El Banco Central y su guerra perdida contra la realidad

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Se debería comenzar cualquier comentario de la coyuntura instantánea con un repaso teórico que la hipocresía y la conveniente ignorancia nacional parecen requerir. La devaluación del peso que se produjo hace unas semanas y que continuó con toda fuerza jueves y viernes no está ocurriendo en este momento. Ocurrió en el pasado, en el mismo instante en que la irresponsabilidad de gobernantes y gobernados determinó que el Estado tenía que gastar inexorable e indefinidamente para repartir bienestar, felicidad y subsidios.

Los esfuerzos que se hicieron posteriormente para que el peso no sufriera la depreciación motivada por ese gasto lograron destrozar la competitividad del país, lo que ayudó a la fuga turística de personas y divisas por 10 mil millones de dólares anuales y un aumento de las importaciones, que se volvió más relevante frente a la parálisis de las exportaciones, afectadas por un tipo de cambio falsamente bajo y por los efectos climáticos (Además de que, cuando se hacen tantas cosas mal, cualquier brisa es un huracán). En el intento fútil se rifaron reservas, futuros y se aumentó inútilmente el endeudamiento.

Esa combinación de despropósitos, heredada, preservada y aumentada, fue la que produjo la crisis que terminó con Argentina en el Fondo, o en el fondo, como se prefiera. Y también motivó la pérdida de confianza que se manifestó otra vez esta semana en el mercado cambiario, con algo de sobreactuación. De modo que quienes protestan ahora porque no se hace nada para evitar la suba de la divisa están nuevamente empujando a la economía hacia una crisis esta vez imparable. Además de hacer una importante exhibición de desconocimiento técnico, o acaso una exhibición de egoísmo o cinismo, al poner los intereses y las conveniencias por encima de lo que la ortodoxia enseña y manda.

Los acuerdos básicos con el FMI publicados el jueves por el Gobierno toman la línea que debió tomar Cambiemos al comienzo de su gestión, partiendo de la publicación de metas, políticas y lineamientos de acción concretos y con objetivos temporales precisos y evaluaciones periódicas, e incluyen hasta definiciones para evitar el manoseo dialéctico de las cifras. También en cuanto prohíbe la emisión y deja flotar el tipo de cambio. Bastante parecido a un plan, en el que se adivina que no se trata de una propuesta propia, sino inducida fuertemente por el organismo de última instancia.

Esta tutela implícita es el merecido resultado de una combinación de factores que evidencian el infantilismo de la sociedad que se pone de manifiesto reiteradamente hace tantos años, con iguales resultados. Ya se ha hablado de la hipocresía y el cinismo en todos los sectores, que abarcan desde los que esperan que el Estado les provea no de trabajo, sino de ingresos sin contraprestación, energía y transporte regalados, vivienda y otras supuestas garantías constitucionales de bienestar, a los que lucran negociando con el Estado, o con el proteccionismo que este les asegura, se trate de grandes sindicalistas, grandes empresarios o grandes líderes de organizaciones de planeros.

También el Gobierno merece ser puesto al cuidado de alguna niñera del estilo de Nanny McPhee. A su miedo infantil gradualista, en definitiva falta de confianza, casi inmovilismo, se agregó la coexistencia en su seno de dos líneas de conducción y de concepción económica, que han venido produciendo marchas y contramarchas que no sólo le restaron credibilidad y respeto del mercado, sino que han terminado por neutralizarse con los peores efectos. El mecanismo de endeudamiento en dólares para pagar gastos en pesos, la emisión para comprar esos mismos dólares, el posterior endeudamiento en intereses en pesos para neutralizar la propia emisión inflacionaria así generada, dan la sensación de una impericia chapucera que merecería un preceptor permanente para evitarlas.

Esas idas y vueltas se fueron dando cada vez con más frecuencia, hasta convertirse en una sinusoide enloquecida. El martes último el Banco Central salió a tirar 500 millones de dólares al mercado, en contra de lo que se acababa de acordar con el Fondo. Una reacción casi pueril, que acaba de ser fulminada con el reemplazo del presidente de la autoridad monetaria, víctima de los errores colectivos y propios, y de sus desencuentros con el nuevo ministro estrella, Nicolás Dujovne.

