Una manera para que la gente no viva en la calle: comprar hoteles

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-- PHOTO MOVED IN ADVANCE AND NOT FOR USE - ONLINE OR IN PRINT - BEFORE 3:01 A.M. ET ON SUNDAY, APRIL 18, 2021 -- FILE -- Yvonne Detert, then president and chief executive of Personality Hotels, stands in one of the newly renovated rooms at the Hotel Vertigo in San Francisco on April 27, 2009. She took over management of the Hotel Somerton in 1984 and renamed it the Hotel Diva. (Peter DaSilva/The New York Times)

Especial para Infobae de The New York Times.

SAN FRANCISCO — El interior de la furgoneta estaba forrado de plástico. El conductor llevaba cubrebocas y se encontraba listo para salir. Había un asiento para un solo pasajero.

Gregory Sanchez miraba con inquietud la escena. Sanchez tenía 64 años y era indigente, y la furgoneta estaba allí para transportarlo de una tienda de campaña en la acera a una habitación donde podría refugiarse de la pandemia. Dijo que eran buenas noticias, una bendición, pero que también era un poco espeluznante.

Sanchez no sabía a dónde iba, y las láminas de plástico brumoso, que cubrían los asientos y las ventanas para evitar la propagación de la enfermedad, hacían imposible ver por la ventana. Mientras se alejaba de su casa de toda la vida en el vecindario Mission District de San Francisco, consideró posibilidades oscuras —“Me sentí como en una de esas películas en las que te llevan a una base militar o algo así”— antes de que la puerta se abriera frente a un hotel boutique. Bajó de la furgoneta y se dirigió a una recepción con un mostrador de granito curvado, donde colocó un paquete de ropa en un carro de equipaje.

“Pensé: ‘¿Esto es real? ¿Puede ser esto real?’”, comentó. “Y me llevan a la habitación, y la habitación es preciosa”.

El nuevo hogar de Sanchez, en el cuarto piso del Hotel Diva de San Francisco, es parte de una iniciativa estatal y federal para alquilar cuartos para personas sin techo durante la propagación de la COVID-19. El programa comenzó en marzo de 2020 en un par de hoteles cerca del aeropuerto de Oakland, y en su punto álgido se extendió a cientos de propiedades desde Crescent City hasta San Diego, lo que posibilitó que 35.000 californianos en situación de calle se resguardaran bajo techo.

La COVID-19 es la crisis proverbial que se convirtió en una oportunidad que, según defensores y políticos, permitió que se atendiera el problema de los indigentes como la catástrofe nacional que siempre ha sido. En la última década, a medida que el valor medio de la vivienda en el estado ha ido aumentando hasta alcanzar los 700.000 dólares, el número de personas que duermen en la calle se ha disparado un 40 por ciento hasta llegar a la cifra de alrededor de 113.000 residentes, es decir, un poco más de la mitad de la población de personas sin techo del país. Esto ha sucedido a pesar de varias iniciativas multimillonarias para frenarlo. La visión de viviendas improvisadas junto a autopistas y parques llenos de tiendas de campaña simplemente se ha convertido en parte del paisaje de California.

Sin embargo, la pandemia, que según una primera proyección funesta podría haber cobrado la vida de 25.000 personas en situación de calle en el estado, añadió dos ingredientes muy necesarios: dinero federal y una excusa para actuar con rapidez. Con el sector turístico en apuros y el dinero del estímulo que sigue fluyendo, el gobernador Gavin Newsom ha redoblado la apuesta con la realización de un programa de compra de hoteles con la esperanza de crear viviendas permanentes para los indigentes de forma masiva. “Esto literalmente nos permitirá hacer en un par de años lo que sin duda nos habría tomado una década o dos”, señaló en una entrevista.

