Diálogo interreligioso: ¿herramienta ética o simulacro complaciente?

El desafío de construir convivencia no radica en ocultar tensiones, sino en afrontar los desafíos éticos desde la verdad y la responsabilidad, como condición indispensable para una paz duradera

Las democracias contemporáneas suelen excluir a las religiones de la deliberación pública, pero las convoca para legitimar causas; las acusa de encender guerras, aunque las invoca para resolver conflictos; las señala como divisivas, pero recurre a ellas como fuente de cohesión social. Esta ambivalencia revela su instrumentación y obliga a una pregunta incómoda: ¿qué diálogo interreligioso contribuye realmente a la paz y cuál es funcional a manipulaciones o autopromocional?

El diálogo interreligioso no son encuentros conmemorativos ni protocolares, sino generadores de sentido ético lo cual exige abandonar comodidades, superficialidades y discursos complacientes. No puede fundarse en la elusión del conflicto, sino en la responsabilidad de una vocación transformadora. No se justifica por su simbolismo, sino por sus frutos verificables. Allí, la verdad, es su condición de posibilidad y no una estrategia comunicacional, porque es fidelidad a Dios y está por encima de conveniencias políticas o institucionales.

Esta exigencia de verdad presupone un realismo que el diálogo interreligioso suele evitar refugiándose en cordialidades, exhortaciones genéricas, formalidades y comunicados de rigor; todo muy estético, pero éticamente ineficaz. La historia muestra que la paz no se produce apelando a buenismos, interpretaciones idealizadas del ser humano o de las doctrinas religiosas, sino con medidas concretas que inciden en la interpretación, transmisión y manipulación de esas tradiciones.

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La tradición bíblica es inequívoca, no hay paz sin justicia ni justicia sin verdad. Zacarías lo afirma con claridad (8:16) y los Salmos lo confirman (85:11–12). Toda paz que renuncia a la verdad es apenas una tregua moralmente vacía. Ezequiel advierte que Dios demandará a quien ve venir la espada y no alerta al pueblo (33:6), y el Talmud establece que quien puede impedir una injusticia y calla es corresponsable (Shabat 54b). Jeremías denuncia la falsa paz que oculta la herida en lugar de sanarla (6:14), y el Talmud confirma que esa armonía simulada es más peligrosa que el conflicto abierto porque desarma la vigilancia moral (Sanedrín 6b). Incluso desde la secularidad, callar ante la injusticia constituye una forma de complicidad moral.

Una falacia para desmontar es la “mayoría pacífica”, pretendiendo acotar el problema a marginales. Fue irrelevante la existencia de una mayoría pacífica de alemanes para impedir el nazismo; de rusos frente al estalinismo; de chinos ante las masacres de Mao; o de japoneses frente a los crímenes en el sudeste asiático. La historia enseña que la moral se mide por la capacidad efectiva de frenar el mal, y ello exige que las mayorías pacíficas se traduzcan en responsabilidad activa para que no resulten moralmente irrelevantes.

Así, la apelación a la mayoría pacífica de musulmanes pierde fuerza ética cuando no logra deslegitimar y extirpar a minorías radicalizadas que perpetran en nombre del islam, atentados terroristas en distintos continentes como los cometidos contra AMIA y Embajada de Israel, el 11S, Madrid, Londres, París, Bruselas, Bombay, Niza, Manchester, Barcelona, Cambrils, Sri Lanka, Kabul, Israel el 7/10, recientemente Sydney, entre otros.

Nombrar este flagelo, el terrorismo islamista, no es estigmatizar una religión sino asumir una responsabilidad moral frente a la realidad. Distinguir islam de islamismo es conceptual y ético. Impide demonizar a creyentes pacíficos, pero obliga a reconocer la lectura religiosa que los terroristas y ciertos estados teocráticos invocan en sus crímenes. Y ello exige más que mencionar principios abstractos del islam que contradicen su accionar, crear mecanismos internos efectivos para frenar estas prácticas.

Sin embargo, en muchos espacios interreligiosos la verdad fue sustituida por la corrección política y la elusión ceremonial. El resultado es una ficción moral confundiendo gesto con compromiso, palabra con acción y encuentro con transformación. La sinceridad no implica ofensa, porque lo que erosiona la convivencia no es la verdad expresada respetuosamente, sino la hipocresía que disfraza la injusticia de cordialidad.

