¿Filosofía política o derecho constitucional? Cuidado con la diferencia

No podemos darnos el lujo de permitir que nuestra filosofía política sustituya el derecho constitucional vigente, por más "complejo" o "debatible" que este sea

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En la última nota nos hemos dado el gusto de decir cuál es nuestra posición acerca de la relación entre religión y Estado en lo que atañe a la educación pública. Como buenos republicanos que somos, nos hemos pronunciado por el laicismo. Cabe aclarar, por otro lado, que el republicanismo clásico no era estrictamente laico, ya que los magistrados debían consultar a los dioses, incluso en ocasión de las decisiones políticas más importantes. Y de hecho el cristianismo apeló al discurso republicano, primero, para entenderse a sí mismo como una res publica christiana y, luego, para hacer frente a sus enemigos.

Sin embargo, el republicanismo moderno a partir de la Revolución francesa se ha pronunciado por un estricto laicismo. Dicho laicismo, así y todo, no puede eclipsar el hecho de que la estructura conceptual y la defensa del laicismo, es decir, del dualismo entre la conciencia individual y la esfera pública (quizás no tan) irónicamente se la debemos en gran medida al cristianismo.

Ahora bien, no pocas voces se han alzado para sostener que la sola discusión de la educación pública laica o religiosa implica retroceder varios siglos. Sin embargo, no debemos confundir la discusión filosófico-política con la discusión jurídica. En efecto, por atrasada que nos parezca una disposición, las decisiones jurídicas no se toman mirando el calendario sino teniendo en cuenta pura y exclusivamente el derecho vigente, y si bien el derecho vigente suele obedecer a una filosofía política en particular, dicha filosofía política no tiene por qué coincidir justo con la nuestra. En otras palabras, el derecho constitucional pretende tener autoridad, por lo cual no podemos hacer de él una excusa o una ocasión para contrabandear nuestras propias creencias en lugar de reconocer la autoridad de la Constitución.

Quizás sea apropiado entonces reconstruir muy brevemente las tres grandes cuestiones o dimensiones en juego constitucionalmente relevantes. En efecto, nuestra Constitución, como casi cualquier otra a esta altura del partido, contiene, por un lado, disposiciones que responden a la tradición democrática, según la cual las grandes decisiones políticas deben ser tomadas merced a la regla de la mayoría, desde el escrutinio de los votos hasta las leyes sancionadas por el Congreso. Toda la fuerza de la democracia proviene precisamente del hecho de que antes de la decisión democrática no sabemos qué tenemos razón de hacer y por eso precisamente votamos.

Ciertamente, este maximalismo de los efectos de la democracia viene acompañado por un minimalismo descriptivo de la democracia, entendida sobriamente como una decisión mayoritaria según ciertas especificaciones ulteriores en relación con cómo se toma la decisión (v.g. debate, procedimiento, etcétera).

El maximalismo en la diferencia que hace la democracia y el minimalismo descriptivo en el fondo son dos caras de la misma moneda. No podemos ser demasiado exigentes con nuestra caracterización de la democracia, ya que, cuanto más la carguemos de exigencias, menos incertidumbre habrá en relación con la diferencia práctica que pueda hacer la democracia en nuestras decisiones. En efecto, se supone que la democracia, en cierto sentido, es como un mazo cuyas cartas conocemos pero no sabemos ex ante cuál es la ganadora. En cambio, el razonamiento moral es completamente diferente, ya que se trata de un mazo con las cartas marcadas en las que ya sabemos cuál es la ganadora sin tener que jugar la mano.

Para dar un ejemplo, todos deseamos que el homicidio esté prohibido y no aceptamos discusiones al respecto, pero sí deseamos que, v.g., advenga el poder solamente quien obtenga la mayoría de votos en una contienda electoral mínimamente regulada. Decir entonces que un gobierno que ha ganado dichas elecciones no es democrático porque hemos perdido las elecciones es una manera de moralizar lo que en realidad es una cuestión política y por eso mismo exhibe una total incomprensión de qué es la democracia y para qué sirve.

Sin embargo, como la democracia por suerte se ha quedado sin enemigos naturales, porque, en general, ninguna persona sensata justifica los gobiernos unipersonales, irónicamente el prestigio del que goza la democracia ha hecho que esta se haya convertido en algo que designa no solamente las decisiones tomadas por mayoría sino además todo aquello que nos parezca correcto. En verdad, nos hemos acostumbrado a designar como antidemocrático todo aquello que nos parece mal, desde una dictadura militar hasta las decisiones de un tribunal, pasando por un bife de chorizo si no se encuentra en su punto.