En un remolino de transacciones que eludieron muchas de las normas locales que hacen de California uno de los lugares donde es más difícil construir en el país, el estado invirtió 800 millones de dólares en 94 proyectos que se convertirán en viviendas de apoyo permanente o en viviendas con servicios sociales in situ. Esto ha sido un claro éxito para Newsom, un demócrata que era popular en todo el estado pero que enfrenta una posible destitución. Lo que alguna vez fue una idea a medias que en febrero de 2020 fue mencionada en su informe de gobierno, desde entonces ha generado 6000 nuevas unidades de apoyo, es decir, el triple del ritmo habitual de casi 2000 unidades al año. El Hotel Diva, que en diciembre fue comprado a un grupo de inversión por la organización sin fines de lucro Episcopal Community Services of San Francisco con ayuda de una subvención estatal, representa 130 de ellas.

El programa de compra de hoteles de California, denominado oficialmente Homekey, es a la vez un granito de arena y un logro notable. El estado, que cuenta con 40 millones de habitantes, sigue teniendo un problema de vivienda inasequible que lo paraliza, e incluso los mejores resultados no harían más que ganar tiempo para afrontar los problemas estructurales de hace décadas (los elevados costos de la vivienda, los salarios bajos, la escasa atención a la salud mental) que hacen que más personas sigan quedándose sin techo más rápido de lo que pueden salir de las calles quienes ya están ahí.

También ha establecido un modelo nacional para crear decenas de miles de nuevos alojamientos para personas sin techo por menos del costo de una nueva construcción y en una fracción del tiempo, mediante la reutilización de hoteles, centros comerciales y otros bienes inmuebles en dificultades que se han devaluado estrepitosamente por la pandemia y sus consecuencias económicas. Otros gobiernos estatales y locales, como los de Oregon, Austin (Texas) y el condado de King (Washington) han emprendido iniciativas similares. El Plan de Rescate Estadounidense de 1,9 billones de dólares, firmado por el presidente Joe Biden en marzo, destina 5000 millones de dólares a financiar los esfuerzos para proporcionar viviendas a las personas en situación de calle, incluso mediante readaptaciones de edificios.

“Lo pretendiera o no, el estado de California realizó esta prueba de concepto muy completa”, dijo Mary Tingerthal, una consultora que solía dirigir la agencia de financiación de vivienda de Minnesota.

Tingerthal, que ha pasado los últimos meses estudiando programas de compra de hoteles para National Alliance to End Homelessness, dijo que, en los próximos dos o tres años, los gobiernos deberían poder convertir entre 50.000 y 100.000 cuartos de hotel en viviendas de apoyo, si pueden recaudar el dinero para comprarlas. Gran parte de esa oportunidad se encuentra en los hoteles económicos, cuyas habitaciones no serán tan bonitas como la de Sanchez en el Diva, donde su almohada de los 49ers descansa en una cabecera de acero esculpido. No obstante, cuando los diversos programas de conversión de hoteles se combinan con los esfuerzos para transformar otros inmuebles comerciales en viviendas, se vuelve una oportunidad única en una generación para, si no exactamente resolver el problema de los indigentes, al menos para mitigarlo.

Los hoteles han sido durante mucho tiempo un indicador del cambio urbano y un reflejo de la economía que los rodea. Su construcción es señal de optimismo y su decadencia, indicador de declive. A lo largo de más de un siglo de historia, el edificio de siete pisos que alberga el Hotel Diva ha cambiado su forma según las circunstancias, pasando de establecimiento para residentes de bajos ingresos a alojamiento para viajeros de negocios de alto nivel y de vuelta al inicio. Ahora ha sido reclutado para ayudar a resolver el problema más grande y triste de California.

Cómo el Somerton se convirtió en el Diva

San Francisco estaba de vuelta y listo para celebrar. Era finales de 1914 y la ciudad, que había pasado los años anteriores reconstruyéndose tras el terremoto e incendio de 1906, se preparaba para acoger la feria universal de 1915, llamada Exposición Internacional Panamá-Pacífico. Se estaban abriendo nuevos hoteles ante la expectativa de grandes negocios, y el 21 de diciembre la Sra. W.F. Morris inauguró el Hotel Somerton.

