Una apasionante crónica por las calles del Líbano: de preso por Arafat a dueño de una gran primicia

Beirut, la capital del Líbano, fue la París del Medio Oriente, y una larga guerra de todos contra todos la convirtió en un cementerio de cuerpos, almas y edificios borrados del planeta. En agosto de 1978, al periodista Alfredo Serra le pidieron, de varias maneras, que no sacara fotos. Aquí la experiencia

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Niños menores de doce años posan con sus pesados rifles. Entrenaban tiro todos los días
Niños menores de doce años posan con sus pesados rifles. Entrenaban tiro todos los días

Cierta noche de principios de los 70, el avión que me llevaba hacia algún país de oriente pasó a baja altura sobre un festival de luces. El piloto informó que era Beirut, la capital del Líbano. Lamenté, entre tantas idas y vueltas por el mundo, no haberla conocido. La llamaban, con razón, "La París del mundo árabe". Una ciudad moderna besada por el mar, pero mucho más. Una ciudad famosa por su rebelión contra las rígidas prohibiciones musulmanas. Corrían el alcohol, la ruidosa vida nocturna, y las mujeres -las santas y las pecadoras- caminaban sin las carpas ni los velos que ocultaban su belleza… o su fealdad.

Pensé que jamás me sería deparado aterrizar allí. Un periodista no elige: lo envían. Sin embargo…

Beirut, la capital del Líbano, a fines de la década del 70. Una ciudad víctima pura y cruenta de la Guerra Civil Libanesa
Beirut, la capital del Líbano, a fines de la década del 70. Una ciudad víctima pura y cruenta de la Guerra Civil Libanesa

Agosto de 1978. El Líbano se desangra en una guerra de todos contra todos. Batallan sirios apoyados por la Unión Soviética. Cristianos sustentados por Israel. Israelitas con luz verde de los Estados Unidos. Palestinos de las líneas de Arafat y Abou Nidal enfrentados entre sí. Libaneses cristianos moderados contra las milicias conservadoras de la misma nacionalidad.

Todos contra todos, y signados por el peor estigma de las guerras de Oriente Medio: largas, confusas, fanáticas, alejadas de la razón y de cualquier esfuerzo de paz.

Construcciones en ruinas, bolsas de tierra y arena, el paisaje de una Beirut deteriorada
Construcciones en ruinas, bolsas de tierra y arena, el paisaje de una Beirut deteriorada

Aeropuerto de Beirut, 1978. Llego a las seis de la tarde en un vuelo regular de la Middle East Airlines, la línea de bandera del Líbano.

A pesar del polvorín cotidiano, ni en Migraciones ni en Aduana nadie me pregunta nada. Cero clásica interrogación: "¿Turismo o negocios?". Lo mismo da, porque el infierno espera unos kilómetros más allá.

Cambio 100 dólares por 285 libras libanesas. No me dan recibo. Tres minutos después subo al Mercedes Benz amarillo de Jasim, 44 años, seis hijos, mitad musulmán por su padre y mitad católico por su madre. Su única trinchera es el asiento del volante.

Empieza a dar vueltas, pero intuyo que no trata de robarme. Por las dudas, aclara:

-No sé adónde llevarlo. Diez de los mejores hoteles están destruidos. El Rodin es bueno, pero está a cincuenta metros del Martínez, ocupado por tropas sirias. Y los sirios son muy peligrosos. La semana pasada, tres periodistas alemanes la pasaron muy mal.

-Está bien, vamos al Martínez -me resigno-.

Me alojo. Siete pisos, música árabe matizada por la miel de Julio Iglesias y una exótica grabación de "Adiós pampa mía".

En la terraza, soldados protegidos por bolsas de arena y empuñando una ametralladora pesada. Tiro la valija sin abrir sobre la cama y corro a la cabina de télex para teclear las tres palabras clave a la redacción desde cualquier latitud: "Akí Serra Beirut".

Inútil. Está cerrada. Vuelvo al hotel.

Es de noche. Hay un horizonte de estruendos. Pregunto. El conserje me dice: "Están bombardeando el barrio cristiano". Indiferente -después de Vietnam tengo la piel curtida-, cerré los ojos y dormí.