Es preferible mantener la extensión semántica de la democracia con una rienda corta y estar preparados para decir que en algunas ocasiones lamentablemente una decisión puede ser democrática y, sin embargo, merece nuestro rechazo de todos modos. Como muestra debería bastar el ascenso al poder de Hitler. Hablando de Hitler, nuestra Constitución además de las disposiciones democráticas, contiene ciertas consideraciones formuladas en términos de derechos, que son independientes de los vaivenes de las mayorías democráticas. En efecto, el catálogo de derechos individuales o colectivos está pensando para ser contramayoritario.

De ahí que quienes, como Habermas, creen que democracia y derechos son dos caras de la misma moneda tienen una visión bastante idealizada o autocongratulatoria particularmente de la democracia. El desencuentro entre la democracia y los derechos (o si se quiere el liberalismo) está bastante bien retratado en cualquier libro de teoría o de historia política mínimamente serio. Semejante desencuentro solamente se acentúa si recordamos que los derechos están para ponerle un límite a la democracia y que la democracia se supone que existe para decidir en gran parte cuáles son precisamente esos derechos.

La tercera dimensión que atraviesa nuestra Constitución es la del Estado federal, o si se quiere, para ser más claros, la de las dos caras del federalismo. Por un lado, nuestro régimen constitucional es federal en el sentido de que les reconoce a las provincias o los estados miembros un nivel de autonomía bastante robusto con tal de que satisfagan ciertos requerimientos mínimos, expuestos en el artículo 5 de la Constitución: "Cada provincia dictará para sí una Constitución bajo el sistema representativo republicano, de acuerdo con los principios, declaraciones y garantías de la Constitución Nacional; y que asegure su administración de justicia, su régimen municipal, y la educación primaria. Bajo de estas condiciones el Gobierno federal, garante a cada provincia el goce y ejercicio de sus instituciones".

Estos requerimientos mínimos, a su vez, nos recuerdan la otra cara del federalismo según la cual, por más que se reconozca la autonomía provincial, en caso de conflicto, siempre gana la banca, es decir, el poder federal, merced a la supremacía del razonamiento constitucional. Así y todo, insistimos, se trata de dos razonamientos constitucionales diferentes: por un lado, el razonamiento o la supremacía constitucional a nivel provincial; por el otro, el federal, sin que ninguno quede exageradamente a disposición del otro.

Una verdadera cuarta dimensión es la de los tratados internacionales a los que está adherido nuestro país merced a nuestra propia Constitución. Sin embargo, esta cuarta dimensión a su modo contará una historia bastante parecida, cuyos personajes principales serán la democracia, los derechos y cierta jerarquía entre jurisdicciones que haga justicia a todas las partes en juego.

Yendo entonces al caso de la educación pública religiosa obligatoria, en Salta llama la atención la posición de quienes reaccionan como si dicha educación estuviera prohibida del mismo modo que lo está, v.g., el homicidio. En efecto, en primer lugar, la dimensión democrática de la cuestión le da claramente la razón al Gobierno provincial, el cual actúa al amparo de su propia Constitución democráticamente instituida. Además, si hubiera un referéndum que consultara la opinión del pueblo de Salta, el resultado sería bastante más abultado que la derrota de Brasil frente a Alemania en el último Mundial, por supuesto a favor del Gobierno de Salta.

Por si esto fuera poco, si no nos equivocamos, el régimen educativo que antes estaba en manos del Estado federal ha sido provincializado no hace mucho. El Gobierno de Salta, encima, ha dispuesto una serie de medidas para asegurarse de que la educación impartida no incline la cancha indebidamente a favor del catolicismo. Nos parece así y todo que esta última es una tarea hercúlea y nos remitimos a la primera historia de Norman Erlich. Nuestro punto, sin embargo, es que no tiene sentido negar el espíritu democrático del régimen salteño.

En lo que atañe a la cuestión de los derechos, y solamente para dar un ejemplo, por un lado, algunos invocan el derecho de los padres salteños a educar a sus hijos según sus creencias, derecho que, a su vez, está ciertamente en conflicto con el derecho de otros padres que tienen otras creencias, entre ellas la de una educación laica. Sin embargo, alguien podría decir que, tal como suelen pregonar demócratas como Jeremy Waldron, la democracia precisamente está hecha en gran medida para resolver al menos algunos conflictos de derechos.

Conviene recordar, por lo demás, que podemos hablar de conflicto en primer lugar debido a que nuestra Constitución no es laica sino secular, ya que si bien protege en el artículo 19 la esfera privada de los ciudadanos, en el artículo 2 privilegia al culto católico apostólico romano.

