Intentar una reconciliación

Por Martín Balza

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En 1933, el mundo accedió impertérrito al ascenso al poder—por la vía legal— del "cabo austríaco" Adolf Hitler. Un hombre sin títulos, no mejor que cualquier otro, un alemán medio en el país más culto de Europa. Según Jean Guitton, "da la impresión de que todo lo domina sobre política y es él quien lo ha descubierto. El yo domina todo. El yo estalla y ese yo es yo y eres tú. Es el hombre masa, el alemán desconocido, el soldado desconocido resucitado". Al asumir, Hitler dijo: "Dejadme a Alemania por doce años y después de ese lapso ninguno de vosotros la reconoceréis". Y cumplió estrictamente su promesa: en 1945, la dejó devastada, en cenizas, y con una secuela de horrendos crímenes de lesa humanidad y un emblemático genocidio. Sin embargo, la voluntad de un pueblo logró que, también en doce años, apreciáramos el resurgimiento de nuevas instituciones republicanas y fuerzas armadas respetuosas de las mismas y de los derechos humanos.

En 1957, la Bundeswehr remplazó a la Wehrmatch creada por el régimen hitleriano. Uno de sus mentores—que le dio el nombre— fue el parlamentario Hasso von Manteuffel (Partido Democrático Liberal), ex general del ejército nazi y prisionero de guerra de los aliados hasta 1947. En ella no se aceptaron a los militares que el 20 de julio de 1944 habían participado en el fallido atentado para asesinar a Hitler, pues ponderaron que el asesinato político era reprochable y no compatible con el honor de un soldado.

En nuestro país, a partir del 16 de junio de 1955 se militarizó la lucha política, se generó una metodología cuasi criminal que alcanzaría su clímax en los años 70, y los objetivos terroristas y del terrorismo de Estado no serían solo materiales, sino que "el castigo" alcanzó a la propia inocente población. Bandas armadas irregulares y sectores de las Fuerzas Armadas —ajenos al sentir real del pueblo—olvidaron que cuando se mata sin heroísmo nada se glorifica, se desciende a ser solo asesinos. No se defiende al pueblo ni a las instituciones republicanas matando inocentes. La impunidad reinante entonces contribuyó a lo que Hanna Arendt calificó como la "banalización del mal". Matar en nombre de Dios es una blasfemia.

Como en todos los golpes de Estado cívico-militares del siglo XX, existió la incitación ideológica de sectores políticos, empresariales, judiciales, corporativos, sindicales, periodísticos y culturales. Gran parte de la sociedad había perdido o marginado el real sentido de la juridicidad. Pero, como militares, nunca debimos hacernos cómplices y convertirnos en un brazo armado al servicio de espurios intereses económicos; peor aún: en un autoritario partido militar al servicio de ilegítimos y hasta criminales procederes en el ejercicio de un gobierno de facto.

No es justificable aceptar que se hizo para evitar que mesiánicos grupos terroristas, buscando también usurpar el poder, recurrieran a una demencial y sanguinaria metodología. La respuesta —aún la de un gobierno de facto— no debió apartarse del monopolio legal de la violencia y recurrir al quebrantamiento masivo de los derechos humanos. No respetó tampoco los Convenios de Ginebra que nuestro país había firmado el 12 de agosto de 1949. Allí se establece que en los conflictos aún los miembros de las organizaciones armadas irregulares conservan sus derechos "ya que son inherentes al ser humano y por lo tanto irrevocables". Nadie puede —obrando de buena fe— enorgullecerse de un pasado sangriento.

Reconciliación no significa impunidad
Todo lo expresado impone, al margen de los avances judiciales, una esperada y necesaria reconciliación —que jamás debe entenderse como impunidad— desechando el odio, el rencor y la venganza. La reconciliación conlleva el restablecimiento de relaciones entre personas o grupos. Por cierto, no es fácil de lograr y exige, incontrovertiblemente, superar ingentes dificultades. Ello no se ha dado aún en nuestro país como consecuencia de un profundo maniqueísmo, que llevó, en su momento, a concebir una verdadera heresiología laica y castrense que deformó los valores, con la influencia y anuencia de sectores civiles. Lamentablemente, en los tiempos que corren, asistimos a pseudodebates dominados por la intolerancia, la agresividad, polémicas estériles o consecuentes de flagrantes intereses sectoriales, de los que sólo resulta que a nadie le asiste la razón. En otras palabras, el diálogo respetuoso, y por ello fructífero, está ausente.

La reconciliación no es una simple estrategia; por el contrario, se trata de una profunda y difícil experiencia de sinergia entre víctimas y victimarios. Ello de ninguna manera constituye un regreso al pasado, pero tal vez podría, irrefutablemente, conducirnos a un promisorio futuro.

No es fácil cuando todavía existe una manifiesta y relevante polarización sobre el pasado, o cuando, en escena, aseguran presencia antiguos actores.
Un eventual intento de coadyuvar con la aludida reconciliación, además, como si lo expuesto precedentemente fuera poco, requerirá superar polémicas que mantienen vigencia . Por lo demás, será imprescindible no anclar en prejuicios ideológicos, oportunistas o falsamente partidistas. Caso contrario, las heridas de generaciones anteriores continuarán supurando en las actuales.

Aun hoy tenemos una deuda con la docencia democrática y la sujeción a las instituciones republicanas. Ello se ha logrado en las Fuerzas Armadas. El punto de inflexión fue el 3 de diciembre de 1990. El citado ejemplo de Alemania, obviamente, no guarda estricta relación con lo sucedido en nuestro país, pero salvando las distancias circunstanciales de tiempo, modo, lugar, escenario, actores y consecuencias , nos muestra cómo un pueblo decidido superó el pasado, y que -como nosotros- no hubiera querido haberlo vivido.

Décadas de lastre y frustraciones deben ser definitivamente superadas. Así lo imponen los 33 años de nuestra democracia, imperfecta pero vital, que hemos logrado construir.

Teniente General (RE), jefe del Estado Mayor del Ejército Argentino de 1992 a 1999. Veterano de Malvinas. Fue embajador en Colombia y en Costa Rica

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