El ajuste de Hamlet

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Los abogados y contadores avezados tienen la costumbre de no leer los proyectos de leyes y los comentarios previos. Sostienen que el proyecto sufrirá cientos de cambios, idas y vueltas hasta ser ley, y que leerlo antes no solo es una pérdida de tiempo sino que se puede prestar a grandes confusiones del profesional. Habría que recomendarles lo mismo a economistas, analistas, periodistas y demás interesados en relación con el plan que sintéticamente se ha acordado con el Fondo, o del que simplemente se han esbozado pocos parámetros y objetivos.

Pareciera que existiese la deliberada intención de enloquecer a los especializados y también a todos los factores de la sociedad en una especie de partida de truco, con la diferencia de que aquí se puede anular el canto del envido, el truco o los tantos. Una suerte de "oso" como dirían los chicos. El Presidente, sus funcionarios, los medios, los partidos de la coalición de Cambiemos, el peronismo en todos sus disfraces, arrojan ideas, propuestas, subas y bajas de impuestos, reducciones de sueldos o cargos, fusiones de ministerios, modificaciones de políticas tarifarias, rumores de cambio de gabinete, acuerdos, desacuerdos, uniones y enemistades que en pocas horas son desmentidos o diluidos.

Nada de lo que ocurre ayuda a dar la idea de un país decidido a tomar un camino determinado y consistente, ni siquiera razonablemente serio. En particular el aspecto impositivo, que no solo tiene efectos recaudatorios, sino que influye sobre todas las decisiones importantes de los factores, en especial la inversión y el consumo.

Está claro que la idea central es que el ajuste pactado se haga como sea posible —en cantidad y forma— hasta fin de año, y desde ahí se plasme en el presupuesto de 2019, para obtener el necesario respaldo político que la tarea requiere. De paso, para que el Fondo se reasegure de la voluntad de los partidos mayoritarios de cumplir el acuerdo y poner al país en algún camino de seriedad fiscal. Tal objetivo se encuentra con varios obstáculos, algunos técnicos y otros electorales.

En los presupuestos de todas las jurisdicciones están ocultos la ineficiencia, el acomodo, la corrupción, los acuerdos multipartidarios el amiguismo, el punterismo y la ignorancia de muchos años, no solo de la última década y media. En tales condiciones, sería muy largo el proceso de ponerse de acuerdo sobre el criterio para analizar esas rémoras, para reducir sus costos y adelgazar las estructuras de personal, los contratos, las licitaciones y las tercerizaciones que contienen mucha grasa para reducir, como diría Alfonso Prat-Gay.

Como un ejemplo, téngase en cuenta que aún el sistema político no se ha sentado a discutir la imprescindible nueva ley de coparticipación que ordena la Constitución Nacional reformada en 1994, que debió ser la columna vertebral de un nuevo orden fiscal. Han pasado solo 24 años desde la promulgación.

En un aspecto más técnico, los funcionarios no tienen demasiado conocimiento de la intimidad de los presupuestos, ni siquiera de las necesidades del país en cada área. No se ha hecho nunca un estudio, aunque fuera teórico, del modelo de país y un consecuente presupuesto base cero, que resultan imprescindibles en todos los rubros. El lector seguramente elegirá media docena de ejemplos que fundamenten esta afirmación. Esa tarea permitiría analizar las reducciones y las adecuaciones de modo racional. Al no existir tal instrumento, ni siquiera acuerdo alguno sobre el modelo país, la discusión se vuelve disputa. Una lucha de poder, amenazas y trueques que terminan por reflejarse en este juego de operaciones de prensa y comunicación que se originan en todos y cada uno de los sectores interesados. No se está haciendo un plan. Se está regateando en vivo y en directo como un mercado persa.

Se está pagando también el costo de la incoherencia que genera el formato tan especial de gestión y poder de Cambiemos, con una administración tipo Google, un formato casi millennial de caos controlado que se sale de madre en las crisis, cuando lo que hace falta es totalmente lo contrario. Y no debe descartarse una cierta superficialidad en el conocimiento de los temas, que también produce la sensación de prueba y error que se evidencia con tanta frecuencia. Ni tampoco la lucha intestina entre los distintos niveles de poder con ideas contrapuestas.

Al no poder desbrozarse el presupuesto, ni tener tiempo (por haberlo desperdiciado) para espulgar la corrupción que encarece las contrataciones, las licitaciones y las tercerizaciones de todas las jurisdicciones, más allá de que eso sea consensuado o no, la discusión es precaria, necesariamente, hacia adentro y hacia afuera del Gobierno. Ese panorama es lo que se llamaría técnico.

En el orden político es evidente que se impone negociar con el peronismo. Aquí el Gobierno parece mejor organizado y enfocado para la negociación, y también menos tortuoso. Obviamente quiere hacer el ajuste y al mismo tiempo reelegirse (para lo que ha desperdiciado los valiosos dos años de romance y gracia que los calificados como plateístas, neoliberales, liberalotes y complotadores le recomendaron que aprovechara). Entonces, a cada medida técnica surge la voz del sector político. Se devalúa pero de inmediato se buscan modos de paliar los efectos de esa devaluación para ciertos sectores, o empeorarlos para otros. Y así se llega a casos como el del impuesto al turismo, donde además de sentar el principio de tipos de cambio a medida de cada uno, se pagan costos políticos por cerrar la puerta del corral con candado después de que se escaparan todas las vacas.

