Teatro en la vereda: cuando el público es parte de la obra

Una obra experimental que da vuelta los escenarios, convierte al espectador en espectáculo y al peatón en el actor mismo

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(Foto: Javier Valente)
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La teatralidad -esa característica que da cuenta del vínculo producido entre el espacio teatral, los actores, el público y todo aquello que conduce a que cada función se convierta en única- adquiere ribetes extraordinarios en la obra El carterista, de Gerardo Naumann, que se exhibe en una sala del barrio de Almagro. Pero -atención- no se trata de una sala cualquiera.

Al ingresar, el espectador no se ubica frente a un escenario, sino hacia la vidriera que da a la calle. A su lado, hay operadores con computadoras y todo parece un misterio electrónico antes de comenzar. Cuando el telón se corre, se revela que el escenario es la vereda. Y entonces comienza una experiencia teatral.

El carterista es una forma de la innovación en el campo del teatro, aún cuando se puedan reconocer antecedentes en su disposición geográfica -ya hubo antes obras en las que el público quedaba dentro del espacio teatral mientras el desarrollo dramatúrgico se planteaba afuera.

(Foto: Javier Valente)
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No se trata sólo de la innovación espacial lo que da potencia a esta obra, pero es necesario detenerse un momento en este aspecto. Sobre la calle Guardia Vieja, en Almagro, el público se posa frente a la vereda y ve el transcurrir de los acontecimientos a través de un vidrio. Micrófonos permiten que lleguen los audios de los actores. Sin embargo, hay que remarcar que el público, entonces, se vuelve hacia los transeúntes una escena de disrupción. Si siempre hay gente, chicos, grandes, ancianos, que ocupan la vereda para sus disquisiciones; desde el otro lado de la calle se puede ver esta escena cotidiana con varias filas de personas observándola. El público es parte de la obra.

También los peatones. Los diálogos de El carterista se desarrollan de un modo sistemático, pero por la vereda, que es el escenario, no dejan de pasar peatones que se dirigen quién sabe a dónde. De esa manera, mientras la obra se realiza, nuevos actores todo el tiempo protagonizan escenas que la componen. La interacción no predeterminada entre los transeúntes con la obra misma plantea una situación de "riesgo", pero es el riesgo mismo que la obra busca, y que la hace productiva.

(Foto: Javier Valente)
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Una joven, un niño, una actriz mayor con un pasado en el que protagonizó una obra sobre Juana Azurduy, un francés en bicicleta, un personaje misterioso y extranjero. Todos los personajes se suman a la situación minimalista de la joven que está en la vereda, en la espera de que algo suceda -como el público- y todo pasa. El otro personaje es un Gran Hermano. Una barra electrónica actúa como un personaje textual, sin voz, pero que se expresa como si fuera un actor que, además, tiene el control. De todo.

En cierto momento los actores empujan una Traffic que termina actuando como una pantalla. Allí se proyectan, entonces, imágenes que acompañan la obra. El francés se va, llega a la calle Corrientes y, mediante Skype, transmite en vivo su intervención en otra obra: de pronto, El carterista en el barrio de Almagro roba una parte de lo que sucede en el escenario de una obra en la calle Corrientes.

Así, la obra se convierte en una reflexión sobre la intertextualidad. Esa categoría define las reverberaciones que tiene un hecho artístico en las posteriores representaciones que se puedan hacer sobre él. Se trata de un diálogo. En la obra, varios diálogos se repiten, reinterpretados por otros actores en otros momentos. De ese modo, se comprueba que lo dicho aquí no es, incluso con las mismas palabras, lo dicho allá. O, como decía Heráclito, "nadie se baña dos veces en el mismo río".

(Foto: Javier Valente)
(Foto: Javier Valente)

Infobae presenció desde adentro y desde afuera la obra, pudo comprobar los efectos en el público que se postula como espectador y como espectáculo (para quien los descubra desde la vereda o desde la vereda de enfrente), la intervención electrónica de una máquina que todo lo sabe y que a todo destina, como si fuera una representación de Google y todas sus aplicaciones -que la vuelven un personaje de la vida cotidiana-, las personas que pasan por la vereda, las que se niegan a pasar, la sorpresa.

El carterista no es solamente una reflexión sobre la intertextualidad y los modos de relacionarse con la repetición o la falta de una canonizada "originalidad", sino que, para quien se atreva a verla, se convierte en una experiencia. La teatralidad se lleva a un extremo de riesgo y el espectador no asiste solo a un guión determinado para ciertos personajes, sino que se topa con peatones que le dan al guión vida nueva. Mientras el público se convierte también en el paisaje dramatúrgico del barrio de Almagro. Se trata de una gran obra. Que hay que ver. Es decir, experimentar.

* El carterista, de Gerardo Naumann, está los sábados a las 19:30 y 22 horas en el Elefante Club de Teatro, Guardia Vieja 4257. Localidades: 200 pesos.

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