¿Impunidad o gobernabilidad?

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La intensa actividad judicial de las últimas semanas en causas que involucran a ex funcionarios por hechos de presunta corrupción generó todo tipo de reacciones y especulaciones. En particular, me interesa concentrarme en la visión que, con distintos matices, plantearon reconocidos politólogos y sociólogos, a raíz de las declaraciones de dirigentes como Miguel Ángel Pichetto, José Luis Gioja y Juan Manuel Abal Medina. Los argumentos presentan algunas diferencias relevantes e incluyen visiones descriptivas (Marcos Novaro) y otras más prescriptivas (Andrés Malamud y Alejandro Katz).

Simplificando, la idea central es que si el Poder Judicial se toma en serio el problema de la impunidad y las causas avanzan en dirección al núcleo del poder con el empujón, el guiño o incluso la no interferencia del Gobierno nacional (ingenuos abstenerse), ello podría: (a) producir violencia o un nivel de conflicto que el propio sector de la sociedad que demanda "justicia" no estaría dispuesto a tolerar; (b) poner en riesgo los acuerdos de gobernabilidad alcanzados con el grupo "moderado" o "conciliador" del peronismo, que permitió, por caso, la aprobación del pago a los holdouts; e incluso (c) hacer caer el sistema de partidos o la democracia. Dependiendo de la dosis de descripción o prescripción del planteo, encontraremos simples alertas de costos o, en el otro extremo, sugerencias de impunidad selectiva o generalizada.

Quiero reflexionar al respecto desde tres niveles de análisis: descriptivo, prescriptivo y pragmático. En términos descriptivos, debemos considerar que la corrupción en la Argentina no es simplemente estructural, en el sentido de que se ha extendido a lo largo y ancho de buena parte de las instituciones (fuerzas de seguridad, política, Poder Judicial, medios, sindicatos, empresas, etcétera). La corrupción en la Argentina es, además, sistémica. Esto quiere decir que surge casi en forma inevitable de la combinación de: un sistema político concentrado y poco competitivo (hiperpresidencialismo, centralismo federal, representación proporcional con lista cerrada, disciplina partidaria, etcétera) con un sistema económico concentrado, poco competitivo y altamente dependiente del sector público (capitalismo prebendario, concentración de la tierra, cartelización, etcétera).

Estos dos elementos (no uno o el otro) producen una máquina de la corrupción. Allí donde el Estado y el sector privado se cruzan, florecen los nichos de oportunidades para la corrupción, a la vez que escasean los incentivos y las capacidades de control. Lo hemos visto a lo largo de la historia, desde la compra de cargos públicos en la época colonial y la distribución de tierras luego de la revolución hasta las privatizaciones y las re-estatizaciones, pasando por los tratos preferenciales de las políticas de sustitución de importaciones y la patria contratista. Lo vemos también en la actualidad, por ejemplo, cada vez que el Estado adquiere bienes y servicios o le adjudica obras públicas o concesiones al sector privado. Recordemos, por mencionar algunos casos, la "tragedia" de Once, Sueños Compartidos o el Plan Qunita.

Pero, si esto es así, si la corrupción es sistémica, entonces no debería sorprendernos (ni asustarnos) que su combate ponga en riesgo el sistema de partidos o las instituciones democráticas tal y como las conocemos. Justamente porque la corrupción en la Argentina es sistémica, cualquier cambio significativo en esta materia importará, en forma inevitable, un cambio igual de significativo en las reglas y las prácticas que nos hemos dado para vivir en una comunidad política. Es más, seguramente sea necesario (no sólo para luchar contra la corrupción) rediscutir y acordar los procesos que usamos para establecer esas reglas y esas prácticas. Por ejemplo, será difícil lograr cambios considerables en materia de corrupción sin introducir nuevas reglas y prácticas de participación ciudadana y deliberación democrática en los principales ámbitos de decisión pública (por caso, en los procesos de compras y contrataciones). En consecuencia, que el avance de las investigaciones en causas de corrupción ponga en cuestión las instituciones políticas (o económicas) no sólo es esperable, sino además deseable.

También desde el punto de vista descriptivo hay que decir que la discusión entre impunidad y gobernabilidad presenta un falso dilema. La historia reciente demuestra que aquello que a corto plazo parece garantizar gobernabilidad es sólo un paso intermedio hacia su ausencia en el largo camino de la máquina de la corrupción.

El fracaso del Gobierno de la Alianza es bastante elocuente. En 1997 y 1999 la Alianza ganó las elecciones con un discurso de transparencia y fin de la impunidad. Con la llegada al poder, los "halcones" perdieron el debate interno: por entonces se decía que Carlos "Chacho" Álvarez reclamaba una "Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) de la corrupción" y que el radicalismo la rechazaba. Finalmente, en 2001 el Gobierno abandonó el poder entre denuncias de sobornos que, se dijo, se le habrían pagado a la oposición peronista para aprobar una ley de flexibilización laboral reclamada por los organismos multilaterales de crédito (todos los acusados fueron absueltos). Recordemos que ello ocurrió luego de que el Presidente le ofreciera a la oposición —que lo rechazó— el cargo de jefe de gabinete que la fallida reforma Constitucional de 1994 había creado como fusible para morigerar el hiperpresidencialismo y prevenir crisis institucionales. Los acuerdos de gobernabilidad no trajeron paz y prosperidad. Trajeron impunidad, pobreza y un estado de sitio que dejó más de treinta muertos.

Por otra parte, en términos prescriptivos debo señalar que lo que la Argentina necesita no es gobernabilidad, sino Estado de derecho, o lo que en inglés se conoce como rule of law. El problema que enfrentamos no es que el país sea ingobernable por falta de acuerdos, sino que, luego de 200 años, aún no nos hemos puesto de acuerdo sobre las reglas y los procedimientos con los cuales resolveremos nuestros desacuerdos. Lo que necesitamos no son compromisos coyunturales de personas o de partidos, sino fortalecer, cambiar y en otros casos directamente crear instituciones políticas, económicas y sociales que nos permitan superar problemas de acción colectiva y acordar políticas públicas de largo plazo, incluso si tenemos cosmovisiones o intereses radicalmente distintos. Pero esto no es posible sin justicia, como también lo enseña nuestra historia, pues va de suyo que allí donde reina la impunidad no es posible el imperio de la ley.

Por último, el Gobierno debe tener presente que la propuesta ni siquiera es atractiva desde lo pragmático. Consideremos algunos elementos del contexto: (a) Panama Papers; (b) destemplada respuesta de la titular de la Oficina Anticorrupción (OA); (c) ausencia de políticas de prevención que superen la buena retórica, excepto por el proyecto de ley de acceso a la información pública; y (d) declaraciones del Presidente, del ministro Rogelio Frigerio y de la titular de la OA donde soslayan el problema de que los amigos del poder sigan accediendo a negocios con el Estado, porque "se van a respetar todas las reglas", cuando todos sabemos que las reglas vigentes son trágicas para la corrupción y que estamos haciendo obra pública con una ley de 1947.

Si, en este marco, la sociedad siquiera sospecha que el Gobierno tuvo alguna influencia (por acción u omisión) en garantizar impunidad, difícilmente alguien crea que ello se hizo por la gobernabilidad. No vamos a creer que lo hicieron por nosotros. Vamos a creer que lo hicieron por ustedes.

La autora es Abogada, Máster en Derecho (Yale).