Igual ocurre con la lucha contra la inflación, donde se producen varios contrasentidos, provocados por la emisión que es neutralizada con tasa de interés, que a su vez mata a las pymes, para las que luego se crea un plan de financiamiento específico. Esto se replica cientos de veces, con lo que la tarea de los funcionarios debe ser agotadora. Cuando se analiza el futuro pasa algo similar. A las medidas que arroja un sector de Cambiemos les salen al cruce los peros de otro sector, y entonces la discusión se libra en público con un formato riesgoso, que otra vez marca el peligro de dar la sensación de una vacilación hamletiana de base, como si el propio presidente no estuviera convencido de lo que hace, o de lo que dice que va a hacer.

Es entonces posible ensayar una primera necesidad a satisfacer: el Gobierno debe unificar criterios económicos, de gestión y de comunicación. El sistema no necesita más sensación de falta de convicción, vacilaciones ni debilidades de conducción. Todo lo contrario. Esto es más cierto si, además, hay que negociar con la oposición.

Entra hora a escena el peronismo. O, para ser precisos, el peronismo menos el kirchnerismo, que parece condenado a la canibalización del senador Miguel Ángel Pichetto. Es conocido que la idea, una de las pocas, del movimiento es provocar el mayor desgaste a Mauricio Macri, sin aparecer como dinamiteros de la democracia ni pilotos de helicópteros de fuga. Ese es acaso el cemento que lo mantiene unido por ahora, hasta que se perfile un nuevo jefe. En esa línea, concede la rebaja de gastos, pero no de cualquier gasto. E inclusive la complica más agregando en la discusión el aumento de impuestos, como el que propone para el agro, con el formato de retenciones. Eso explica las marchas y contramarchas mediáticas. El peronismo no dirá que propone una retención del 13% a todas las exportaciones: le exige a Cambiemos que lo diga. Echa a correr la idea y el Gobierno tiene que salir a desmentirla, porque a su vez no quiere aparecer incumpliendo una de sus pocas promesas concretas.

Esta decisión del peronismo garantiza que el ajuste se hará, pero será un mal ajuste. El más injusto posible, hecho de tal modo que no coadyuvará al crecimiento, ni a la inversión, ni al empleo, o lo hará mínimamente. Pero mientras tanto, el Presidente tiene que salir a pedir a las corporaciones que hagan un sacrificio por dos años para virtualmente coimear al peronismo aceptando sus propuestas por inadecuadas que fuesen. Justamente esos empresarios son los sectores más proteccionistas del país, con lo que está oscilando entre dos fuegos. Y, por su parte, el peronismo trata de convencer al sistema —y al FMI— de que si triunfa en las elecciones, se comportará con una racionalidad y una seriedad que no está exhibiendo en la actual instancia, precisamente. A su vez, tiene sus propias luchas intestinas, ya que cada gobernador goza de un microimperio propio, con sus compromisos y sus beneficios, que pone sobre la mesa, o bajo la mesa, para negociar internamente.

Cada uno de esos intereses pretende medidas diferentes de las que el peronismo no quiere aparecer como auspiciante, por lo impopulares, injustas o erróneas. Entonces de nuevo el mensaje es: "Queremos esto, pero que lo digan ustedes y nosotros apoyamos, no proponemos ni cogobernamos". Entonces los pedidos aparecen como rumores sin origen que se arrojan sobre el tapete, y son desmentidos o corregidos por una u otra parte. A su vez, cada uno de los grandes mandamases del partido está soñando con ser su líder y postularse como presidente.

Si el peronismo fuera patriótico y serio, buscaría tener un líder antes de sentarse a negociar, para poner también límites y racionalidad interna. Tal vez la crisis ha caído de sorpresa también en la mayor oposición, que creía que tendría más tiempo para dirimir su conducción. El escenario de hoy es el de una negociación múltiple, interna y externa simultáneamente, pero de varios protagonistas de cada lado y hacia adentro de cada sector. La resultante es un temario que aparece y desaparece, cambia y se desmiente todo el tiempo, y desorienta al sistema productivo y al consumidor. Ni siquiera tiene sentido figurarse lo que piensa un potencial inversor.

A estos protagonistas hay que sumar las corporaciones, que no solo presentan sus pedidos y presionan a los dos sectores o a los varios sectores de cada contendiente, sino que hacen sus propias operaciones y crean sus propios rumores o instalan sus propios temas. Esas corporaciones son, como mínimo, la de la gran industria, la de la justicia (que no puede seriamente considerarse como un poder), la sindical línea columna vertebral, la Iglesia y las organizaciones llamadas sociales. En tales condiciones, no es posible imaginar que lo que se diga hoy estará en pie mañana. El país en crisis de previsibilidad, vacilación y duda.

Y pensar que el dilema de Hamlet era solo entre ser o no ser.

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