El voto electrónico o el sexo de los ángeles

Lo que pomposamente se ha bautizado como reforma política es un puñado de cambios que nada tienen que ver con remediar el hecho irrefutable de que nuestra democracia nos ha sido arrebatada por el monopolio de unos pocos partidos políticos

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Con la enorme capacidad que tiene nuestra sociedad para discutir trivialidades, estamos ahora (me incluyo) discutiendo el voto electrónico, con una vasta diversidad de argumentos. La realidad es que este tema y casi todos los que integran la reforma electoral son secundarios, menores o irrelevantes.

Lo que pomposamente se ha bautizado como reforma política es un puñado de cambios que nada tienen que ver con remediar el hecho irrefutable de que nuestra democracia nos ha sido arrebatada por el monopolio de unos pocos partidos políticos. Un esquema corporativo, arbitrario, autocrático, antidemocrático, excluyente, que limita hasta lo inaceptable la posibilidad de elegir que debe tener la ciudadanía, particularmente en el caso de los legisladores.

Hasta la fatídica reforma de 1994, esa maquinaria no tenía lugar en la Constitución, aunque en la práctica, vía leyes e interpretaciones, ya los partidos eran los dueños del voto. Se los incorpora formalmente por iniciativa de Raúl Alfonsín, cuya ideología socialista lo empujaba a considerar a los partidos como único vehículo para la democracia. Ese monopolio se consolidó con dos o tres leyes de fondo posteriores que directamente excluyen cualquier intento de permitir la participación independiente del electorado en cualquiera de sus formatos.

Por ese tipo de creencia consolidada en una sociedad simplificadora es común que, al criticar a los partidos o proponer moderar su exclusividad, se reciba la respuesta de que son imprescindibles y casi sinónimos de democracia, argumento que cae a pedazos en cuanto se analiza cualquier democracia moderna (Estados Unidos permite hasta candidatos presidenciales independientes).

Quienes más critican cualquier apartamiento de la idea políticamente correcta de la imprescindibilidad de los partidos unánimes son los propios políticos de todo signo, que echan espuma por la boca ante la idea de que los ciudadanos se puedan expresar por su cuenta. Han olvidado seguramente al Partido Nacional Socialista Alemán, al Partido Comunista soviético y a tantos otros. También han olvidado recientemente la vergüenza, al aumentarse las dietas en una burla cruel e irrespetuosa a la ciudadanía de cualquier ideología. Digo esto para anticipar que no gastaré ni una línea en tener en cuenta su opinión en este punto, que concierne a los ciudadanos, no a los partidos ni a los políticos llamados profesionales, concepto opuesto a cualquier Constitución.

Los partidos siempre han sido muy importantes como usinas ideológicas, aglutinantes y formadores de opinión. Localmente, basta recordar los ateneos radicales donde aprendieron futuros grandes gobernantes. Nadie disputaría esos conceptos. Pero en las últimas décadas, en Argentina y otros países, se ha ido tendiendo a limitar los derechos del ciudadano a la simple emisión del voto, donde tiene que elegir entre opciones de hierro que le son impuestas, sin ninguna posibilidad de elección real.

Por eso, cuando el pueblo vota directamente, por ejemplo, en un plebiscito, suele dar de cachetadas a sus dirigentes y sus gobernantes. Simplemente porque la clase política no los representa. Los políticos del mundo le han quitado la democracia a la ciudadanía. La peor pesadilla de Alexis de Tocqueville. Otra prueba de este aserto es la aparición explosiva de nuevos movimientos de toda índole, a veces excéntricos, extremos o hasta delirantes. Es la reacción de la gente al sentir que no está siendo representada. La existencia misma de Donald Trump es muestra evidente de que el Partido Republicano ha perdido la confianza de sus simpatizantes.

El sistema político argentino es aún peor: impide todo cambio, toda propuesta independiente, todo movimiento nuevo, todo plebiscito, toda elección personalizada para el Congreso. Mete al ciudadano en un corsé de una lista única que le es impuesta por un partido al que ni siquiera pertenece, para elegir diputados que no conoce, y además es empujado a votar todos los cargos en un paquete que cada vez se hace más difícil desatar. Es un sistema electoral para gauchos ignorantes, como en el siglo XIX que tanto criticamos y que creemos que hemos superado.

