Presupuesto 2017: la consagración de la envidia

Javier Milei

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Desde hace casi noventa años, Argentina ha decidido abrazarse a las ideas socialistas, lo que no sólo nos ha hundido en una decadencia económica sin parangón, sino que además ha llenado a la sociedad de envidia, odio y resentimiento. En este sentido, en el presupuesto presentado para el 2017, más allá del extravagante crecimiento del 22% en el gasto público y que a la postre terminará aumentando el peso del sector público en la economía, lo más destacable radica en que la reforma propuesta en el impuesto a las ganancias no es más que la consagración de la envidia como forma de hacer política económica.

El enfoque encuentra sus orígenes en la obra de Thomas Malthus, quien desarrolló el concepto de los rendimientos marginales decrecientes, lo que se complementa con la cuestión de la distribución de la renta por David Ricardo y es coronado con la peregrina idea de John Stuart Mill, donde el nivel de producción es independiente de la distribución. Si a todo ello sumamos las contribuciones de Vilfredo Pareto en materia de distribución del ingreso (que se comporta como una log-normal o una xi cuadrado, con el modo a la izquierda de la media) y la cantidad de votantes a cada lado del ingreso promedio, resulta posible comprender la lógica del diseño de la política económica fascista que nos atormenta y que es la base de nuestra decadencia.

La doctrina de la distribución de la renta por categoría no es más que una aplicación que surge de los principios generales de la teoría de los precios, donde la distribución es la compensación por la producción. En este sentido, la distribución es una pieza inseparable del proceso de producción. A su vez, la determinación del precio de los factores de producción (dados por la conjunción entre las preferencias de los individuos, la escasez y la productividad marginal del factor) en que termina la distribución de la renta es parte esencial en el desempeño de la economía. De este modo, la referida compensación (distribución del ingreso) y el nivel de riqueza serán acordes con la eficiencia de cada uno para servir los intereses de sus semejantes.

Es más, en este contexto, no hay otro modo para incrementar la riqueza que no sea la de satisfacer los deseos y las preferencias de nuestro prójimo. A su vez, la distribución de la renta y de la riqueza que surge en este proceso muy lejos está de ser irrevocable, ya que en el plebiscito diario que hacen los consumidores se confirma o rectifica la cuantía de la riqueza de cada uno de los individuos. En definitiva, el criterio social del mercado consiste en que sólo puede elevarse el nivel de riqueza de alguien en la medida en que mejore la condición social de su prójimo.

Obviamente, existe otro modo de mejorar la riqueza individual que no consta en la satisfacción de las necesidades de los consumidores, que consiste en la expoliación de nuestro prójimo y se lleva a cabo en regímenes donde el mercado está intervenido. Sin embargo, más allá de la inferioridad ética del mecanismo violento sustentado en la envidia, por el cual el Estado le quita a un individuo el fruto de su trabajo para dárselo a otro (como si hubiera individuos de primera y de segunda) aludiendo a la justicia social, a la postre el procedimiento genera mayor desigualdad.

Dentro de esta lógica, la redistribución del ingreso significa que el Gobierno coactivamente vuelve a distribuir lo que ya distribuyó el mercado de acuerdo con la eficiencia de cada cual para atender la correspondiente demanda. En este sentido, uno de los procedimientos para lograr la redistribución del ingreso es la instauración de impuestos progresivos, lo que implica que la alícuota está en progresión con el monto imponible. Habitualmente, a medida que los impuestos aumentan, tiende a ser mayor la proporción que se destina al consumo respecto al ahorro, lo que hace que el impuesto progresivo afecte progresivamente de modo negativo al proceso de acumulación de capital. En este sentido, un impuesto progresivo es un castigo progresivo a la eficiencia, puesto que cuanto mejor sirve un individuo a sus semejantes, más que proporcional será el castigo fiscal que sufrirá.

El consumidor, acorde con la capacidad que demuestra cada individuo y empresa para satisfacer sus necesidades, determina sus compras y con ello establece ganancias, pérdidas, ingresos y niveles de riqueza. Pero cuando interviene el Estado en determinar un gravamen progresivo, las posiciones de riquezas relativas quedan alteradas. Alteradas artificialmente por el Gobierno, que provoca así una mala asignación del capital.

Finalmente, el impuesto progresivo constituye un privilegio para los relativamente más ricos, puesto que obstaculiza el ascenso en la pirámide de riqueza y produce un sistema de inmovilidad y rigidez social. Además, el impuesto progresivo, al afectar la capitalización, recae especialmente sobre los trabajadores marginales, debido a que se obstaculiza el aumento de sus salarios, lo que hace que el impuesto progresivo tienda a ser regresivo. En definitiva, tal como ocurre siempre, la intervención del Estado en la economía provoca que los resultados alcanzados sean opuestos a los buscados. En este caso, la búsqueda de una mayor igualdad con movilidad social ascendente termina conduciendo a una mayor desigualdad, con una perpetuación de la estructura inicial, esto es, en el sistema de impuestos progresivos "perfecto", no sólo implica la consagración de la envidia, sino que además ello asegura que quien haya nacido pobre muera pobre.

 

@JMilei

 

El autor es economista jefe de Fundación Acordar.