Macri, entre el círculo rojo y el círculo vicioso

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El segmento cada vez más chico de sensatez nacional vive de desilusión en desilusión. Primero creyó que Cambiemos era un nombre que implicaba una promesa y un objetivo. Así, imaginó que, como en un cuento de hadas, terminarían mágicamente la corrupción, la impunidad, el populismo y el déficit. La inflación tomaría un poco más: seis meses.

Ahí descubrió que si se hacía lo que había que hacer (esotérica frase que encierra también un misterio merliniano), las hordas quemaban el país. Trasladó entonces sus esperanzas al gradualismo y al resultado de las elecciones de medio término, que asegurarían la gobernabilidad y consolidarían la legitimidad del gobierno por medio del voto popular.

De inmediato descubrió que para la oposición peronista la única legitimidad es la que da su prepotencia callejera, tanto cuando se vuelve victoria por los votos como cuando se aplica en su versión más esencial de apedreo, rotura y vandalismo. Puso sus esperanzas en el peronismo bueno y descubrió que era un disfraz del lobo, que se complotaba en un raro baile con el peronismo malo.

Cuando continuó la farsa del gradualismo, depositó sus expectativas en un triunfo en las elecciones presidenciales de 2019, que cimentaría para siempre el "no vuelven más", para muchos leit motiv excluyente de su visión de futuro, un logro maravilloso de la polarización inducida, el único que pueden exhibir en una larga lista de puerilidades políticas.

El llamado círculo rojo —una suerte de versión criolla devaluada de la mítica Trilateral y el Consenso de Washington— también se desilusionó por un tiempo. Se había terminado el financiamiento para el proteccionismo y la patria contratista, los negocios y negociados con el Estado, y la demanda garantizada por el endeudamiento y la inflación, PPP incluidas.

Mauricio Macri tiene una relación polivalente con el círculo fantástico. Es su producto, donde se ha criado y formado, donde bebió su lógica y alternó toda su vida. Pero al mismo tiempo es su prisionero ideológico y fraterno, y por eso es su crítico. También por ello en las horas críticas le demanda apoyo y sacrificios, porque no ignora su poder y sus miedos.

Cuando felizmente se acabó el crédito, la alternativa de recurrir al Fondo Monetario deparó otra vez una gran desilusión para los sensatos. Lo que originalmente parecía que sería el fin del gradualismo (en rigor, una mentira para ocultar que se está aumentando el gasto inútil, multipartidista y prebendario) y un regreso a la administración racional, está encaminándose a recuperar el rumbo de desastre que tan bien fijó el matrimonio Kirchner, con el aplauso baboso del círculo en cuestión.

Tanto el peronismo enemigo como el radicalismo amigo coinciden en que el ajuste (que no empezó) no debe obstaculizar el crecimiento. Exactamente el planteo original del presidente Macri, en el que coincidieron e influyeron los mismos que ahora están obligando a hacer lo mismo que se hizo antes y después de diciembre de 2015. La discusión sobre el presupuesto 2019, en donde se suponía que se plasmarían los acuerdos refundacionales del país, se reduce a los mismos puntos gatopardistas de siempre.

Se sostiene entonces que no hay cómo bajar el gasto de personal ni en jubilaciones en ninguna jurisdicción por razones constitucionales, sociales, humanitarias y políticas. Ni se puede tolerar una recesión por el efecto nocivo que tendría sobre el consumo y la pobreza. Y, por supuesto, no se puede afectar a las jurisdicciones provinciales, en especial a las multimillonarias de la Patagonia. Ni se puede lastimar al negocio petrolero y gasífero, en manos amigas (amigas de todos los políticos). Con lo que se vuelve a mirar a las retenciones ante la efímera mejora en el tipo de cambio real, como una posibilidad salvadora que cualquiera sabe que se esfumará en unos meses.

Para resumirlo aún más: la línea de hierro es que no se puede bajar seriamente el gasto. Se va a hacer cosmética mientras se espera que el crecimiento ayude a bajar relativamente el peso del gasto y del déficit. Que es lo que se dijo en diciembre de 2015 y otras 30 veces en la historia nacional. Y que ha terminado siempre en alguna forma de estafa, confiscación o default.

Con lo que el sector sensato, que se había creado una nueva esperanza, puede desilusionarse ya mismo para ganar tiempo. Porque quienes sostienen esta repetitiva teoría omiten con irresponsable deliberación dos cuestiones. La primera es que decir que no se puede bajar el gasto no lo financia. No existe una alternativa entre bajar o no bajar, reducir el Estado o no reducirlo. Quienes quieren bajarlo a ultranza no son los maléficos del cuento. Son los que ven con claridad las consecuencias de no hacerlo. Y nadie tiene una alternativa seria a esa postura, simplemente porque no la hay.

La segunda cuestión, más técnica pero igualmente evidente, es que con esta estructura de estatismo, despilfarro, populismo, ineficiencia, corrupción, inflación y devaluación permanentes creadas por la propia dinámica del mecanismo, no hay ninguna posibilidad de lograr inversión real ni de crecer en la colosal medida en que hace falta para soportar y licuar el despilfarro.

El círculo rojo, para denominarlo de algún modo, CEO de esta gigantesca pirámide ponziana que es la economía argentina desde hace casi 90 años, no ignora que a este paso el país vuelve a enredarse en el círculo vicioso que lo desangra y lo desintegra. Tampoco ignora que está corriendo hacia un nuevo default que lo sumirá más en el atraso. Pero sigue ordeñando a la sociedad y usando recursos de todo tipo para promocionar con sorprendente unanimidad —temática y de fraseo— en los medios, en los partidos y en la opinión pública los mismos criterios y las mismas propuestas de fracaso de siempre. Con las mismas descalificaciones, epítetos y falacias.

El círculo rojo es el círculo vicioso. Con lo que el sector sensato del país se encamina a una nueva desilusión. Que será peor si se convence al Fondo de otorgar waivers o permisos para aumentar la irresponsabilidad, o sea, el populismo. Porque la desilusión mayor será comprender que quienes supuestamente "no vuelven más" nunca se fueron. El partido al que digan pertenecer es irrelevante.

"Las ruinas circulares", el título del gran cuento del maestro Jorge Luis Borges, más que una obra de ficción es una profecía.

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