En los años posteriores a la feria, el Somerton se estableció como un negocio estable pero poco glamuroso que ofrecía habitaciones de bajo costo a residentes, en su mayoría de larga duración, que tenían que caminar por el pasillo para usar el baño. Entonces llegó Joseph Goldie, un mayorista de licores que compró el hotel en 1920 y llevó a cabo una remodelación.

En un anuncio de 1921, Goldie presumía las nuevas alfombras. Decía que había eliminado del personal a los “dormilones y a los que se la pasan sentados” y que había ahuyentado a los huéspedes de larga duración. “En lugar de una simple casa de huéspedes, el Somerton se ha convertido en un verdadero hotel”, decía el anuncio. Décadas después de la renovación realizada por Goldie, a medida que San Francisco perdía habitantes que se marchaban a los suburbios de posguerra, el Somerton volvió a su vida original de alojamiento de huéspedes de larga duración. Así permaneció hasta la década de 1970, cuando la ciudad se embarcó en la transformación impulsada por la tecnología que la define hasta la actualidad.

En la década de 1980, mientras empresas como Apple creaban la industria de la informática personal, un nuevo tipo de hoteles pequeños con personalidad —que acabarían llamándose “boutique”— echó raíces en San Francisco. El progenitor de este movimiento fue un antiguo banquero de inversiones llamado Bill Kimpton, cuya cadena homónima empezó a dos cuadras del Somerton.

Kimpton presentó sus establecimientos como alternativas acogedoras a los grandes hoteles de estilo atrio que acaparaban el turismo de negocios en aquella época. En lugar de ofrecer ascensores de cristal y bares llenos de hombres con gafetes de conferencia, se dirigía a una nueva clase de viajeros de negocios que querían estar cerca de restaurantes locales de moda y preferían un hotel más pequeño con una hora de vino por la noche.

La idea tuvo éxito. A lo largo de la primera mitad de la década de 1980, San Francisco añadió 2000 habitaciones de hotel mediante readaptaciones, con lo que creó una nueva industria y destinos turísticos a partir de viviendas residenciales que en su momento se describieron como casas de mala muerte. El Somerton fue uno de ellos, vendido de nuevo, esta vez a un magnate de los edificios de apartamentos llamado Frank Lembi.

Lembi, quien murió hace dos años a los 100 años de edad, era un personaje controvertido con un largo historial de quejas de inquilinos. En 2011, sus empresas, Skyline Realty y CitiApartments, acordaron pagar hasta 10 millones de dólares en multas como parte de un acuerdo con la ciudad de San Francisco, después de haber sido demandadas por acusaciones de que su modelo de negocio era comprar edificios de renta controlada en descuento para luego expulsar a los inquilinos cambiando las cerraduras, cortando los servicios públicos e intimidando a los residentes con visitas de “agentes de tipo paramilitar”.

Cuando compró el Somerton, los inquilinos pidieron a la ciudad que le impidiera volverlo un edificio de uso turístico, pero finalmente llegaron a un acuerdo. En 1984, una vez cerrado el trato, la hija de Lembi, Yvonne Detert, que ya había renovado otros dos hoteles boutique en la zona, se hizo cargo de la administración y lo rebautizó como Hotel Diva.

El atractivo de la ubicación era evidente: a dos cuadras de Union Square, con sus grandes almacenes y una línea de tranvía. Pero el Diva también estaba en el límite del Tenderloin, un antiguo distrito rojo cuya proximidad hizo que un crítico advirtiera a los viajeros que el barrio contiguo estaba “plagado de prostitutas”. Atrapada entre la ciudad de tarjeta postal y su zona más subida de tono, Detert utilizó una mezcla de trucos y actitud para crear un destino.

