La Reina

Isabel II, de 96 años, es el centro del jubileo. A buena distancia de cuando fue coronada a los 25, en el mundo de estos días no se encuentran líderes que levanten su afecto y popularidad

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Isabel II ha ocupado el trono británico desde que tenía 25 años

Isabel ll, de 96 años, es el centro de la celebración del Jubileo de los 70 como reina, con una popularidad como nunca ha tenido la monarquía parlamentaria y democrática que encabeza. Bastantes años más en la corona que los que ocupó su legendaria tatarabuela Victoria, en el mundo de estos días no se encuentran líderes que levanten afecto y popularidad en la medida de la mujer ya pequeña, sonriente y cordial que el pueblo quiere de forma casi maternal y unánime.

Desde las más diferentes posiciones políticas e ideológicas, sólo los obtusos irreparables no sienten la simpatía que resulta imposible desdibujar a la reina británica. A buena distancia de cuando fue coronada cuando alcanzaba los 25 años, a estas horas es Jefa de Estado aún cuando no interviene sino en la consulta con los primeros ministros sucesivos, y lo hace de manera influyente y decisiva, nunca sin explicaciones. La reina es exigente.

El Jubileo ha traído desfiles militares de gran bizarría (en el primer sentido), músico en conciertos con rock y pop, miles de picnics en los incomparables parques ingleses. Las imágenes de las celebraciones llevan a muchos a cuestionar uniformes, vestidos, sombreros y colores, en la convicción de que la monarquía tiene que ser asesorada por algún diseñador en boga. Lo contrario: es la manera de presentarse como nadie lo hace, ese es el símbolo y es también la gracia.

No es motivo para hurtarle fascinación a Isabel ll la usurpación de las Islas Malvinas y la guerra, a mi juicio miserable y cruenta, iniciada como un ataque en el Siglo XX con la apariencia de recuperarlas por la Argentina, con tanto dolor -y tanta aprobación de las muchedumbres que ovacionaron la decisión, no sería saludable olvidarlo-. Que muchos se abstienen con algún murmullo rencoroso, pienso, es una de las razones de nuestra miopía y de las dificultades para tratar de entender, al menos, cómo ocurrió, con documentación y con inteligencia, artículos y libros, que los hay y muy reveladores.

En los días de la Guerra de las Malvinas, Isabel ll siguió con atención máxima las negociaciones y la navegación que cruzaba el mar con la Royal Navy, la aviación y las fuerzas de desembarco. Era primera ministra Margaret Thatcher: la reina y Thatcher tuvieron una mala relación personal, difícil en puntos políticos, como la dureza con que desarrolló la larga huelga de los mineros.

Al ser electo Tony Blair, Isabel y el ministro tuvieron un diálogo mejor: el frente a frente de Blair y la reina mejoró, aunque los hechos revelaron luego un ministro falaz, ambicioso y secreto (no vendría, en ese orden, ver “El escritor”, de Polanski). Pero Isabel ll y Tony -son niveles, sensaciones, impresiones- alcanzaron mayor armonía que con Margaret Thatcher, siempre en un plano entre personas que pueden caerse mal o bien. El resto es política. Cada primer ministro y el Parlamento ponen más vigor, tal como debe responder en la democracia y monarquía británicas.

Lo cierto es que, al asumir muy joven, fue menospreciada por parlamentarios duros. ”Es casi pueril”, dijeron después de la muerte de su padre y la abdicación de Eduardo Vlll, quien argumentó no contribuir “a la felicidad del Reino Unido sin unirme a la mujer que amo”.

Se trataba de Wallis Simpson, estadounidense divorciada dos veces. Eduardo Vlll no llegó a coronarse: parlamentarios con autoridad decisiva hicieron que casarse con Wallis y ser rey era incompatible. Detrás de la historia de amor que abandona un trono hay pruebas en abundancia de que el gran obstáculo era, en realidad, la aproximación de Eduardo a los nazis.

La Inteligencia británica no ignoraba que el rey que se marchaba era con, mucha probabilidad, el hombre de Hitler si se establecía un pacto, y que Alemania iba imponerse y someter luego a las islas de cualquier modo.

También es, por lo menos, curiosa la historia entre ingleses y argentinos. Para quien no sabe el modo de estos isleños de cara colorada, dientes dudosos, alcohol cultural y varones tirando a timidez (ahora ya se diría que una base inalterable para una sociedad multiétnica: gente práctica para el desafío que resuelven los problemas), y las interpretaciones acerca de los dos países; puede aportarse un poco.

Se juzga, sobre todo, desde una alianza comercial beneficiosa hasta el coloniaje. Pero bien tengo a la vista que mis amigos nacionalistas nunca han dejado de proveerse de un tweed, una chaqueta Barbour para el buen tiempo, unas botas Thompson... Que una cosa no quita la otra. Y, a la vista, los polistas formidables de este suelo que van y vienen a ver jugar o a buscar tanto jugadores como caballos. ¿Cosas menores? Creo que no. Creo que hay algo, algo que no se puede (o cuesta) definir, pero existe. Desde luego, el fútbol -que inventaron allá, como todos los deportes-, incluido cierto gol con la Mano (de Dios).

Pero volviendo a Isabel, se casó con Felipe, hijo del príncipe de Grecia y Dinamarca y de la princesa Alicia de Battenberg. Vivieron 73 años hasta la muerte del designado duque de Edimburgo y tuvieron 4 hijos, cuestión que no prohíbe jugar a algún morbillo íntimo de vez en cuando.

Durante la guerra fue subteniente enfermera y se alimentó con las raciones establecidas. Pasó años de esplendor y la suave declinación que supuso ceder el primer lugar a Estados Unidos, aunque siempre en alianza de hierro.

Pasó escándalos: el annus horribilis con separaciones, divorcios, una prensa que no calla y es inflexible hasta límites que pueden asombrar. Infidelidades del duque, el “tampongate” -alguién recordará-, el tejano petrolero en una playa francesa entretenido con chupar los dedos de Sarah Ferguson de riguroso topless; la evidencia de que su hijo Andrés visitaba al rufián multimillonario y depredador de menores señor Epstein; se sumó a la muerte de Lady Di sin acudir al funeral: debió dar arrepentida en un discurso tardío.

Con mirada ancha, los festejos y la reina miran aún el mundo. Desde luego, están líneas no están escritas por un tipo monárquico por convicción en cualquier parte. Sería grotesco. Apenas pensar que, con libertad plena, buena Justicia y la satisfacción de las necesidades primordiales; se construye un sistema y unas instituciones notables, no sin montañas rusas de tanto en tanto.

Es de una patanería completa decir a los gritos que una monarquía de la que estamos hablando resulta, cara, anacrónica e inútil. La cuestión es otra: no importa que el gato sea blanco o negro. Lo que importa es que cace ratones.

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