El estatismo global crea a diario toda clase de excusas para pegar sus manotazos sobre los bienes ajenos. La de la lucha contra la pobreza, relato adoptado y remozado del viejo marxismo es un clásico que la sensibilidad popular —carente de razonamiento— compra con facilidad.
La apelación fracasa cuando en el mundo baja la cantidad relativa de pobres a medida que avanzan la productividad, el comercio y la inversión. Entonces, se cambia el título y se aboga por eliminar la desigualdad o la inequidad, como quiera llamársele. Como dijera magistralmente esa amiga-enemiga inefable de los argentinos, Margaret Thatcher, han cambiado el objetivo: no procuran que los pobres ganen más, sino que los ricos ganen menos.
Con estadísticas ad hoc diseñadas por el intelectualismo socialista ítalo-francés, un grupo de curvas basadas en las fórmulas de algún premio nobel o economatemático ruso, y con el apoyo burocrático de inútiles entes supranacionales, se arrojan inferencias que se sostienen en dudosas interrelaciones estadísticas que tienden a demostrar lo mismo: "Usted —trabajador, empresario, creador, productor o simple contribuyente— tiene la culpa de la pobreza. Nosotros, los buenos, o sea, el Estado, le vamos a quitar su plata para resolver el problema que su egoísmo y su insensibilidad han creado".
Uno de los más respetados por los desprevenidos es el conocido coeficiente de Gini, que mide la relación de ingresos entre los que más ganan y los que menos ganan. La medición es una simple correlación matemática que sirve para representar cualquier desigualdad, pero es tomada como una biblia por la izquierda, el estatismo y el populismo global para justificar una sola cosa: el apoderamiento del ingreso y el patrimonio ajeno. Por eso es el único que aprendió la inmortal Cristina Kirchner para agitarlo triunfalmente sobre sus pacientes audiencias forzadas.
Ninguna de estas elucubraciones demuestra que la pobreza esté originada en la riqueza de otros, ni viceversa. Paradojalmente, el estereotipado egoísmo capitalista amaría que todos fueran consumidores de clase media alta, para seguir el razonamiento crítico del estatismo. (El estatismo es marxismo con una fuente de ingresos internos asegurada, sin necesidad de preocuparse por producir).
Ni siquiera la elaboración de los elementos estadísticos de estos índices es precisa. En casos como Argentina, el simple índice de pobreza es una construcción precaria que puede variar mes a mes drásticamente, sobre todo en procesos de inflación, sistemas de negociación colectiva, subsidios indirectos a la oferta y otras distorsiones.
Ese índice sólo considera los ingresos salariales o jubilatorios, toma de modo escaso y parcial los subsidios directos y no incorpora ningún gasto social que el Estado realice, por ejemplo, la educación, nada menos. Por eso, su uso es meramente político. Hay mecanismos más serios y abarcativos en el mundo, pero todos fallan en no ser capaces de establecer correlación alguna entre la generación de riqueza y la generación de pobreza, lo que habría sido más fácil de defender en la época del imperialismo, el aceite de copra y las colonias, pero algo más difícil en la actualidad, cuando Donald Trump encolumna la mitad del electorado norteamericano tras su prédica contra la apertura.
Sin embargo, estos índices mágicos influyen muchas decisiones. Justamente porque sus cifras suelen ser espectaculares de enunciar y siempre son usadas por el neomarxismo para denostar cualquier avance de la libertad de comercio o de la disciplina fiscal. Frente a una gestión que, por ejemplo, hubiera logrado hacer crecer el PBI de un país cualquiera a razón de 6% por año, o eliminado el déficit fiscal, siempre suena contundente decir: "Pero el 5% del país concentra el 80% de la riqueza" o del ingreso, según convenga.
Ante esa crítica, la población se sorprende y, sin notarlo, se prepara para el paso que sigue, el Estado que falla salomónicamente: "Vamos a poner un impuesto progresivo para redistribuir la riqueza, o el ingreso", según convenga. Y, además, se apela a la falacia de apoderarse de un stock, como sería la riqueza, para aumentar un flujo, como sería un salario o un ingreso periódico. Progresivo es la palabra clave del expolio.
El caso argentino es un maravilloso ejemplo, como siempre. Desde antes de asumir, ya el Gobierno viene explicando que lo que intenta es eliminar la pobreza, reducir la desigualdad y cuidar a todos. Es posible discutir si parte de este discurso no venía ya embebido en la genética de la conducción económica. Pero lo que sí es seguro es que la prédica de la culpabilidad de la pobreza y la portación conspicua de índices de fracaso que hace el peronismo termina condicionando la acción del Gobierno.
Basta esgrimir la acusación de provocar pobreza o inequidad para que se logre ese efecto paralizante. No sólo es imposible demostrar lo contrario. Es imposible convencer al votante de lo contrario. Y ese es el punto crucial en el argumento.
Este fenómeno está ocurriendo en los países desarrollados hace tiempo. Es el formato residual de ataque del marxismo: delegarle la tarea en la que ha probado ser inútil, invertir, arriesgar y producir al capitalismo, pero cobrarle el peaje del estatismo que controla vía la burocracia y de impuestos crecientes en nombre de generar equidad mediante la redistribución de la riqueza.
Para los políticos la idea no es tan desagradable. Por un tiempo, será más fácil conseguir votos, reelecciones y aprobación de gestión repartiendo la riqueza ajena que gobernando con seriedad y haciendo crecer en serio la economía. El largo plazo no es la especialidad de un político. Ni la preocupación de un votante.
Con un endeudamiento global que ya es poco serio, con tasas de interés cero o negativas, con emisión peligrosa, el camino del impuesto redistributivo es el más fácil. Y no se trata solamente de la vieja izquierda reconvertida, también sueñan con esa salida los neocapitalistas gastadores, como los europeos, por caso, que pese a superar el 50% del PBI con su gasto, tienen masas de desempleados y de disconformes.
El lector reflexionará que, pese a todo, es cierto que la riqueza se ha acumulado en pocas manos, en todo el mundo, desde Estados Unidos hasta China, desde India hasta México. Y se preguntará por qué sucede eso. Ahora que queda algo más claro que esa acumulación no produce pobreza, valdrá la pena leer la próxima nota sobre las razones de ese fenómeno, que tiene otras causas y otros efectos.
No tema, esta columna no propondrá un impuesto para redistribuirla. Ya de eso se ocupará el neomarxismo capitalista.
@dardogasparre
El autor es periodista y economista. Fue director de "El Cronista" y director periodístico de "Multimedios América".
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