Lo reformó para que todas las habitaciones tuvieran su propio baño. Diseñó el espacio dándole a su arquitecto un collage de páginas arrancadas de revistas con inspiraciones como “el cromo de un lápiz labial”. Hizo que las celebridades que la visitaban (Joan Rivers, Carol Channing, Leontyne Price) escribieran sus nombres en la acera afuera del hotel. Los huéspedes se registraban en un mostrador cuya pared trasera tenía cuatro pantallas en las que se reproducían videos musicales, antes de pasar por ascensores de metal cepillado que los llevaban a las habitaciones equipadas con videocaseteras. Los críticos lo calificaron como una instalación de alta tecnología y les pareció graciosa la idea de Detert de poner un condón en la caja fuerte de todas las habitaciones (“sexo seguro”).

“En aquel momento, esa cuadra estaba muy aislada de Union Square”, dijo en una entrevista. “Realmente queríamos convertirlo en algo que impulsara a la gente a llegar”.

De la vivienda pública a vivir en la calle a una cuadra de distancia

Cuando el Hotel Diva abrió sus puertas a una nueva era, Gregory Sanchez estaba haciendo trabajos manuales en el otro lado de la nueva economía. Había crecido en Mission, en el complejo de viviendas públicas Valencia Gardens, y pasó su adolescencia frecuentando calles donde antes había talleres de hojalatería y pintura y tiendas de reparación de electrodomésticos, pero que ahora son conocidas por sus cafeterías de alta gama y los autobuses de Google que pasan por allí y se han convertido en el símbolo del aburguesamiento prepandémico de San Francisco. La familia de Sanchez, padre, madre y cinco hijos, vivía en un departamento de tres habitaciones en el que él y sus tres hermanos varones compartían una habitación con un par de literas.

“Mi hermana me hizo un puesto de Kool-Aid y yo lo vendía allí mismo”, relató.

El Hotel Diva está a solo tres kilómetros de distancia, pero Sanchez dice que nunca lo había visto ni había pasado tiempo en la zona de Union Square hasta que empezó a transportar muebles de oficina después de la preparatoria. Durante gran parte de la década de 1980, arrastró escritorios y montó cubículos cuando las oficinas cerradas dieron paso a los planos abiertos. Contó que una vez tuvo que trasladar un archivador ignífugo que estaba aislado con hormigón y pesaba como 227 kilos. Ahora tiene problemas de espalda.

Con el auge de las oficinas en San Francisco y las amplias oportunidades de trabajar horas extras, Sanchez, en su mejor momento, podía llegar a ganar 22 dólares la hora, o un poco más de 60 dólares ajustados a la inflación, comentó. Tampoco le preocupaba la renta. Permaneció en la vivienda pública de su familia hasta mediados de sus 20 y tenía una vida barata después de las horas de trabajo que consistía en pasear por el barrio y andar con los amigos cerca de la parada de BART de la calle 24. “Siempre estaba en la calle”, relató.

Cuando se mudó del apartamento de su familia, un acontecimiento desencadenado por el asesinato de su hermano a causa de un asunto de drogas, comenzó lo que él describió como una racha de salarios caídos, relaciones rotas y arreglos de vivienda inestables que lo llevaron por toda el Área de la Bahía y fuera de ella, la cual terminó cuando montó una tienda de campaña frente a una iglesia a una cuadra de distancia.

“Empecé a salir de fiesta y demás”, comentó. “Empecé a consumir cocaína y fumar marihuana”.

Yendo de habitaciones a pisos y sofás, dijo Sanchez, era un indigente funcional aunque no estuviera en la calle. En un momento dado se mudó a Sacramento, donde la renta es más barata, pero había cambiado a trabajos de jardinería y pintura después de su lesión en la espalda, y eso pagaba tan solo 10 dólares la hora.

A principios de 2020, con casi 1000 dólares al mes en prestaciones de Seguridad Social más dinero extra que ganaba con trabajos de jardinería y limpieza de canalones por hora, dormía en el suelo de la habitación de hotel de un amigo. Un día se encontró con una mujer que conocía y le ofreció dormir en su tienda de campaña junto a una iglesia episcopal a una cuadra de su departamento de la infancia. Aceptó y poco después consiguió su propia tienda.

“Pensé: ‘¿De esto se trata? No está tan mal’”, dijo.