Las religiones no necesitan apologías ni simpatías, sino autocrítica para no perder conciencia moral ni convertirse en ideologías. Su fuerza no radica en disimular conflictos, sino en enfrentarlos con verdad. Los profetas no buscaron simulaciones ni aplausos, sino fidelidad. Del mismo modo, el clérigo y el académico honestos deben interpelar al poder, especialmente al propio, y no servirlo abdicando de su misión.

Cada tradición religiosa posee zonas incómodas donde la verdad duele, pero permite un diálogo maduro.

En el judaísmo, el sobre empoderamiento de algunas organizaciones suele desplazar el liderazgo basado en mérito, sabiduría y responsabilidad por roles burocráticos falazmente representativos, empobreciendo la calidad dirigencial y afectando al colectivo. La Ley exige dirigentes sabios, probos y experimentados (Deuteronomio 1:13), prohibiendo hacer de la Torá un instrumento para propio beneficio y exaltación (Avot 4:5).

El cristianismo institucional suele recurrir a un lenguaje diplomático ambiguo e inconsistente, sin sujetos ni destinatarios claros, eludiendo nombrar a los verdugos de sus comunidades perseguidas y masacradas en África y Asia, reduciendo el fenómeno a “conflicto social”, diluyendo así responsabilidades. Su reserva moral obliga a iluminar, no a encubrir (Mateo 5:15).

En el islam, diversos líderes, aun repudiando la violencia, evitan responsabilizarse e incluso referirse a la dimensión religiosa que los propios terroristas reivindican. Su evasión permite que el nombre de Dios y su fe queden capturados por quienes los profanan, cuando el Corán prohíbe ocultar la verdad o mezclarla con falsedad (2:42).

Estas observaciones no constituyen acusaciones, sino actos de honestidad necesarios para obrar con la misma integridad con la que se ora. La autocrítica no debilita las religiones, las dignifica. Ninguna tradición se engrandece ocultando sus sombras; todas crecen cuando las reconocen y actúan en consecuencia.

Sostener esta sinceridad implica costos, porque la verdad genera resistencias, especialmente entre quienes prefieren la comodidad a la ética. La experiencia demuestra que la paz no se logra con eufemismos, sino con acciones concretas que contengan la enemistad antes de traducirse en violencia.

Durante años, junto a clérigos académicos de distintas confesiones, hemos producido documentos que derivaron en políticas públicas verificables. Declaraciones sobre principio y final de vida; Protección de personas ancianas; Protocolos de triage y asignación de recursos vitales; Proyectos de algorética, identidad religiosa en adopciones, objeción institucional y directivas anticipadas, entre otros. Estas experiencias muestran que el diálogo interreligioso puede ser una herramienta real cuando abandona la frivolidad y asume responsabilidad histórica.

Argentina ha construido una convivencia interreligiosa más sociológica que teológica. Su estabilidad no se explica por acuerdos, sino porque las religiones se subordinaron al Estado de Derecho y la diversidad religiosa y demográfica no derivó en sometimientos, disputas de poder ni del espacio público. Sin embargo, esta convivencia no está garantizada, porque no somos inmunes a inmigraciones descontroladas, nacionalismos religiosos, colonialismos ideológicos ni a discursos de odio. Por eso, se exige formación, liderazgo ético y coraje para decir la verdad cuando incómoda.

La función del diálogo interreligioso es asumir responsabilidad moral frente a la realidad y producir transformaciones. Cuando las religiones callan para no incomodar preservando ficciones convenientes, abdican de su autoridad ética convirtiéndose en cómplices pasivos de la injusticia. No se trata de evitar tensiones, sino de practicar justicia mediante una verdad que no humilla, pero tampoco disimula. Porque el diálogo que evita la verdad no construye paz, administra silencios.

Esta convicción guía mi trabajo, donde la verdad es acto religioso, el diálogo productivo es servicio público con responsabilidad verificable, y la paz no es ausencia de conflicto, sino presencia de justicia. Todo lo demás, cordialidad sin verdad, consenso sin justicia y neutralidad sin coraje moral, no es diálogo, es simulacro.

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