Cuando un puñado de "corajudos" le abrió a nuestra nación las puertas del mundo

El actual presidente de la Academia Nacional de la Historia y dos de sus antecesores trazan un cuadro de la situación en 1816 que resalta el carácter único del acontecimiento que marcó el inicio de nuestra vida independiente

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En esta nota y en el video que la acompaña, se presentan fragmentos de las ponencias de Roberto Cortés Conde, presidente de la Academia Nacional de la Historia, y sus colegas Miguel Ángel De Marco y Eduardo Martiré en el panel sobre el Bicentenario de la Independencia que se realizó en el Instituto de Cultura del Centro Universitario de Estudios (Cudes).

 

Abogado (UBA), profesor visitante en las universidades de Harvard y Chicago, autor de La economía política de la Argentina en el siglo XX y La historia económica mundial: desde el medioevo hasta los tiempos contemporáneos, entre otros títulos, Roberto Cortés Conde preside la Academia Nacional de la Historia:

"La declaración de la independencia por el Congreso de Tucumán en 1816 es uno de los hechos fundacionales de esta Nación Argentina. Al conmemorarlo, hay que ir más allá de los aspectos formales y apuntar a aquellos aspectos que fueron una parte de un proceso continuo de lo que es la formación de la nación argentina, las dificultades, los problemas tremendos que hubo que afrontar para construirla.

La conmemoración debe ser un compromiso permanente por mantener los principios y los valores por los que ellos lucharon. La historia ayuda a entender en qué marco se produce y qué es lo que se buscaba con la declaración del 9 de julio. No solo se trataba de independizarse de España y de toda otra nación extranjera; se trataba de la construcción de un nuevo régimen político. Y esto fue traumático.

Hoy día pareciera, visto desde tan lejos, que todo debía ser así. Pero pudo no haber sido si no fuera por la contribución de esos hombres que lucharon entonces, antes y después por esta Nación Argentina. Y aquí hay que recordar no solo a los hombres del Congreso de Tucumán sino a los que lucharon antes y lo hicieron posible. A Güemes, que defendió la frontera del Norte; a Belgrano y los tucumanos, que en septiembre de 1812 detuvieron la invasión realista; a la escuadra Argentina, que en el barrio del Buceo apoyó a las fuerzas que sitiaban Montevideo. Las revoluciones independentistas venían cayendo: habían perdido los chilenos en Rancagua, Bolívar estaba exiliado en Jamaica, el ejército del Norte había sido derrotado en Sipe Sipe. En ese ambiente tan desfavorable tuvieron la valentía de declararse independientes de España.

Mientras los sucesos nacionales de Mayo de 1810 se producen en medio de una ola revolucionaria en el mundo, después de la derrota de Napoleón lo que viene es una tendencia restauradora que impone nuevamente a Fernando VII como rey absoluto. En ese mismo momento, todas las potencias de la Santa Alianza están dispuestas a terminar con cualquier intento de desafío a los principios legitimistas.

En esa situación internacional tan desfavorable, los hombres del Congreso de Tucumán, apoyados por San Martin en Cuyo –que está organizando un ejército para su proyecto de liberación americana–, por Belgrano, por Pueyrredón después, deciden en definitiva jugarse frente a todas las potencias mayores del mundo.

Con eso se continúa el proceso de constitución de un nuevo orden político: el de la democracia representativa en donde la soberanía proviene del pueblo. Y donde el individuo cede los derechos que tiene sobre sí mismo a un gobierno. Pero a un gobierno con poderes limitados porque existe, y va a existir, una división y un equilibrio de poderes.

Ese es el pacto de convivencia de la democracia republicana que fue haciéndose con tropiezos, con marchas y contramarchas, pero que finalmente se consolida con lo que fue el principio básico de nuestra Constitución Nacional que es un orden político de democracia representativa.

Eso todavía hoy es una lucha permanente en esta sociedad, en esta Argentina nuestra, y es algo a lo cual debemos comprometernos cada vez que recordamos a quienes sacrificando su vida decidieron declarar la independencia. Creo que se lo debemos a ellos y lo mejor que podemos hacer para celebrarlo es recordar los principios y los valores que tuvieron al hacerlo".