Una pandemia que venció la burocracia

En febrero de 2020, cuando Gavin Newsom subió al estrado de la cámara de la Asamblea estatal para dar un informe de gobierno que, contrario a su estilo habitual de pasar de un tema a otro, se enfocó por completo en la falta de viviendas, la idea de comprar y rehabilitar hoteles fue básicamente un comentario más. “También estamos buscando nuevos modelos de vivienda para las personas en situación de calle —como conversiones de hoteles y moteles y casas prefabricadas pequeñas— y, a medida que lo hagamos, reduciremos la burocracia para llegar al ‘sí’ en estos enfoques innovadores”, dijo el gobernador, antes de pasar a la salud mental.

Esto ocurrió diez días antes de que se registrara la primera muerte por COVID-19 en Estados Unidos y un mes antes de que la Organización Mundial de la Salud declarara la pandemia. Newsom mencionó que, en el momento de su intervención, se imaginaba un programa de compra de hoteles con poco más de unos cuantos millones de dólares. “Tal vez, honestamente, como 200 unidades”, dijo. “Quería demostrar que podíamos hacerlo”.

Un mes más tarde, con la pandemia haciendo estragos, los hoteles estaban vacíos y su gobierno estaba formulando un plan para reutilizarlos como refugio para personas sin techo. El virus todavía era lo suficientemente nuevo como para que muchas de estas reuniones se llevaran a cabo sin cubrebocas, pero estaba claro que atacaba a los ancianos y a los enfermos, dos rasgos comunes entre la población indigente, lo que provocaba visiones de pesadilla de refugios arrasados y cadáveres amontonados en camiones de basura.

La solución fue el Proyecto Roomkey, que aprovechó fondos de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias para alquilar habitaciones de hotel y ponerlas a disposición de personas sin techo, de modo que tuvieran donde confinarse. Como no había forma de alojar a toda la población en situación de calle de California, los gobiernos de las ciudades y los condados —que junto con las organizaciones sin fines de lucro realizaron el trabajo práctico— dieron prioridad personas cuya edad o enfermedades preexistentes las hacían vulnerables.

Gregory Sanchez lo recuerda perfectamente, porque fue increíble y también extraño. Estaba dentro de su tienda de campaña, sentado en un camastro, cuando una empleada municipal se acercó a preguntarle si estaba interesado en un alojamiento temporal. Dijo que sí y ella introdujo su nombre en un iPad. Semanas después, apareció una furgoneta para llevarlo al Diva.

Durante meses, Sanchez había dormido en el mismo lugar frente a la iglesia. Jugaba dominó y apostaba monedas de cinco centavos con un par de hermanos llamados Fernando y Pete, que vivían en la tienda de campaña de al lado. Había asado pollo y perritos calientes con un hombre mayor al que llamaba Tío, que vivía en una choza armada con marcos de cama al otro lado. Ahora tenía diez minutos para recoger sus cosas.

Cuando Sanchez se instaló en el Hotel Diva, California había recibido casi 10.000 millones de dólares en fondos federales de estímulo para gastos relacionados con la pandemia. En junio, la Legislatura autorizó al estado a crear un nuevo programa —lo que se convirtió en Homekey— para adquirir viviendas permanentes. Lo más destacable de la legislación fue que eludió una serie de leyes, como las ordenanzas locales de zonificación y la Ley de Calidad Ambiental de California, que hacen de California un lugar muy difícil para desarrollar viviendas. Lo que hizo esto posible, dijo Jason Elliott, consejero sénior del gobernador, fueron las amenazas tanto del virus como de un plazo federal que obligaría a los estados a devolver el dinero de ayuda que no gastaran. “Esa combinación es la razón por la que lo logramos”, explicó.

Se produjeron las peleas habituales. Las ciudades se quejaron de que no tuvieron suficiente participación. Los vecinos entablaron demandas. Algunas compras no se pudieron llevar a cabo. Sin embargo, la mayoría de los gobiernos locales estaban de acuerdo y el estado pudo cerrar 94 acuerdos, por un total de 120 propiedades, en seis meses. Desde entonces, Newsom ha propuesto una cantidad adicional de 1750 millones de dólares con el fin de adquirir propiedades destinadas a viviendas para personas sin techo y dijo que tenía previsto aumentar “significativamente” esa cifra, pero no quiso dar más detalles.

