Fantasmas, mitos y leyendas del cementerio de la Recoleta

Antiguo, paquetísimo y entre los diez más bellos e impresionantes del mundo, nuestro histórico camposanto cumple 194 años y guarda dramas, tragedias, comedias, amores y desamores. Pero nada tan fascinante como sus fantasmas

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El jueves 17, el Cementerio de la Recoleta cumplió 194 años. Con prosapia: entre sus 350 mil almas yacen 29 presidentes –cuatro, de facto–, 200 héroes de la Independencia, etcétera.

Con títulos: la revista de diseño "Architectural Digest" (una biblia de lo suyo) lo instaló entre los diez camposantos más bellos del planeta.

Con un contraste único: a metros de sus paredones y de los funerarios monumentos creados por los mayores escultores y arquitectos de su tiempo (Lola Mora, José Fioravanti, Alberto Lagos…), la vida bulle día y noche desde "La Biela" hasta el "Recoleta Mall".

Pero ahora, silencio. Porque esta nota no es un folleto turístico. Es una aterradora historia de fantasmas. Y creáse o no, ellos son los verdaderos dueños. Los únicos que no dudan son los 80 gatos. Moradores permanentes, su percepción es infinita…

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Luz María, hija del dramaturgo Enrique García Velloso, uno de los grandes del teatro criollo, murió de leucemia en 1925, a los 15 años. Su madre, al borde de la locura, pasó largos meses llorando y durmiendo en un rincón de la cripta…

Cinco años después, un joven de la high society porteña vio a una chica que, a pasos del cementerio, sollozaba sin parar. Se acercó, le dio un pañuelo para que secara sus lágrimas, y tomaron un café en "La veredita", nombre primigenio de "La Biela".

Al anochecer, ella le dijo que se llamaba Luz María, y él la besó. De pronto, ella huyó ("¡Tengo que irme, tengo que irme"), y al levantarse volcó café en el saco de él…

Él la siguió, pero ella se desvaneció en la bruma. Desesperado, empezó a golpear el portón del cementerio. El cuidador le dijo que nadie había entrado. Pero él insistió, y el hombre lo dejó entrar…

Y allí, en la primera calle, bajo el frontispicio con el nombre de ella y una figura yacente, mármol puro… ¡estaba su saco manchado de café! Lo levantó. Y en la figura de mármol reconoció a la chica que lloraba, la que secó sus lágrimas, la que cruzó de su brazo, la que él besó loco de amor. La que los otros fantasmas, en su recorrida y sus tertulias, no olvidan de dejar una flor entre las manos de La dama de blanco.

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Rufina, hija del escritor Eugenio Cambaceres, rico, bon vivant, ácido crítico de la alta sociedad en sus novelas "Popurrí" y "En la sangre" –fines de 1800–, y repudiado por su casamiento con la bailarina italiana Luisa Baccichi (le decían "la Bachicha"), murió cuando su hija tenía apenas 14 años…

Luisa, la viuda, no tardó en ser amante de Hipólito Yrigoyen, futuro presidente. Y el 31 de mayo de 1902, día en que Rufina cumplió 19 años, antes de terminar el festejo en la mansión de la calle Montes de Oca y partir hacia su palco en el Colón, oyó un agudo grito…

Una de las mucamas la encontró en el suelo, rígida y fría. El médico sentenció "síncope cardíaco", y al otro día la enterraron en la Recoleta.

Unos días después, su ataúd apareció abierto y con la tapa rota. "Un robo", dijo la policía. Pero las joyas con que fue sepultada estaban intactas…

Desde entonces, Luisa vivió torturada por la convicción de que Rufina había sufrido un ataque de catalepsia… ¡y que la enterraron viva!

En su fantasía, imaginó que ella despertó en el ataúd, logró salir, gritó pero nadie la oyó, no pudo abrir la reja de la bóveda, y la desesperación le paralizó el corazón. Esta vez, para siempre.

Por eso su estatua, de refinado Art Nouveau, tiene su mano derecha sobre el picaporte, como tratando de abrir la puerta de la bóveda.