Capitán de Fragata (RE) y doctor en Historia, Miguel Ángel De Marco presidió durante tres períodos la Academia Nacional de la Historia. Es autor, entre otros textos, de Bartolomé Mitre, su biografía; La patria, los hombres y el coraje: La guerra del Paraguay; Corsarios argentinos: héroes del mar en la Independencia y la Guerra del Brasil; Belgrano: artífice de la nación, soldado de la libertad; San Martin: general victorioso, padre de las naciones, entre otros, y tiene en preparación una biografía de Domingo Faustino Sarmiento:

"Cuatro años después de los sucesos de Mayo de 1810, la situación de los insurgentes del Río de la Plata era dramática. Si bien se había producido la capitulación en Montevideo, y con ello la toma de un punto estratégico clave, el anuncio de la próxima partida de una gran expedición militar desde España para sofocar todo intento de independencia tenía en vilo al Directorio y a la Asamblea General Constituyente. Las cosas no estaban mejor ni en el Alto Perú ni en Chile. Parecía que la gigantesca tenaza de la opresión iba a cerrarse en poco tiempo de manera inexorable y que los partidarios de la revolución serían pasados por el filo de las bayonetas hispanas.

En esa situación se decidió mandar una misión a Europa constituida por Bernardino Rivadavia y Manuel Belgrano con el fin de explorar la postura de Gran Bretaña y en general de las cortes del Viejo Mundo acerca de la situación en el Plata. A Rivadavia se le ordenó, en instrucciones secretas que no debía dar a conocer a su compañero, que, previa reverente suplica a Fernando VII para que fuera benévolo con sus desgraciados súbditos, hiciera ver que 'las miras del gobierno, sea cual fuese la situación de España, solo tiene por objeto la independencia política de este continente o a lo menos la libertad civil de estas provincias'. En otras palabras, si no era posible la plena emancipación todos los cargos de importancia debían quedar en manos de los criollos.

Rivadavia y Belgrano zarparon del Río de la Plata en septiembre de 1814. Ocho meses después llegaron a Londres, donde se enteraron del regreso de Napoleón a Francia y de su entrada a París el 20 de marzo tras ser rescatado de su exilio en la isla de Elba. También supieron de la reunión del Congreso de Viena en el que las potencias europeas arbitraron los medios destinados a sacar para siempre de la escena europea al emperador de los franceses.

Contra lo que esperaban, los enviados no lograron ser recibidos por las autoridades inglesas

Belgrano señaló más tarde en su informe: 'Yo vi que no había más que una iniciativa sin carácter de formalidad alguna'. Y agregaba que la cuestión no era tan sencilla pero que pese a todo no creyeron que el proyecto pudiera ser desechado de plano. Contemplaron nuevamente la situación de las Provincias Unidas frente a la amenaza de la expedición de Morillo, la frialdad de Inglaterra y aún de los Estados Unidos al respecto y las ventajas que el proyecto podía reportar. Y en vista de todo lo analizado, dice Belgrano, resolvieron entrar en el proyecto.

De ahí salieron los documentos para proseguir la negociación con Carlos IV. Las instrucciones decían que, en caso de que el borbón manifestase vacilaciones o deseos de alterar el plan propuesto, se autorizaba a emplear cuantos recursos fuesen posibles para su ejecución. El ex monarca debía estar convencido de que no había recelos ya que la desmembración era inevitable y que era imposible la reconquista de América sublevada. Todo ese empeño en ese sentido, debían insistir, sería inútil. El temperamento que se proponía solo podía ofrecer ventajas para los países a quienes interesaba. Así se pondría fin a la guerra, se salvaría la dignidad de la Corona y se daría un testimonio: 'La lealtad del hemisferio y del humano y paternal designio de don Carlos en adoptar la única medida que podía salvar a los pueblos de las calamidades de la anarquía'.

Pero se produjo un acontecimiento que influyó en forma profunda y negativa en las negociaciones: la batalla de Waterloo el 18 de junio de 1815, que al terminar para siempre con la presencia napoleónica en Europa robusteció la alianza de los reyes y defraudó las esperanzas que había despertado el regreso del emperador de la isla de Elba.

