En una nueva improvisación, el Gobierno negocia ahora de apuro con la CGT su parche al impuesto a las ganancias. A eso lo ha condenado el Congreso poseído por el peronismo, que lo acaba de estafar otra vez, pese a todas las Banelco institucionales que se pusieron en juego. En las sombras, cada grupo negocia su ventaja o su prebenda.
Este espectáculo que bastardea la democracia cuya defensa tanto se declama es el que debe tener en cuenta cualquiera que pretenda invertir en el país, desde una empresa trasnacional a una modesta pyme: un sistema fascista de corporaciones solapado sobre un monopolio político de partidos donde el peronismo reina. Un movimiento —como lo definiera el propio inventor— que cambia de forma y de caras todo el tiempo, con el único propósito de perpetuar su concepción mussoliniana de los años treinta.
Nada más ejemplificador de este aserto que la presencia del empresario más poderoso de la Argentina en horarios centrales de televisión, abogando apasionadamente por sus propios intereses, como si se tratara de un estadista salvador, predicando sin repreguntas los mismos errores que llevaron al país al triste lugar que ocupa hoy.
Estas y otras situaciones vergonzosas para la inteligencia colectiva llevan a concluir que el modelo de país es exactamente el mismo que se gestó desde el golpe de Estado de 1930. Acaso la única diferencia es que ahora está más adentrado en la sociedad. Lo que se percibió como una reacción positiva de la población en las últimas elecciones nacionales fue un espejismo. Un error del kirchnerismo en defender a La Cámpora y al justamente demonizado Aníbal Fernández, junto con el agotamiento de la capacidad de dádiva por obra de la realidad económica.
La diabólica asociación que se expresa en el título entre caras imprescindibles del poliedro fascista tiene ahora garantizada la eternización, por vía democrática, por vía judicial, por vía del piquete o por cualquier otro método. Su materia prima imprescindible, la masa pauperizada, marginal y subeducada es ya mayoría. Se ve en las calles, se ve en los gastos crecientes del Estado, se ve en la ley de emergencia social, la lápida de cualquier filosofía de trabajo y esfuerzo. Se plasma en la cantidad monstruosa de individuos recibiendo pagos del Estado, en la convalidación de los movimientos de piquetes y protestas callejeras que ya tienen un espacio en el presupuesto, en la ley y en las decisiones; espacio que, por otra parte, es más importante y costoso que los servicios básicos elementales que debe prestar el Estado y que supuestamente justifican su existencia.
La necesidad de aferrarse a alguna esperanza hace que se prefiera creer que Cambiemos no hace lo que debería hacer para salir de la trampa corporativo-populista solamente porque esa conjunción de "ismos" se lo impide rabiosamente. Optimismo desesperado. Mauricio Macri se crió en el sistema que expolió al país y es un producto acabado de ese sistema. Esta columna lo ha puntualizado sistemáticamente y lo sostiene. Quienes creen que Cambiemos quiere ganar las elecciones de 2017 para luego hacer los grandes cambios pueden estar sufriendo una ilusión.
Ni el resultado de esas elecciones implicará grandes variantes, ni el resto de los socios del modelo peronista-fascista-corporativo cambiará. No habrá mayorías propias, ni hay razones para creer que se revertirá la avalancha de nuevo populismo institucional del primer año de gobierno, aunque se pudiera hacer. Cambiemos ha apostado desde el primer día a los mismos argumentos de hace 80 años: intentar tapar con crecimiento el gasto, el déficit y la deuda. El mismo modelo que nunca funcionó y que técnicamente no puede funcionar, ni lo hará.
El Gobierno y el contragobierno, protagonistas imprescindibles de la tragicomedia nacional, han convertido el encanto de Papá Noel en el fantasma del saqueo. Uno, al fogonear y agitar la amenaza. El otro, al tolerar y convalidar el chantaje. Los dos, repartiendo los bienes ajenos de la peor manera posible. Los dos, frenando toda oportunidad para la recuperación.
El shock de inversión, dólares y empleo privado aún no ha llegado. Ni llegará por este camino. Habrá un cierto alivio momentáneo por el pago del impuesto al blanqueo, que será importante pero irrepetible. La otra supuesta esperanza es la inefable obra pública, como siempre y con los protagonistas de siempre, ahora que se ha eliminado al gran competidor Lázaro Báez.
En otra muestra de desesperación evidente, Cambiemos habla ahora de incorporar peronistas "dignos" a su Gobierno. Comete el error pueril de creer que los justicialistas tienen caudal propio de votos, cuando la historia muestra que esos votos sólo responden a la caja, y para eso no hace falta intermediarios. El peronismo es especialista en ir cambiando su curriculum vitae para adaptarlo al empleador político de turno, como se ve a diario. Muchos menemistas recalcitrantes fueron kirchneristas aplaudidores, luego massistas convencidos y aspiran ahora a ser macristas de celeste. Como los profesionales que cambian su résumé según la empresa a la que se postulan. Lo que no cambia es la esencia populista.
La idea de aceptar peronistas "buenos" aleja todavía más a Macri de cualquier cambio de fondo en el modelo. Hace pensar que el país que ve Mauricio es el de siempre, con algunas modificaciones cosméticas y estéticas y algo más de diálogo y tolerancia. Los indios creían que si se comían el corazón de su enemigo, se apoderaban de sus mejores atributos. ¿Será un símbolo?
El gradualismo —como había advertido esta columna en 2014 y 2015— acaba siempre en la nada, no en una demora. El oficialismo paga hoy el precio de no haber al menos comenzado un ajuste inevitable en los gastos y el dispendio y, a la inversa, haberlo aumentado. Termina el año acorralado y en desventaja política, sin margen ni siquiera para intentar hacer lo que no hizo, suponiendo que quisiera hacerlo. Desgraciadamente, hasta es probable que deba enfrentarse a algunas situaciones de vandalismo que teóricamente buscó evitar con sus costosas concesiones económicas y políticas.
La Navidad obliga a tener esperanzas.
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