Escritura en movimiento: el lector como transeúnte

Por Sylvia Molloy

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Infobae reproduce un fragmento de la conferencia inaugural que la gran crítica argentina dio en el FILBA de Bariloche. Sarmiento, los viajes y la problemática de género, los temas.

Silvia Molloy
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Los relatos de viaje contemporáneos, habitualmente compactos, acelerados, difieren notablemente de aquellos viajes de instrucción del siglo diecinueve o incluso de algunos viajes de ocio del siglo veinte que cuentan con un lector que "está ahí", compartiendo apaciblemente la mirada del autor viajero. Esto no significa que estas formas hayan desaparecido, pero más y más el relato de viaje deja de ser paseo ilustrado para volverse desafío de lectura: descoloca a su lector, lo perturba, lo mueve, en más de un sentido. Lo hace pensar, intenta implicarlo como testigo de un mundo muy otro. No se le pide al lector que, como se solía decir, "viaje junto al autor y vea a través de sus ojos"; se le pide en cambio que reflexione, que contradiga, que se haga preguntas, incluso que quede insatisfecho.

Para hablar de estos viajes modernos elijo, paradójicamente, un texto del 19, los Viajes de Sarmiento, libro al comienzo del cual hay un incidente que siempre me ha intrigado. En 1845 Sarmiento emprende un viaje desde Chile, donde se ha exiliado, rumbo a Europa. El viaje de Sarmiento se anuncia como viaje ilustrado, de instrucción personal, viaje civilizador, semejante en ese sentido a la ejemplar Educación de Henry Adams de su vecino del norte: viaje en el que el educando americano se ilustra en Europa a la vez que, como representante de "estas tierras lejanas", educa a Europa sobre su región. El viaje aquí no es solo beneficio personal sino también educación para los lectores para quienes escribe, argentinos y chilenos a quienes vuelve viajeros a través de la lectura y, como él, transeúntes culturales.

El viaje aquí no es solo beneficio personal sino también educación para los lectores para quienes escribe

Viajes se inicia con un prólogo en el que Sarmiento, con alguna impaciencia, discute el género de su texto y reclama para su escritura una veracidad y una utilidad patriótica que mal acomodan, dice, "las ficciones de la fantasía": escribir es hacer nación, no divertirse. Y sin embargo es por una de esas diversiones – y entiendo el término literalmente, como un desvío- que comienza su viaje. Oleajes violentos, muerte de un marinero, y un "porfiado viento" retrasan el progreso de la nave Enriqueta, sacándola de su curso y desviándola hacia el archipiélago de Juan Fernández, concretamente hacia una de sus islas, Más-a-fuera, donde el viaje se interrumpe durante cuatro días hasta que vuelvan los vientos. Los viajeros deciden acercarse en botes y pasar el día en tierra pero, calculando mal las distancias, llegan a la isla al crepúsculo. El paseo se torna aventura insólita, "suministrándonos sensaciones para las que no estábamos apercibidos". Gritos humanos, acaso de "desertores de buques u otros individuos sospechosos" revelan a los viajeros que no sólo perros o cerdos salvajes pueblan la isla. Cuatro norteamericanos, cuatro "proscritos de la sociedad humana" –la expresión es reveladora – reciben a los viajeros con gozo, pues hace más de dos años que no hablan con nadie.

El paseo se torna aventura insólita

Encantado con este encuentro que confirma, con creces, su lectura del Robinson Crusoe (a pesar de que, como apunta Javier Fernández, Sarmiento se equivoca de isla: la del personaje de Defoe era Más-a-Tierra y no Más-a-Fuera), Sarmiento describe esta pequeña comunidad idílica con lujo de detalle. Participa en las actividades de "aquella pastoral", narra comidas y varoniles cacerías compartidas con los cuatro náufragos, se confiesa chambón en comparación con los otros (él es hombre de letras, no de armas) y alaba la sabia productividad de esta cofradía, contrapartida utópica que, como buen lector de Fourier, Sarmiento opone a la desordenada sociedad argentina de la cual ha sido exiliado.

Los cuatro habitantes de la isla, anota Sarmiento, "viven felices para su condición". Pero inmediatamente añade un comentario que cuestiona lo que acaba de afirmar: "Para que aquella incompleta sociedad no desmintiese la fragilidad humana, estaba dividida entre sí por feudos domésticos, cuya causa no quisimos conocer, tal fue la pena que nos causó ver a estos infelices separados del resto de los hombres, habitando dos cabañas a seis pasos la una de la otra, y sin embargo ¡malqueriéndose y enemistados! Está visto: la discordia es una condición de nuestra existencia, aunque no haya gobierno ni mujeres". Curioso comentario: Sarmiento, normalmente tan locuaz, tan deseoso de conocer todas las causas, tan afecto a exigir explicaciones cuando no a inventarlas, en una palabra, tan preguntón, en este caso se abstiene de indagar, de interpretar, guarda silencio: "cuya causa no quisimos conocer".

