¡Que a nadie se le ocurra empujarme!

Entre tantas decadencias nacionales, hay una insufrible: los que atropellan al prójimo en la vereda. Pero es posible vencerlos. Aquí va el antídoto, y de regalo

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Según el autor “ya nadie le cede su asiento en el tren o en el colectivo a una mujer embarazada o a un anciano”
Según el autor “ya nadie le cede su asiento en el tren o en el colectivo a una mujer embarazada o a un anciano”

No empuje.
No me empuje.
A mí no me empuje.

Estas tres líneas, no casualmente en escalera, son algo más que un símbolo.

Son el mapa de algunas formas de nuestra decadencia nacional.

Veamos.

Primera línea.

País en la cumbre. Rico, sin indigentes, con hospitales modelo y escuelas ídem. Con tranvías limpios, rápidos –con la manija en el punto 9, volaban–, no contaminantes, y hasta románticos.
Por algo muchas ciudades civilizadas los conservan…
Ah, y con veredas irreprochables y empedrados puestos con precisión de alta ingeniería.

Segunda línea.

La escuela pública, lentamente, empieza a decaer.
Teníamos primero inferior, primero superior, segundo… hasta sexto. Y el secundario. Y la universidad.

Pero en primero inferior, hasta el más lento ya leía, y en primero superior –¡milagro!– entendíamos lo que leíamos.

Y algunos nos aventurábamos al diario y a los primeros libros…

Tercera línea.

¿El último escalón de la decadencia?
No nos ilusionemos: aún es posible empeorar.
La escuela ya no es una fuente del saber: es una fuente de trabajo.
Los maestros no son guías casi sagrados de la mente: son trabajadores de la educación.
Algunos, muy mal entrazados y muy maleducados.
Y los alumnos, víctimas y parte de la farsa: los maestros hacen como que enseñan, y ellos hacen como que aprenden.

¿Ciento ochenta días de clase? ¡Minga! Con suerte, entre paros absurdos y feriados eternos "para mejorar el turismo", apenas ciento sesenta. O menos.

Mientras que en los países asiáticos rozan los doscientos cincuenta, y con exigencias implacables.
Ellos se preparan para la Era del Conocimiento.
Nosotros… ¡ahora inventamos un método para aprender a leer!, cuando Sarmiento, a los 15 años, ya había elaborado un librito similar y eficaz para chicos que no podían ir a la escuela.

En esto no somos ni campeones morales: un subterfugio que inventamos cada vez que perdemos un campeonato de algo…

Y como todo tiene que ver con todo, según mi finada tía Olga y algún político con ínfulas de esclarecido, llegamos, lenta pero inexorablemente, a la decadencia de las costumbres.

Nadie le cede su asiento en el tren o en el colectivo a una mujer embarazada, un anciano/a, un inválido (oh, perdón: alguien con capacidades diferentes ¡Qué políticamente incorrecto lo mío!)
Nadie sostiene la puerta de un supermercado, o ninguna puerta pública, por si alguien viene detrás.

Aunque esté a centímetros, la bestia nacional y popular se la zampa en la cara. En especial, jóvenes tan fornidos como estúpidos.

Advertencia: cuidado con los ciclistas. A pesar de haber sido honrados por el municipio con ciclovías (¿por qué de doble mano, me pregunto?), avanzan como Fausto Coppi en la Vuelta de Italia. Atropellan. Ni timbre ni cornetín si silbido.
Conozco en persona a varias víctimas. Una, casi al borde de la muerte por el estallido del bazo.

Para ellos no hay leyes. En realidad, para ninguno. Hay miles, pero nadie las cumple ni las hace cumplir…

Y por fin, para no abundar en otros males, nos amenazan y nos agreden "los rugbiers de Nueva Zelanda".

Es un decir: son muchachones nativos (algunos, más que creciditos), que avanzan por las veredas de la ciudad, solos o en grupo, pero ignorantes de la ley de impenetrabilidad de los cuerpos: donde hay uno no cabe otro.
No miran al que viene en sentido contrario. Embisten como toros. Y en grupo, de pared a cordón.
Hablando a los gritos (otra delicia especialmente porteña), y como patrones de la vereda.

Ah, de paso. ¡Qué vereditas las de Buenos Aires!
Un monumento a la destrucción. Parecen el instrumento justo para un convenio entre el municipio y la Sociedad de Traumatología y también el Sindicato de Traumatólogos.

Pero tengo un método defensivo.
Es más: lo aconsejo a quien pueda. No todos son varones de un metro ochenta y 85 kilos de peso, o más.

Cuando los veo venir, como tanques Sherman y a los gritos y risotadas, comprendo que me ignorarán y me pasarán por arriba.

Entonces les gano de mano.
Me planto. En el exacto medio. Tensos todos los músculos del cuerpo. Tipo roca.
Por supuesto, ambos llegamos al punto de colisión.
Pero hasta su escasa materia gris les dicta que no deben atropellarme… ¡y se abren!
De mala gana, pero se abren.
A veces, como refuerzo, llevo un bastón. Eso los conmueve: me suponen en recuperación de una operación o enfermedad.

Es mi manera de decirles lo que quisiera gritarles en la cara, pero sería inútil. Han perdido, junto con las otras decadencias apuntadas, la capacidad de razonar, comprender que no están solos en el planeta, y que el prójimo tiene el mismo derecho que ellos a transitar libremente… hasta por esas machacadas veredas.

Mi primer sentimiento, antes, era gritarles "¡¡¡A mí no me empujen!!!".

Pero, previendo el inexorable fracaso, opté por la fórmula "Muñeco muerto".
Quietito, firme, y sin respirar, hasta que pase el malón.
Entrénese, amigo, porque nada cambiará.

"Lasciate ogni speranza voi ch'entrate"
(Divina Comedia, Inferno, Canto III)

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