógica empieza a quedar atrás. La Justicia no solo reconoce derechos cuando hay desequilibrios evidentes, sino que también exige conductas responsables durante la convivencia, aportes acreditables, contribución al hogar y respeto por los compromisos asumidos, aun cuando no hayan sido formalizados por escrito. En este nuevo escenario, convivir ya no es una zona libre de consecuencias jurídicas.
La convivencia genera efectos, y desconocerlos puede derivar tanto en reclamos inesperados como en obligaciones que antes se creían inexistentes. Cómo proteger una unión convivencial. Existen herramientas legales para ordenar la convivencia y evitar conflictos futuros: pactos de convivencia, acuerdos económicos claros, documentación de aportes, testamentos dentro de la porción disponible y asesoramiento preventivo. No se trata de desconfiar del otro, sino de evitar que el proyecto afectivo quede librado al azar jurídico.
Matrimonio Inteligente: una alternativa posible. Muchas parejas conviven porque temen las consecuencias del matrimonio tradicional. Frente a eso, desarrollé el concepto de Matrimonio Inteligente, un modelo que propone compromiso con separación de bienes, contratos prenupciales, autonomía patrimonial y reglas claras desde el inicio. No es desconfianza: es madurez emocional y previsión jurídica. Las uniones convivenciales están cambiando. La Justicia empieza a reconocer derechos que antes no existían, especialmente cuando hay desequilibrios evidentes. Pero convivir no es casarse, ni crea derechos automáticos. La información y la previsión siguen siendo esenciales para evitar conflictos, pérdidas patrimoniales y situaciones profundamente injustas.
Porque en el derecho de familia, como en la vida, lo que no se habla a tiempo suele discutirse tarde.