Este llamativo silencio encuentra su contrapartida en la notable locuacidad de uno de los miembros de esta pequeña comunidad, locuacidad que irrita a Sarmiento: "A propósito de preguntas, este Williams nos explotó a su salvo desde el momento de nuestro arribo hasta que nos despedimos. (…) Williams (…) se apoderó de nosotros y se lo habló todo, no diré ya con la locuacidad voluble de una mujer, lo que no es siempre bien dicho, pues hay algunas que saben callar, sino más bien con la petulancia de un peluquero francés que conoce el arte y lo practica en artiste". El episodio concluye con la partida de Sarmiento y los suyos. Sólo uno de los hombres, un joven de dieciocho años, solicita la extradición y opta regresar con ellos; los otros tres, de nuevo sin que se sepa por qué -o acaso sin que se quiera saber por qué- eligen quedarse.

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Resumo este notable incidente. Hay cuatro hombres en la isla que viven en dos cabañas en una economía doméstica echada a perder por la discordia. La discordia, según Sarmiento, es cosa de gobiernos o de mujeres, pero aquí no hay gobierno y sobre todo no hay mujeres: hay hombres. La situación parece inspirarle a Sarmiento una única reacción posible: el no preguntar ni sobre el arreglo doméstico ni sobre la causa de esa discordia, el no querer conocer. Pero uno de esos hombres es particularmente irritante porque no respeta el silencio, habla demasiado, como una mujer. O mejor (para no hablar mal de las mujeres, dice Sarmiento), como un peluquero francés "artístico". La línea entre el silencio (del observador) y la volubilidad (del observado) se ve cruzada, cuestionada, por algo: ese algo es, precisamente, lo que no se quiere conocer (conocer la causa de la discordia conlleva el riesgo de conocer la norma de concordia vigente) y ese algo se manifiesta, con insistencia, a través del género (aquí no literario sino sexual). Esa manifestación a través del género excede el binarismo -la discordia es de mujeres pero aquí no hay mujeres; Williams habla tanto que parece una mujer pero no es una mujer- para culminar en una representación caricatural: el peluquero francés afectado, cifra abyecta de lo otro, de un afeminamiento que tampoco se quiere conocer pero se intuye (¿o se teme?) suficientemente para ridiculizarlo.

La discordia, según Sarmiento, es cosa de gobiernos o de mujeres,

¿Por qué me detengo en este incidente que de algún modo funciona como prefacio a los Viajes? Porque me parece emblemático de un tipo de lectura, no infrecuente en la época e incluso vigente hoy, que se empeña en "no querer conocer" planteos de género, sobre todo cuando vuelven reconocibles sexualidades que hacen entrar en crisis representaciones convencionales; un tipo de lectura que consistentemente desplaza el debate sobre el género, su representación y sus muchas variantes al más afuera de los proyectos de cultura nacional. Que ese más afuera no es considerado útil para la reflexión nacional queda confirmado en otra carta de estos Viajes, donde un Sarmiento iracundo le observa a su mentor Antonio Aberastáin que nada lo autoriza a "decirme que mi carta sobre la Isla de Más-a-Fuera no vale gran cosa y que en adelante escriba sobre cosas útiles, prácticas, aplicables a la América". Sarmiento intuye que la carta algo tiene de útil, pese a la rareza del episodio, de ahí su protesta a Aberastáin; pero no sabe bien qué.

Después de este incidente de Juan Fernández, el relato vuelve a la vía recta del viaje latinoamericano a Europa, un viaje sin desvíos de itinerario ni divergencias de género; un viaje por cierto lleno de "cosas útiles, prácticas, aplicables a la América". El más afuera aberrante ha quedado atrás; pero no por ello ha desaparecido; persiste en el texto fantasmáticamente, como clave de otra lectura que Sarmiento intuye pero cuyo momento no ha llegado y que él mismo no sabe cómo practicar. Me parece loable que Sarmiento, acaso sin plena conciencia de lo que estaba haciendo, haya conservado ese pasaje, provocadoramente fecundo, dejando constancia de su desconcierto. No sólo eso: que haya elegido ese incidente, como resto molesto del viaje, para encabezar su libro y sacudir al lector como no suelen hacerlo, en general, las narrativas de viaje de la época: mover al lector de un lugar seguro, apuntalado por ideas recibidas, e impulsarlo hacia el más afuera de la lectura.

 

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