A esto se suma la falta de confianza técnica en la propia formación académica. No creer que la inflación sea un fenómeno monetario, atribuir su origen a otras causas y salir a perseguir esas supuestas causas o a paliarlas. No comprender que, luego de producida la suba de costos, salarios e impuestos, contener el alza del tipo de cambio es poner un cepo, congelar el precio más trascendente de la economía y así crear un problema de cuenta corriente —ergo cambiario— donde no lo hay. No ser capaces de soportar los efectos políticos de nueve meses de recesión ineludible para lograr un posterior sano crecimiento, como ocurrió y ocurre en todas las economías que se sanean. O contener el tipo de cambio endeudando a generaciones futuras que terminan becando al carry trade con dólares a precio de liquidación.

El plan preparado para/por el Fondo es un comienzo, no es la solución. Es apenas la posibilidad, el esbozo de una inflexión. Pero tiene el mérito de darle al Gobierno un nuevo coraje. Un nuevo impulso. Y también de cerrar la puerta a los contrasentidos y a la precariedad de análisis de quienes tienen poder político dentro de Cambiemos pero poco respaldo teórico. Y entonces creen en el voluntarismo del control, el muñequeo y el pragmatismo amateur. El país no necesita de las reacciones voluntaristas de los CEO, que dispararon la crisis cambiaria. Necesita un plan con bases técnicas sólidas, estables, sustentables y predecibles. Y necesita sacrificios del Gobierno, la oposición y la sociedad.

Viene ahora la etapa más dura, que es la batalla política, que no será exactamente una negociación, sino una pelea. Viene la gesta electoral, donde, luego de desperdiciar dos años y medio, queda poco margen para mostrar éxitos antes de las elecciones. Y, sobre todo, viene la lucha a la que Mauricio Macri más teme: la lucha en la calle o por la calle. La de los trolls, la de la prensa solidarista, sensiblera y políticamente correcta o sesgada. La de los piquetes y los pañuelos de colores infinitos. En esa lucha el Gobierno tiene miedo de perder. Ese miedo acaba de notarse en la manipulación de los votos del proyecto pro aborto, para no enojar al grupo de fundamentalistas protestadoras. Y justamente en esos planos de tanta debilidad es donde se deberá plasmar este acuerdo, que es un acuerdo con la sensatez más que con el Fondo. Y en ese escenario se librará la verdadera guerra, que es la inevitable baja del gasto.

La convicción, la unidad de criterio, la capacidad de mantener un rumbo, la confianza en la ortodoxia, la firmeza en las decisiones, son las armas exclusivas con que contará el Gobierno en los próximos meses. Macri, por una cuestión de equidad, debería darles tanta preeminencia a sus técnicos de hoy como la que les dio antes a sus CEO, que lo trajeron hasta aquí. Habrá entonces que interpretar la decapitación de la conducción del Banco Central recargado y la designación de Luis Caputo como una búsqueda de esa unidad de criterio, y la unificación de los ministerios de Hacienda y Finanzas como una muestra de la decisión de avanzar en el cumplimiento estricto del nuevo plan, reducción del gasto incluida.

Esta columna mantiene su crítica de siempre a la poca vocación de Cambiemos para hacer lo que debe hacer (releer la tibia conferencia de prensa de Dujovne). Al igual que la crítica a la enfermiza y deliberada ignorancia de la sociedad y el monopolio de los políticos para seriamente entender el problema y apoyar las medidas inevitables.

Sobre el mercado cambiario, el ministro habló el viernes de reducir la volatilidad, no de manosear la paridad. Es de esperar que ello signifique que se dejarán de tirar dólares a la licuadora para tratar de corregir los efectos inevitables de la mala política fiscal. Pareció indicarlo así el que no hubiese histeria por los altos niveles de esa jornada.

Finalmente, si el Banco Central creyese que esos niveles son exagerados, no debería intervenir, sino dejar que la realidad estallara en la cara de los especuladores en breve. Y si se creyese que el nivel del tipo de cambio es el adecuado, tampoco habría razón para intervenir.

La mejor manera de controlar el tipo de cambio, la única en el mediano plazo, es bajar el déficit, el gasto y la emisión. El resto es cotillón de un breve carnaval, negocio para algunos vivos, historia repetida. Lo mismo vale para la inflación. Lo contrario es querer cambiar las consecuencias de los errores del pasado a fuerza de tirar fondos sobre la realidad.

Y como suele ocurrir en todos los otros órdenes de la vida, el dinero no puede anular el pasado. Si se lee con rayos X, eso es lo que dice la carta de intención-plan con el Fondo.