Belgrano partió rumbo al Río de la Plata el 15 de noviembre de 1815 despidiéndose para siempre de su antiguo amigo Rivadavia. A poco de llegar a Buenos Aires, aceptó el mando del Ejército del Norte, dio a conocer los resultados de su misión europea al Congreso de Tucumán, influyó en la declaración de la independencia y participó en aquel solemne pronunciamiento el 9 de julio de 1816".

El abogado Eduardo Martiré es profesor de las universidades de Buenos Aires, del Museo Social Argentino y Austral. Director y miembro fundador de la Escuela de Historia de la UCA, presidió la Academia Nacional de la Historia y es autor de 1808, la clave de la emancipación hispanoamericana y Fernando VII y la América revolucionaria, entre otros títulos.

"Como decía San Martín: ánimo, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas. Eso es lo que les decía a los congresales, a los miembros del Congreso de Tucumán en 1816 animándolos a declarar la independencia.

Y verdaderamente que necesitaban mucho coraje, mucho coraje para empeñarse en semejante tarea. En la situación por la que se encontraba en ese momento el país y el mundo no podía ser peor.

No todas las provincias acudían al Congreso. Se había perdido el Paraguay; avanzaban sobre el Alto Perú las fuerzas del Virrey de Lima: en la otra banda, Artigas agrupaba a un número de provincias, todas las del Litoral. Así un puñado de hombres muy valientes, con mucho coraje, 33 corajudos, se reunieron en Tucumán para abrir las puertas del mundo a nuestra Nación Argentina que hasta entonces no se había animado a hacerlo.

Los revolucionarios de Mayo tenían fundamentos teóricos abundantes para fundar una revolución. Allí estaban las teorías de Rousseau y de Montesquieu. No faltaban argumentos para fundar una revolución. El rey de España era un tirano y había tiranizado a sus dominios americanos convirtiéndolos en colonias. Ya no eran más reinos como los habían considerado hasta entonces los Austrias. Ya no se las gobernaba con la tolerancia y el disimulo, ahora se las gobernaban con la severa obligación de atender a la ley que no era más que la voluntad del rey.

Con el regreso del soberano ya no era posible continuar esgrimiendo la doctrina revolucionaria según la cual América podía desconocer la autoridad de España y admitir la real. Debía ahora definirse aunque en ello fuera la vida. Inglaterra se había aliado con Fernando contra Napoleón. La carta del 15 de julio de 1814 de lord Stafford a Posadas terminaba diciendo, para que no se dudara dónde se iba a poner la nación inglesa, que 'no existe sombra de justificación alguna para que esas provincias se resistan a la obediencia'.

Cuán afligentes debían ser las tribulaciones de nuestros congresistas de Tucumán cuando debían afrontar ahora sí todo el odio y el resentimiento del amado rey del que se habían separado cuando habían de decidir la única solución que se les presentaba, declarar a la faz del mundo una independencia que tenía que ser absoluta. Una independencia que tanta sangre había aún de costarle para alcanzarla.

Pero la resolución, para los congresales de 1816, no admitía un paso atrás. La suerte estaba jugada. La vida, la honra y la hacienda de ellos reunidos allí, de estos revolucionarios y de los de 1810, se definía en esos momentos. Se los había dicho muy claramente San Martín: '¿Hasta cuándo esperamos declarar nuestra independencia? Acuñar moneda, tener pabellón y cucarda nacional y por último hacer la guerra al gobierno de quien el día se cree dependemos. ¿Qué nos falta más para decidirlo? Por otra parte, ¿qué relaciones podemos emprender cuando estamos a pupilo y los enemigos, con mucha razón, nos tratan de insurgentes, pues nos seguimos declarando vasallos?'.

El 9 de julio de 1816, hace 200 años, se reunieron los congresales y por decisión unánime expresaron, según se lee en el acta redactada por el diputado secretario Serrano: 'Declaramos solemnemente a la faz de la tierra que es voluntad unánime e indubitable de estas provincias romper los violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España. Recuperar los derechos de que fueron despojados e investirse del alto carácter de nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli. Todas las provincias y cada una de ellas así lo publican, declaran y ratifican. Comprometiéndose por nuestro medio al cumplimiento y sostén de esta voluntad bajo el seguro y garantía de sus vidas, haberes y fama'".

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