Las incertidumbres de la inseguridad

No se trata solamente de una supuesta incapacidad del Estado para enfrentar al crimen, sino que el mismo Estado, sus instituciones y su aparato político están atravesados por el crimen

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Una pareja ingresa a una peluquería en Banfield. La mujer se sienta para ser atendida. En cierto momento, saca un arma y dice: "Dame la guita". El hombre que la acompañaba se levanta y, con otro revólver, vigila el robo y grita amenazas desde la puerta. La dueña de la peluquería les da su recaudación. Sin dejar de apuntar, salen. Suben a una moto, se van. La peluquera alerta a un policía, que inicia la persecución. Primero, detienen al hombre, luego, a la mujer. A ella le incautan una pistola 9 milímetros. La delincuente era policía.

Pompeya, ciudad de Buenos Aires. En la madrugada, cinco personas realizan un operativo delictivo para ingresar mediante un boquete a un depósito que resguardaba elementos médicos veterinarios. Actúan con coordinación, como todo equipo profesional. Una patrulla que pasaba detectó una actividad inusual en el depósito a través de un vidrio que da a la calle. Llamó a refuerzos y detuvieron a los boqueteros. Al identificarlos, se comprobó que todos ellos revestían funciones en la Gendarmería Nacional. El jefe de la banda era, además, el titular del área de Protección Ciudadana del Municipio de Lanús.

Una whiskería en un barrio periférico de Rawson, Chubut, llamada Mil Demonios, que es fachada, en realidad, de un prostíbulo muy conocido. En la barra, un hombre toma un trago mientras vigila el funcionamiento del lugar. Se llama Fernando Peralta. La policía irrumpe debido a denuncias de facilitación de la prostitución infantil y halla a 23 menores de edad en ejercicio de la prostitución, incluyendo a una niña de 14 años y cuatro de 15. Detiene al hombre de la barra, sindicado por todos como el dueño del lugar. Peralta es —luego renunciará— secretario de Derechos Humanos de Mario das Neves, gobernador.

No se trata solamente de una supuesta incapacidad del Estado para enfrentar al crimen, sino que el mismo Estado, sus instituciones y su aparato político están atravesados por el crimen. En particular, las fuerzas de seguridad que deberían combatirlo, es decir, la Policía y los cuerpos adyacentes. La mafia de la trata, el narcotráfico, la reducción de autos robados y el juego funcionan con la complicidad de las fuerzas del orden —es decir, el Estado mismo—, ya que el negocio capitalista en la ilegalidad rinde tributo a las instituciones mediante la coima y los retornos. La descomposición de los vínculos sociales del sistema actual, regido por un régimen de explotación de los sectores laboriosos en beneficio de los empresariales y que reproduce esta expoliación en todos los niveles de la sociedad, cobra características desaforadas cuando los mismos policías actúan como delincuentes: esa descomposición reina en el caos y la indolencia.

Cómo no comprender entonces la tendencia a desconfiar —con razón— de la policía y las instituciones estatales, y el impulso a actuar por mano propia, en una actitud que excede a lo defensivo. "Ni reír ni llorar, comprender", decía Baruch de Spinoza y en esa comprensión también debe incorporarse que la posibilidad de la barbarie también alcanza a las víctimas, que bien pronto podrían convertirse en victimarios, en delincuentes.

Sólo la comprensión de la criminalidad esencial del sistema capitalista y sus actores nos podrá salvar de la barbarie al permitir reconocer responsabilidades y salidas. No será la policía, principal sujeto del delito, quien termine con la inseguridad, sino todo lo contrario: contribuye a su permanencia. No será el linchamiento de los criminales el que acabe con el delito, sino que convertirá a sus realizadores en delincuentes. Debe haber una salida política.

Para ello, es necesario desmantelar el actual aparato policial, principal fuente del delito, y establecer el control ciudadano y popular sobre las cajas y el accionar de la policía. Se debe comprender que el capitalismo comienza con el crimen, con la apropiación indebida de la riqueza del trabajo ajeno, para propender a su disolución y su reemplazo por un orden nuevo.

De otro modo, sólo nos quedará realizar esta pregunta y esbozar esta respuesta que escribe el actor, reconocido en los noventa y escritor Jorge Schubert en su microrrelato "Los buenos y los malos": "Le pregunté a mi hijo: 'Si nosotros los buenos matáramos a todos los malos, ¿quiénes quedaríamos?'. 'Los asesinos', me contestó".

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