Según los otros fantasmas, los que rondan cada noche, Rufina murió realmente la primera vez… cuando una amiga le contó la fatal verdad: "Tu novio, Hipólito, ¡es también el amante de tu madre!". Yrigoyen, claro. Que pasó a la historia como el único presidente argentino soltero…

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Liliana Crociati, hija de un peinador, pintor y poeta italiano, murió de la peor manera en uno de los más felices días de su vida: luna de miel en Innsbruck, Alpes austríacos.

Corría 1970, ella tenía 26 años, un alud arrasó la parte del hotel en que empezaban su nueva vida, y Liliana murió asfixiada. Extraña sincronía: ese mismo día, en Buenos Aires, murió Sabú, su perro…

Por eso su escultura, en bronce, la muestra vestida de novia, con su anillo de bodas, y junto a su perro, y ataviada con un sari rojo que compró en la India. En las paredes de su bóveda la recuerdan cuadros pintados por sus amigos de Bellas Artes. Tenía ojos celestes y pelo casi rojo. Los demás fantasmas la reconocen como su más bello par…

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Matrimonio mal avenido si lo hubo fue el de Salvador María del Carril (vicepresidente de Urquiza) y Tiburcia Domínguez. Y mucho más desde que él, en una carta pública, informó a los acreedores de su mujer que "no pienso hacerme cargo ni de un peso de sus deudas".

Fue la pelea final. No volvieron a hablarse ni a verse en los siguientes veintiún años de convivencia… Cuando Salvador murió, curiosamente, Tiburcia ordenó construir uno de los monumentos funerarios más impresionantes de la Recoleta: él, sentado en un sillón, comodísimo, y mirando al sur.

Pero algo se traía ella entre manos… Su última voluntad fue que su busto fuera instalado de espaldas a la estatua de su marido, "como vivimos siempre".

Y así siguen. La cara de ella, más evidente en el mármol, no deja dudas: una mujer feroz. Por algo los otros fantasmas ni se le acercan…

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Bello y triste fantasma, lánguido también, es el de Elisa Brown, la hija más querida del célebre almirante. Que, en plena vida adolescente, esperaba el retorno de su prometido, el comandante Francis Drummond, en campaña contra el imperio del Brasil, a las órdenes de su futuro suegro.

Pero llega el día infausto: en la batalla de Monte Santiago, y después de luchar hasta más allá del heroísmo, Francis muere en brazos de su jefe.

Al volver a Buenos Aires, Brown, junto con la terrible noticia, le da a Elisa el reloj de su prometido: "Fue su última voluntad", le dice.

Sus 17 años se desgarran. Envuelta en su vestido de novia, se hunde en el Río de la Plata, acaso para encontrar el alma de su amado. Nadie sabrá si lo logró.

Pero sus restos yacen en una urna. Detrás, en otra, están las de Francis. Las dos, fundidas con el bronce de uno de los cañones del navío. Y de noche, más de una furtiva lágrima cae por las mejillas de alguno de los fantasmas. Los más románticos.

Pero no todo morador eterno del cementerio fue prócer, político de fuste, personaje de dos o tres apellidos, estanciero, habitante de la Guía Azul.

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No, por lo menos, David Alleno, un joven cuidador del cementerio. Que no sólo decidió construir su propia bóveda: también morir muy pronto, desvelado por ocuparla.

David trabajó allí entre 1881 y 1910. Durante esos años, privándose hasta de comer bien, ahorró para comprar el lote. Carísimo, desde luego. Pero con su endeble sueldo tenía que afrontar los servicios de un arquitecto y de los albañiles. Misión imposible.

Pero no para su obsesión. Decidió hacerla con sus propias manos, y lo logró. Pero a medias, ya que la administración del cementerio exigía respetar rígidos cánones estéticos. Entonces, con sus últimos ahorros, viajó a Génova y contrató a un escultor local, de apellido Canessa, para que terminara la bóveda.

Y así fue. Un bajorrelieve en mármol lo muestra con su ropa de trabajo, una regadera, una escoba y un enorme candado con sus llaves: las armas del cuidador.

