El taxi nuestro de cada día: ¡socorro!

Con la llegada de nuevos servicios, advertencias y anécdotas que suceden durante un viaje

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El reinado –a veces la tiranía– de los taxistas de negro y amarillo empieza a tambalear.
Legales o truchos, con permiso o a lo pirata del Caribe, las nuevas marcas, como indios rodeando la carreta de los blancos, matarlos y sacarles la cabellera, prometen el oro y el moro: tarifas más bajas, mejor servicio, blablabá.
Lo de siempre.

Sin embargo, a los reyes del tradicional monopolio nativo no les viene mal un susto…
Sé por qué lo digo: soy pasajero de ellos desde hace medio siglo bien cumplidito.
Y paso a mi profuso anecdotario.

Cuando los taxis eran todos negros, la gente paqueta los nombraba como "automóviles de alquiler" para diferenciarse del leguaje nac&pop, y el reloj de la tarifa era a cuerda y con banderita roja rebatible, sus choferes (del francés chauffer) nos aplicaban el torniquete de la franela.
Palabra que describe un mejor uso…

Como no necesitaban, como ahora, trabajar doce o catorce horas a efectos de parar la olla, usaban el adminículo amarillo para tapar la banderita de "Libre" y se entregaban a considerables ratos de ocio.

Café, bar y billares, por ejemplo. O escapaditas acaso extramaritales. O tirar una línea de pesca en la Costanera cuando el Río de la Plata no era un asesino de toda forma de vida: humana, vegetal, animal.

Si por caso el ciudadano que esperaba taxi no les gustaba… ¡franelazo!
Si a cierta hora, cercana a su límite, les caía alguien, le preguntaban:
–¿Para dónde va?
–Para Caballito (o cualquier otro punto de la brújula)
–No. Voy para otro lado.
Y a otra cosa mariposa, mientras Su Majestad aceleraba rumbo a su santo hogar, o a otro destino menos confesable.
Eran casi bacanes.

(NA)
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Conocí a un vecino que empuñaba el volante de lunes a viernes, y estrictas ocho horitas, y vivía muy bien.
Menos que Felipe, el consorte de Isabel II, pero "se da todos los gustos", como bufaban sus envidiosas vecinas del barrio.
Sobre todo aquellas cuyos maridos sudaban la gota gorda en el puerto, un frigorífico o un peligroso andamio.

Y los años pasaron, pasaron…, llegó la cofradía de los bicolor, y aquellos barros trajeron nuevos lodos.
Y nuevas trampas que dejaron a las viejas como fósiles de museo.
Enumero.

El Piripipí. Un botón secreto que el taxista, mientras atormenta al pasajero con sus tribulaciones (cuñada enferma, cuentas a pagar, quejas generales contra el país), oprime cada tanto, y el reloj electrónico corre como el jamaiquino campeón del mundo. Ergo, el precio final también.
Si el pasajero protesta, la defensa:
–El reloj está bien. Pero si quiere, llame a la policía…
Por supuesto, el damnificado no tiene tiempo ni ganas de sumergirse en semejante trámite, y paga.
Esa resignación es otra de las turbias armas del chauffer.
A veces, algún aguerrido justiciero no paga, y cierra el auto de un portazo. Si es un hombre pequeñín, es posible que el taxichorro se baje y le propine un par de trompadas. Pero si mide y pesa como un rugbier neocelandés, no se inmuta. Total, algún otro gil caerá.

La batalla del aire. Por razones ridículas, muchos retacean o se niegan a prender el aire acondicionado, aunque la térmica ronde los 40 grados.
A lo largo de mis años a bordo he oído excusas dignas del libro Guinness de los récords.
–Me hace mal. (lo siento, maestro: cambie de oficio)
–A muchos pasajeros no les gusta. (Pero a mí me encanta, campeón. Perdiste…)
–Gasta mucho. (No mientas, macho. El gasto es mínimo, y ganás viajes, gil)
–Le quita potencia al motor. (Pará, salame, que no nací ayer. Quiero ir a Humboldt al mil, no a correr el Gran Premio de Monza…)
–Seca los pulmones. (¿Cuándo te recibiste de médico, chantún?)

(NA)
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Y por fin, la cháchara. Ciertos cultores de la lengua (no del lenguaje) hablan más que un peluquero de barrio. Es inútil que ante los primeros amagues, uno les conteste con monosílabos (sí, no, claro, o jmmm).

El plomazo sigue adelante y nos sepulta bajo sus conflictos matrimoniales, la conquista de una vecina o una pasajera, sus opiniones políticas, sus excursiones de pesca, sus macaneos ("Tengo una flota de taxis, pero manejo este para entretenerme"), y la perla de la corona: me quejé de los cortes, y el tipo –el más perjudicado– los defendió como un líder de barricada:
–¡¡¡Tendría que haber más!!!
Le dije "estoy muy viejo y es demasiado temprano para oír boludeces", le tiré diez pesos, y me bajé.

Advertencia para generosos o ingenuos. Si un taxista le dice "perdone que no hable, pero estoy mal. Mi nena está enferma, y si no le ponen una prótesis, se muere. Pero hay que comprarla en Alemania, y no tengo un mango", no eche la mano al bolsillo.
Me sucedió tres veces, dos a mi mujer, y siempre era la misma nena, la prótesis, Alemania. Un grupo había formado una bandita con ese verso, y seguramente logró encanutar buena moneda.
No diga que no le avisé.