Las PASO, que podrían haber corregido algunas de esas deformidades, han puesto, por el contrario, un cepo a cualquier voluntad de independencia de criterio. El ciudadano tiene la obligación de votar en cualquier partido, por una lista de diputados o senadores que le es impuesta, sobre la que no tiene ninguna influencia. Y expresamente, deja claro que nadie puede pretender ser candidato sin contar con un partido que lo posea.

Como una burla, y con el disfraz de la modernización, todo el sistema ha parido la ley del cupo femenino, otra restricción a la voluntad popular, otra palanca en manos del partido, otro permiso para la elección a dedo sin selección ni elección de la población.

"Formen un partido y ganen", solía decir nuestra felizmente ex Presidente. Mentira. Las experiencias de quienes han tratado de formar modestos partidos distritales para tratar de consagrar un diputado han sido burlas frustrantes y ofensivas. Simplemente el sistema aplastará al iluso. Y aun si se llegara a poder hacerlo, los ilusos soñadores descubrirán que hace falta gastar un par de millones de dólares para tener alguna chance. Para ponerlo de otro modo: llegar a ser diputado es una inversión en un negocio como cualquier otro. Condena a la corrupción por cuenta propia o de quien puso el dinero.

Como se ha analizado tantas veces, este modelo, además de impedir la postulación de ciudadanos cercanos a la gente, a su vida, a su barrio, también condena al bloque, a la corrupción, al anonimato de la unanimidad, a que los partidos se crean dueños de las bancas y lo sean efectivamente, lo que nada tiene que ver con el espíritu constitucional. Basta ver lo que ha pasado en las últimas elecciones en Tucumán o Tierra del Fuego para concluir que nuestro sistema electoral es una engañifa para subalimentados en la infancia.

Eso es lo que se debe cambiar. No una serie de pequeños ajustes cosméticos que, al mejor estilo de Il Gattopardo, son falsos cambios para que nada cambie. Si se va a discutir el voto electrónico, debería ser para permitir una mucha mayor versatilidad en la forma de elegir, por ejemplo, voto individual a diputados, incluyendo la posibilidad de elegir a candidatos de diferentes partidos. O a candidatos independientes autopostulados en las PASO, no puestos por el partido. O tantas otras posibilidades que brindaría un método digital.

Recién entonces tendría sentido discutir la seguridad o no del voto electrónico. Pero nos hemos (o nos han) enzarzado en una discusión a muerte tan estéril como la proverbial disputa sobre el sexo de los ángeles, con el único objeto de seguir votando una lista única sábana que se nos impone cada dos años, y luego volver a nuestras casas convencidos de que ahora la democracia es mucho mejor, mientras nuestros representantes siguen haciendo leyes que no son las que nos interesan y nos despojan legalmente con sus sueldos o ilegalmente con cualquier otro mecanismo. Pero eso sí, estamos modernizando la democracia porque incorporamos la electrónica, ¿verdad? Alguien cree definitivamente que la sociedad es estúpida.

Cuando alguien dice la vieja consigna: "¡Que se vayan todos!", surgen los padres de la patria y sus auspiciados periodistas a decir que no hay nada mejor que la democracia, que si no hubiera políticos, sería el caos, y una serie de frases vacías que sólo un desprevenido que no se tome la molestia de pensar puede aceptar. Personalmente, ese grito, "¡Que se vayan todos!", siempre me recordó al otro grito: "¡Aux barricades!", con que los franceses se autoconvocaron para derrocar la opresión, el robo fiscal, el desprecio y la estulticia de Luis XVI.

Es imperiosa una reforma política. Pero en serio. Una reforma que devuelva al ciudadano el poder que los partidos le han quitado haciéndole creer que saben más que él, o que son más idóneos, más honestos, más patriotas, más capacitados y más efectivos. Hace falta para volver a creer que la democracia funciona, para no vivir de grieta en grieta, para tener legitimidad.

Poner un título de reforma política y hacer un par de retoques cosméticos banales es simplemente una cruel y grave mentira. Y Mauricio Macri prometió decir la verdad. A menos que esa promesa también sea de cumplimiento gradual.