Antes de abandonar la esfera de los derechos, pensemos en el siguiente caso hipotético. Supongamos que en una institución pública como en un edificio o una escuela alguien colgara una imagen de una figura política muy popular, como, por ejemplo, la de Eva Perón. ¿Podría alguien invocar un perjuicio tal que un tribunal debiera zanjar la cuestión en su favor? ¿Podría llegar semejante caso incluso ante la Corte Suprema? Pensemos ahora en un crucifijo en lugar de Santa Evita. ¿Cuál sería la diferencia o en todo caso cuál sería exactamente el perjuicio? Después de todo, del mero hecho de que cuelgue algo de una pared no se sigue necesariamente que exista un perjuicio. Además, solamente quienes estuvieran dispuestos a retirar la imagen de Eva Perón debido a que es discriminatoria, viola el principio de igualdad, atenta contra los derechos de las minorías, etcétera, podrían remover sin más, v.g., los crucifijos. Los demás tendrían que considerar seriamente las razones culturales y democráticas que abogarían por su permanencia.

De hecho, una discusión similar podría tener lugar alrededor de, v.g., las imágenes de San Martín (o de Sarmiento, Rosas, o quien fuera que ocupara algún espacio en las instituciones públicas) y los padres anarquistas que enviaran a sus hijos a dichas instituciones. Nótese que dado que la educación pública es obligatoria, no podríamos decir que los padres anarquistas no tienen derecho a quejarse de la educación que recibieran sus hijos, ya que precisamente no tendrían otra alternativa que enviarlos a colegios públicos en los cuales recibirían obviamente una educación estatal ideológicamente hablando.

Finalmente, la dimensión federal de la discusión muestra que hay que ser muy cuidadosos con la autonomía provincial de Salta, que refuerza su posición democrática indicada más arriba. Además, dicha autonomía debe ser discutida muy cuidadosamente para no dar la impresión de que cierto iluminismo antioscurantista capitalino desea mostrar su superioridad ante el supuesto atraso religioso del interior. Como ya hemos visto, insistimos, nuestra Constitución, mal que nos pese, aprobada incluso por Buenos Aires, no es laica sino secular ya que sostiene el culto católico apostólico romano. De aquí no se sigue que dicho sostenimiento le dé la razón necesariamente a la provincia de Salta, pero sí se sigue que la solución laica a nuestros problemas está bastante lejos de ser un "slam dunk" o "pan comido" para usar la jerga constitucional vigente.

En lo que concierne a nuestras propias creencias, las buenas noticias son que la idea misma de conflicto por su parte sugiere que, tal como suele suceder en las discusiones constitucionales, ambas partes cuentan con argumentos atendibles. De ahí que podamos decir que un desacuerdo constitucional se asemeja bastante a lo que un juez, del cual Michel de Montaigne había oído hablar, llamaba "cuestión para el amigo", es decir, una causa en la cual había que decidir un "conflicto áspero" entre dos grandes juristas como Bartolo de Sassoferrato y Baldo de Ubaldi. En tales causas, dice Montaigne: "La verdad estaba tan embrollada y era tan debatida" que en ella el juez "podría favorecer a aquella parte que mejor le pareciera". Es por eso que deseamos fervientemente que triunfe la causa de la educación pública laica. Pero por ahora es una expresión de deseos que hay que fundamentar muy cuidadosamente.

En todo caso, insistimos, no podemos darnos el lujo de permitir que nuestra filosofía política sustituya el derecho constitucional vigente, por más "complejo" o "debatible" que este sea. Aunque sin duda hace falta interpretar el derecho constitucional, semejante consideración es tautológica, ya que, como muy bien dijera Hans Kelsen alguna vez en su Teoría pura del derecho, todo derecho es un esquema interpretativo debido a que es cultural. Así y todo, dicha interpretación debe ser fiel a su objeto, tal como lo hemos repetido tantas veces, y no una ocasión para que mediante una "interpretación" del derecho el razonamiento moral o la decisión política correcta sin más se haga pasar por el derecho vigente. Cuando se trata del razonamiento jurídico, nunca debemos olvidar lo que Thomas Hobbes alguna vez dijera muy bien y en muy pocas palabras: "Auctoritas, non veritas, facit legem" ('Es la autoridad, no la verdad, la que hace la ley').

El autor es doctor en Derecho, profesor y escritor. Su último es libro es "Razones públicas. Seis conceptos básicos sobre la república". Este artículo apareció originalmente en su blog La causa de Catón.

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