Existe un amplio consenso en que la conversión de hoteles en viviendas para personas sin techo puede funcionar, al menos en algunos casos. Los hoteles se han convertido en viviendas de apoyo en el pasado, aunque nunca a gran escala, porque suelen costar menos que una nueva construcción. Episcopal Community Services of San Francisco compró el Hotel Diva por 50 millones de dólares, o 385.000 dólares por habitación, aproximadamente la mitad de lo que cuesta construir una vivienda asequible en San Francisco. Además, lo llenaron en pocas semanas. Contrastemos eso con un desarrollo de viviendas de apoyo de 256 unidades que la organización está construyendo a 1,6 kilómetros de distancia: ECS se adjudicó el proyecto en 2018 y, tras años de trabajos y una demanda de los vecinos, debería terminar los edificios el próximo año.

La cuestión es si el sentido de urgencia causado por la pandemia puede mantenerse a medida que el virus desaparezca. No importa cuántas unidades compre el estado: no hay forma de tener verdaderos avances en la solución del problema de indigencia sin reformar las leyes de uso del suelo para facilitar la construcción de viviendas, algo que los legisladores en general se han mostrado reacios a hacer.

El problema de la gente en situación de calle es difícil de tratar con optimismo. El total de tiendas de campaña en San Francisco se ha reducido drásticamente en el último año, pero sigue habiendo cientos de ellas, y el número de personas que viven en autos ha aumentado. Solo una pequeña parte de las habitaciones alquiladas para alojar a personas sin techo durante la pandemia será comprada por el Estado, por lo que los gobiernos locales tendrán la tarea de averiguar qué hacer con las decenas de miles de personas que, a falta de una nueva intervención, tendrán que volver a los albergues o a la calle. Aunque la intención de la compra de hoteles es proporcionar viviendas de apoyo permanente, no está claro quién tendrá prioridad o si Sanchez —que dijo que quería quedarse— estará entre ellos.

Parte del objetivo de las viviendas de apoyo es estabilizar a las personas con empleo o asesoramiento y, a menos que estén permanentemente discapacitadas o sufran una enfermedad mental grave, trasladarlas a un departamento subvencionado o a una habitación con la familia, dejando así espacio para la siguiente persona que necesite ayuda. Sin embargo, puesto que no hay ningún incentivo para que los residentes se vayan, ni ningún mandato para que lo hagan, muchos nunca se salen. Se trata de un conflicto que surge constantemente en círculos para debatir políticas, pero que se considera secundario frente al objetivo de dar techo al mayor número de personas posible.

Sanchez toma un autobús del Diva a Mission la mayoría de los días para pasar el rato con amigos y hablar de los viejos tiempos. Paseando por el barrio una mañana reciente, volvió a su costumbre de referirse a los edificios por los nombres de negocios que desaparecieron hace décadas.

Después de un viaje al lugar de su antiguo campamento —las tiendas de campaña ya no existen, pero el clavo donde colgaba una cruz en un árbol sigue en pie—, Sanchez se dirigió a un mercadillo en la acera donde puso en exhibición una colección de viejos cargadores de teléfono y un control remoto universal. Dijo que la gente siempre necesita cargadores y suele comprar televisores usados sin control remoto.

Media hora y 3 dólares más tarde, su sobrino, Jon San Felipe, de 51 años, pasó por allí en bicicleta. Hablaron de la vida, de los Giants y de la nueva casa de Sanchez. Era la primera vez que Sanchez le decía a su sobrino que había estado viviendo en una tienda de campaña.

“Me imaginé que se quedaba por ahí, yendo de un lado a otro, durmiendo en el sofá de algún amigo”, comentó San Felipe. “No quería sacar el tema porque eso es personal. Todos tenemos derecho a mantener la dignidad”.