En una guerra en la que participaron varias facciones e intervenciones extranjeras, la vida y la cultura se sostenían en paredes maltrechas
En una guerra en la que participaron varias facciones e intervenciones extranjeras, la vida y la cultura se sostenían en paredes maltrechas

A las siete de la mañana ya estoy en el taxi de Jasim. Una cuesta y, al final, el hotel Holiday Inn: 35 lujosos pisos convertidos en un esqueleto humeante, y en el fondo del cráter, cinco tanques de guerra calcinados.

Bajo del taxi y levanto una de mis cámaras, pero antes de apretar el disparador me rodean tres soldados con boinas verdes. Alzo las manos: señal universal de rendición. Jasim, desde el auto, con un leve movimiento de labios, me advierte:

-Sirios.

A punta de fusil me llevan a una especie de casamata urdida al borde de las ruinas del hotel, pintada a rayas negras y blancas, con dos sillas maltrechas y un teléfono.

Discuten entre ellos a los gritos, acaso sobre si matarme o no matarme. Pero la sangre no llega al río. Me miran fijo, vociferan en un lenguaje incomprensible, y Jasim traduce:

-Dicen que no saque fotos. Ninguna foto. Si saca, le disparan.

Niños que juegan en algún pasillo de las calles de Beirut del ´78 en pleno conflicto civil. Como si nada pasara.
Niños que juegan en algún pasillo de las calles de Beirut del ´78 en pleno conflicto civil. Como si nada pasara.

Sin mayor esperanza, hago los deberes. Cumplo con el protocolo. Me acredito en el Ministerio de Interior y Turismo. Pasaporte y credencial, investigados como un insecto bajo un microscopio.

Me piden dos fotos carnet -conociendo el paño de otros avatares, llevé una docena-. Media hora después me dan un papel tamaño carta, escrito en árabe, con mi foto en el ángulo superior izquierdo:

–Es un salvoconducto. Con este papel puede moverse libremente y sacar fotografías. Muéstrelo en todas partes. ¡Viva con este papel en la mano!

Me ilusiono.

Vana ilusión…

El periodista Alfredo Serra en diálogo con un militar libanés, cargando un rifle y rodeado de niños
El periodista Alfredo Serra en diálogo con un militar libanés, cargando un rifle y rodeado de niños

Objetivo número dos. Un barrio del este de Beirut donde una bomba -¡trescientos kilos de gelinita!– voló un edificio de diez pisos. Doscientos habitantes, ningún sobreviviente. Sólo quedan escombros y -todavía, a una semana del desastre- cadáveres hundidos en un enorme pozo negro y pestilente.

Después de lograr tres fotos, más soldados amenazantes me cercan. Muestro el salvoconducto. Uno de gorra verde que parece ser el jefe lo lee, mueve la cabeza, y me dice:

-Esta es zona palestina. Nosotros controlamos, pero la última palabra la tienen ellos.

No tardo en comprobarlo. Dos calles más adelante, el taxi de Jasim frena ante una barrera de vigas de hierro en trípode. Cuatro centinelas de civil -camisas y pantalones comunes, y sandalias-, armados con ametralladoras rusas, me vendan los ojos, corren las vigas, y le ordenan a Jasim que avance mientras dos de ellos lo siguen en un jeep.

Recién me quitan la venda cuando estoy en un cuarto de paredes pintadas de verde y pósters con la inconfundible cara de Yasser Arafat.

Revisan mi bolsa, me palpan de armas, me despojan de pasaporte y credencial, y me preguntan porqué tengo visas de Libia y de Kuwait:

-Soy periodista y me han enviado a esos destinos. No los elegí.

Me dejan solo durante dos horas. No hay que ser bachiller por Salamanca para comprender que caí en un campamento de la OLP (Organización para la Liberación de Palestina). Y tampoco para imaginar mi negra suerte si suponen que soy un espía.

Pero al cabo entra Kamel, me da otro salvoconducto en árabe con mi foto pegada en el ángulo superior izquierdo (música repetida…), y mientras me acompaña hasta un gran terreno rodeado de toscos paredones -en uno de ellos leo, en letras borrosas, "Luna Park"-, abre el juego:

-Saque fotos. Todas las que quiera.