Pero faltaba el último paso: la muerte. Y no quiso esperarla: se suicidó con veneno. Tenía sólo 35 años.

Los otros fantasmas, molestos, juran que de noche se oyen ruidos de herramientas y de materiales. "Nunca quedó conforme del todo con su bóveda. Sigue reformándola", explican.

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Pero no es el único proletario que habita la Recoleta: la mucama Catalina Dogan, esclava liberta de los Sáenz Valiente, descansa en el radio de la cripta familiar…, pero afuera.

No era costumbre que los patrones sepultaran a sus sirvientes cerca de sus monumentos. Sin embargo, Rita fue la excepción: el epitafio reconoce "su fidelidad y su honradez".

Mal que bien, bien que mal, su fantasma de antigua esclava liberta se codea noche a noche con fantasmas ilustrísimos. La democracia de la muerte…

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Una helada noche de 1881, una patota que se hacía llamar "Los caballeros de la noche", liderada por el joven noble belga Alfonso Kerchowen de Peñarada, secuestró el féretro de Inés Indart de Dorrego.

Sorprendente y, hasta entonces, inédito. Exigían, antes de 24 horas, cinco millones de pesos para devolver los restos de la mujer, cuñada de Manuel Dorrego, el ex gobernador de Buenos Aires fusilado por orden de Juan Lavalle en diciembre de 1828.

La proclama: "De lo contrario, la justa crítica de una nación os cubrirá de vergüenza, y el ilustre apellido quedará manchado para siempre".

Felisa Dorrego de Miró, hija de la difunta, llamó a la policía. Pero su mayordomo le dijo: "Es imposible que alguien haya sacado del cementerio un féretro tan pesado, y sin que nadie lo advirtiera". Sensatez pura. Porque los restos de la mujer aparecieron… ¡en el panteón de la familia Requijo! A unos pocos metros.

El rescate se pagó… con billetes falsos. Pero no hubo condena para "Los caballeros de la noche": no había ninguna ley que castigara el robo de cadáveres. Poco después se incluyó en el Código Penal el artículo 171: "Dos a seis años de reclusión". Más que un drama, fue una comedia. Hasta el más serio de los fantasmas se mata de risa.

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"Se oye ruido de pelota / y no sé, y no sé lo que será", cantaban allá por los años '50 los muchachos de la tribuna.

Y los fantasmas recoletos juran que allí también, y casi todas las noches. Según parece, el autor de tales ruidos es el espectro de Jeremías López, un Maradona o un Messi de los años 20, habilísimo con la redonda pero de muy mala suerte.

Cocinero de una familia patricia porteña, al manipular un caldero se quemó con aceite hirviendo casi todo el cuerpo. Y peor, las piernas.

Una semana después, murió. Tenía entonces 17 años y la esperanza de jugar el primer Mundial de Fútbol de la historia, en el Uruguay. El jefe de la familia patricia lo hizo enterrar en su bóveda.

Cuenta la leyenda que de noche se oye, sí, ruido de pelota, y de corridas, y de rebotes en las paredes de las criptas. Y que si alguien deja una pelota en la puerta de la bóveda… desaparece.

Los otros fantasmas se miran y no lo creen. Acaso porque nada saben de fútbol.

En 1880, una reforma (y sus torpezas) hicieron desaparecer tumbas y documentos. Desde entonces son muertos sin sepultura conocida. Sólo los fantasmas los reconocen en sus reuniones nocturnas. Hablan, sí. Y mucho. Pero que nadie intente oírlos, y mucho menos grabar sus voces o filmarlos.

Todo será silencio. ¿Porque no existen? Al contrario. Por orgullo de casta. Por prosapia. Por orgullo. Por altivez. Porque no es fantasma el que quiere, sino el que puede.

Aclaración

La información de esta nota fue recolectada de diversos medios periodísticos. Un familiar de Rufina Cambaceres y bisnieto de Hipólito Yrigoyen desmintió a Infobae las condiciones de su muerte y aclararon que falleció en su domicilio con sus familiares el 31 de mayo 1902 como consecuencia de un síncope. También aclararon que Cambaceres e Yrigoyen no fueron amantes.