Los historiadores y los politólogos a menudo dicen que las democracias caen por la impotencia, cuando ni los gobernantes ni los ciudadanos reaccionan con suficiente vigor a los retos de las fuerzas no democráticas. La democracia venezolana se derrumbó hace dos décadas por la implosión de los dos principales partidos políticos, el Comité de Organización Política Electoral Independiente (Copei) y la Acción Democrática, que demostraron ser cáscaras vacías, al no ser capaces de mantener las relaciones y los lazos de confianza con los votantes venezolanos.
Por lo tanto, para entender la profundidad y la gravedad de la crisis actual, hay que partir de la existencia de una situación (régimen no es, porque no está consolidada) de autoritarismo con fuertes tonos populistas que no ha resuelto totalmente la crisis de sucesión de Hugo Chávez tras su muerte. Mientras una proporción importante de los poderes, no sólo fácticos, sostengan a Nicolás Maduro, no habrá una transición, pero al mismo tiempo también una parte importante de la sociedad venezolana mantiene su estado de movilización y oposición.
Maduro podrá cambiar la Constitución, coaccionar al Parlamento, hacer renunciar magistrados y nombrar a jueces subordinados al gobierno, así como también encarcelar y matar a opositores. Pero todo ello no logrará estabilizar el sistema político y mucho menos legitimar su gobierno a nivel interno o externo. La opinión pública internacional ya ha condenado definitivamente a Maduro; los gobiernos democráticos en todo el mundo se manifiestan preocupados pero todavía no saben cómo articular una acción concertada.
En Venezuela, como en otros casos de importancia menor, por ejemplo, Zimbabue, chocan dos principios que no son compatibles. El primer principio es, aun lejos de ser aceptado por todos los gobernantes y todos los Estados, la defensa de los derechos humanos y especialmente el derecho a la vida y a la dignidad. Pero, ¿quién decide cuándo y cómo se violaron los derechos de una manera ya no tolerable para requerir la intervención exterior?
Aquí está el segundo principio importante, el principio de la soberanía nacional. O sea que no se puede permitir que se interfiera en los asuntos internos de un Estado. En esta visión, deben ser los nacionales de dicho Estado los que decidan qué hacer, qué no hacer y hasta qué punto tolerar. ¿Si en Venezuela hay una situación de guerra civil, quién decide cómo intervenir y en favor de quién? Cualquier intervención externa sería una clara violación de la soberanía nacional. Frente a dos males, que es regularmente el estado en el que nos encontramos al momento de tener que elegir, como dijo el gran filósofo político Isaiah Berlin, ¿cuál de los principios privilegiamos? ¿Qué es más importante: la soberanía nacional o la protección de la vida de las mujeres, los hombres, los ciudadanos?
En el caso específico de Venezuela, yo personalmente tengo pocas dudas (pero algunas, sí): hay que salvar vidas, su dignidad y la oportunidad de un futuro mejor. Pero también sé que los que intervengan deben estar adecuadamente equipados, no sólo de las armas sino de credibilidad política y ética, para evitar la venganza, para estabilizar la situación y crear oportunidades para la paz entre las partes. Es un problema de liderazgo que sólo los venezolanos tienen el deber de resolver. Desafortunadamente, las personas como Nelson Mandela aparecen raramente en la faz del mundo.
El autor es profesor de la Universidad de Bolonia y John Hopkins University. Ex senador italiano.
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