El miedo se convierte en primicia. Quemo rollo tras rollo. Carpas, armas de todo tipo, obuses, granadas, casetas donde unas veinte mujeres cosen uniformes a máquina…, y la cara de Arafat en cada rincón.

Niños menores de doce años practican tiro, una rutina de todos los días. El horror en frasco chico
Niños menores de doce años practican tiro, una rutina de todos los días. El horror en frasco chico

Es un mediodía ardiente. Y me pregunto si Fouad, de 11 años, será capaz de levantar esa ametralladora, cuyo peso Kamel me hace probar.

Y sí. No sólo la levanta como una pluma. Abre las piernas para sostenerla, apunta, dispara, y la ráfaga pulveriza una bolsa de arena instalada a cincuenta metros. Kamel, orgulloso, me dice:

-Es una ametralladora rusa que antes fue usada en Cuba. ¿Quiere tirar?

-No, gracias, Kamel. Jamás apreté un gatillo. No me animo. Soy incapaz de matar a alguien.

Pero la ráfaga de Fouad es la chispa para que otros diez milicianos (algunos, de 7 años) repitan el funesto rito.

Salen de una pieza amplia, blanca, chata, con paredes pintadas estilo naïf -soldados y banderas-, y cortejan a la muerte con la soltura de chicos que juegan a la pelota. Le pregunto a Kamel cómo era posible. Su respuesta lo explica todo:

-¿Por qué no, si se entrenan todos los días?

Y me abraza como a un adlátere o a un cómplice, con sus negros ojos encendidos por la hazaña, mientras Fouad y el resto de la tropa elevan sus dedos al cielo con la V de la victoria.

Fouad, de 11 años, y el resto de la tropa saludan al periodista mientras hacen la V de la victoria, para la cámara de Serra.
Fouad, de 11 años, y el resto de la tropa saludan al periodista mientras hacen la V de la victoria, para la cámara de Serra.

El largo día en el campamento termina casi al ponerse el sol. Jasim y su taxi me esperan.

Salimos. Yo, esta vez, sin venda en los ojos. Sin duda su servicio de inteligencia ha comprobado mi inocencia. Saben que no soy un espía. Mientras atravesamos calles desiertas -sólo soldados en pie de guerra- con edificios destruidos por la metralla que apenas se mantienen en pie, saco cuentas, como Robinson en la isla.

Tengo a favor una gran nota.

Exclusiva, supongo, porque muy pocos o ningún periodista ha llegado al corazón de ese campamento palestino. Uno de los tantos refugios secretos de Arafat.

Tengo, a favor también, más de veinte rollos con imágenes estremecedoras. Tengo –no sé si a favor o en contra– dos salvoconductos.

Pero sin duda no me servirán si por ignorancia entro en un territorio donde esos pases son papel mojado, y seré hombre preso o muerto.

Beirut me parece un laberinto sin centro: la figura que Borges urdió como uno de los sinónimos del horror.

Una guerra de todos contra todos: larga, confusa, fanática, alejada de la razón y de cualquier esfuerzo de paz
Una guerra de todos contra todos: larga, confusa, fanática, alejada de la razón y de cualquier esfuerzo de paz

"Alfredo -me digo-, ¡es hora de rajar!". Jasmin me pregunta adónde vamos.

-Al hotel, y pronto.

Subo. Meto mi ropa a empujones en la única valija. Me llevo como mísero souvenir una pastilla de jabón con su envoltorio en árabe y una cara de mujer. Pago y saco pasaje para el primer avión a París.

Jasim se despide de mí a la usanza: un beso en cada mejilla, y una palabra imposible. "Paz".

Ya en el aire, me premio con una pequeña botella de champagne francés Laurent Perrier que aún guardo en mi biblioteca. Uno de los salvoconductos -perdí el otro- y la etiqueta de jabón siguen en mi escritorio, enmarcados.

Nunca hice traducir el salvoconducto. Aunque su texto sea previsible, prefiero la incógnita. El misterio.

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