Culpable o inocente, la presidente Dilma Rousseff no resultó destituida por razones legales sino por una simple razón política: en toda América del Sur varios populismos se encuentran de salida y su partido y el Partido de los Trabajadores (PT), más sus aliados electorales, se encuentran hoy sin fuerza suficiente para sostenerla. Las acusaciones jurídicas fueron la excusa, la debilidad política, el verdadero motivo que llevó a que la cantidad de seguidores que la apoyaron el día de la votación no fueran suficientes como esperaban.
Buena parte de los legisladores que juzgaron a Dilma se encuentran tanto o más comprometidos que ella en escándalos de corrupción. Por eso, la intención de fondo no es cambiar a Dilma por Michel Temer porque este aparece como un presidente mucho mejor. La verdadera intención es convertir a Dilma en el límite final. Toda la clase política brasileña está seriamente investigada por la Justicia, ya hay varios intocables presos, y los diputados y los senadores pueden estar apostando a que con la salida del PT y Dilma se esfumen otras responsabilidades en el muy extendido sistema de la corrupción brasileña, y que la Justicia apunte para otro lado.
La advertencia para los brasileños cabe también para el resto de los gobiernos sudamericanos, porque es cierto que los populismos de las últimas dos décadas terminaron con altos grados de corrupción y que eso ha servido para que pierdan el apoyo de la gente, pero el fenómeno de la corrupción está más extendido hacia toda la clase política.
Esto tiene una particular relevancia, porque el dato principal de la política brasileña que habremos de observar a partir de ahora mismo será la conducta de los jueces. ¿Considerarán suficiente combate a la corrupción la destitución de Rousseff? ¿O continuarán investigando, sin importar a quién afecten? Si esto último ocurriera, lo más probable es que los mismos legisladores que tan virtuosamente condenaron a Dilma pasen a escandalizarse por el peligro de que la continuidad de las investigaciones ponga en riesgo el sistema institucional del país.
Resulta imposible no comparar la situación de Brasil con la de Venezuela o la de Argentina. Brasil procura mantener —como Paraguay después de deponer al obispo Fernando Lugo— una continuidad constitucional, mientras Nicolás Maduro está conduciendo a su país al borde de una confrontación civil peligrosa o a un gobierno en manos de las Fuerzas Armadas, mucho más peligroso aún.
En el caso de Argentina, hay algunas diferencias esenciales. La corrupción durante el kirchnerismo parece haber envuelto a la dinástica K y a unos cuantos funcionarios de paladar negro, además de gobernadores e intendentes que aprovecharon la oportunidad, mientras que en Brasil el Lava Jato y otros mecanismos involucraron a políticos y legisladores oficialista y no oficialistas.
Una diferencia es que el desplazamiento del populismo en Brasil no supone el reemplazo de Rousseff por gobernantes insospechados de corrupción, mientras en Argentina no se considera a Mauricio Macri y a Cambiemos como partícipes de esos mismos mecanismos. Argentina aparece, entonces, con la ventaja de haber desplazado al populismo y entronizado a gobernantes nuevos, no manchados con el estigma que permanece en Brasil, la corrupción.
En el anterior impeachment brasileño, a Fernando Collor de Melo, los tribunales lo declararon inocente y el tema casi no salió en los diarios fuera de Brasil. Ni Lula da Silva ni Dilma parecen condenados a tanto rechazo como la señora Kirchner y lo más probable es que la misma clase política que los echó del poder con argumentos jurídicos trabaje para que sus futuras tribulaciones judiciales se diluyan con el tiempo, en la medida en que —como pasa con Lugo— permanezcan lo suficientemente débiles como para no aspirar a un regreso al poder.
El autor es responsable del Área Internacional Superintendencia de Riesgo de Trabajo Nacional (SRT).
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