Fidel Castro, el gran simulador

Nicolás Márquez

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Tanto sea por el progresivo descrédito de Fulgencio Batista como por el halo mítico que habían sabido ganar los rebeldes, gran parte de Cuba estaba de fiesta tras la revolución encabezada por Fidel Castro y sus exóticos barbudos de Sierra Maestra en enero de 1959. Nadie sospechaba lo que vendría después. La gente pensaba que estos curiosos guerrilleros venían a llevar adelante un gobierno de transición, seguido de un inmediato llamado a elecciones, con la consiguiente reinstauración de la Constitución de 1940.

Castro llegó a La Habana el 8 de enero, acompañado de Huber Matos y Camilo Cienfuegos. En medio de la euforia popular, Fidel pronunció un discurso en el que enfatizó que la revolución era nacionalista, desterró por completo cualquier sospecha de comunismo y evitó poner a la población en contra. Es más, el 22 de enero, Fidel brindó una conferencia ante cuatrocientos periodistas de todas partes del mundo en la que alegó que él se disponía a "custodiar la democracia y evitar los golpes de Estado".

Seguidamente, Fidel nombró un presidente títere para Cuba, Manuel Urrutia, y para despejar cualquier temor acerca de un giro al comunismo, el político más pro norteamericano de la isla, José Miró Cardona, fue nombrado primer ministro: "En el nuevo gabinete casi todos eran anticomunistas", anota el biógrafo guevarista Pacho O'Donnell. El pueblo cubano desbordaba de alegría.

Esta política de engaño no era sólo una táctica para atraer la simpatía internacional, sino que evidenciaba que en Cuba los marxistas eran una ínfima minoría.

El primer objetivo de engañar a propios y extraños ya había sido logrado y, en la repartija de cargos, Fidel le encomendó al Che Guevara dirigir La Cabaña, fortaleza que desde entonces se transformaría en un campo de exterminio a disidentes.

Sin embargo, antes de que comenzaran a trascender las noticias de que en Cuba se había instaurado un totalitarismo exterminador, la CIA analizó el triunfo de la revolución con un deformado prisma: "Cuba sigue disfrutando una prosperidad económica relativa y una buena parte de la población, probablemente atemorizada de que la revolución pondría en tela de juicio su bienestar, parece esperar que se produzca una transición pacífica del autoritarismo a un gobierno constitucional".

Ahora que se tenía el poder, venía por delante una tarea no menos difícil: afianzarlo. Con tal objetivo, había que consolidar el engaño. Castro inició, en abril, una memorable gira por Estados Unidos, que tenía el propósito de convencer al mundo de sus buenas intenciones: "No estoy de acuerdo con el comunismo" y "cualquiera que sea la índole de la dictadura —ya sea clasista, militarista u oligárquica—, nos oponemos a ella. Por eso estamos en contra del comunismo". Dentro de su extravagante espectáculo macartista, Fidel incluyó en su periplo una conferencia ofrecida el 23 de abril en Nueva York: "Queremos establecer en Cuba una verdadera democracia, sin ningún rastro de fascismo, peronismo o comunismo", disparó. Como si su pretendido anticomunismo no hubiera quedado del todo claro, el 28 de abril agregó: "El comunismo mata al hombre al privarlo de su libertad".

El problema no es tanto que el engaño haya burlado a los Estados Unidos, sino que la estafa fue dirigida contra el pueblo cubano, que siempre fue anticomunista. Es por esa razón que la sociedad cubana apoyó a Castro a expensas de Batista. De haber sido Fidel y sus bandoleros sinceros acerca de sus verdaderos propósitos ideológicos, no hubieran contado con la adhesión de un solo campesino. La estafa comunista no fue una burla a la CIA, sino al pueblo cubano (en definitiva, fueron los afectados directos).

Mientras tanto, Castro acumulaba todos los días cargos en el poder político. Ya era primer ministro, jefe del Ejército, máxima autoridad del Instituto Nacional de la Reforma Agraria (INRA), a la vez que proclamaba a los cuatro vientos que su revolución era "verde olivo como las palmas cubanas". El Che Guevara, al ser consultado por esta definición, no pudo con su incontinencia verbal: "Verde en la superficie y roja en su verdad profunda".

No le resultó difícil a Castro obrar con tamaña maestría en el arte del disimulo: antes de guerrillero y tirano, él había sido actor; obró primeramente como extra en dos películas rodadas en México. La primera, Holiday Inn Mexico, de George Sidney (comedia musical de 1946); la segunda, del mismo año, la comedia Easy to Wed, con Lucille Ball. Sus dotes no le alcanzaron para triunfar en el exigente mundo actoral, pero sí le sobraba juego para embaucar gente en el mundo político caribeño.

A los 90 años de edad y a casi sesenta de aquella revolución, Fidel Castro murió sin poder corregir la herencia del Gobierno de Batista: no devolvió las libertades prometidas. Desparramó la hambruna. Esclavizó a una población entera. Promovió el terrorismo internacional y jamás brindó las declamadas elecciones libres.

Evidentemente no pudo cumplir sus promesas en tan sólo un período de gobierno…

 

El autor es abogado y ensayista. Su última obra publicada se titula "El libro negro de la nueva izquierda. Ideología de género o subversión cultural".

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