La reconciliación frustrada

En 1953, la violencia se había apoderado del proceso político argentino. Se profundizaría con el conflicto con la Iglesia, que a su vez constituiría en la antesala de la caída del gobierno peronista en 1955

Compartir
Compartir articulo
Federico Pinedo y Juan Perón

Corrían los primeros días de junio de 1953 cuando el gobierno del general Juan Perón dio a conocer el llamado a la pacificación nacional lanzado desde la cárcel por el ex ministro Federico Pinedo.

Desde prisión, meses antes, Pinedo había escrito una carta al ministro del Interior Angel Borlenghi reconociendo que el peronismo había triunfado en toda la línea, “pues no tiene enfrente enemigo organizado alguno” y había sostenido que “...lo más oportuno y útil sea que cada uno reserve para si sus opiniones (...) si más urgente es crear un silencio en bien del país”.

Escribió Pinedo: “Es necesario salir del estado de discordia social. Hay mil formas de hacerlo si se pone buena voluntad. La inteligencia argentina no está cegada y puede encontrarlas. El grupo de hombres que se distinga en esa tarea habrá hecho al país tan gran servicio como los que hace casi un siglo le dieron la forma de crecer y progresar, sancionando leyes básicas sabias y apaciguando rencores que entonces parecían insuperables. El gobernante que tenga el acierto y la fortuna de llevar adelante ese proceso de pacificación interna encontrará en ello su mejor y más permanente título a la gratitud nacional”.

La ocasión brindó la oportunidad para que el gobierno liberara a algunos dirigentes conservadores, pero antes hizo publicar la carta de Pinedo. La maniobra de Borlenghi había conseguido el objetivo de soltar a presos políticos, a la vez que le permitía mostrarse magnánimo.

Más tarde, los socialistas y radicales también acudirían solicitando la clemencia oficial. Para septiembre de aquel año, ya casi no quedarían detenidos políticos, con unas pocas excepciones, como el caso de Cipriano Reyes.

En rigor, la necesidad de liberar a los opositores parecía responder a los requerimientos de política exterior. En momentos en que Perón pretendía acercarse a los Estados Unidos no podía presentar al mundo una realidad en la que la mitad de la dirigencia política permanecía detenida. Especialmente cuando aguardaba con ansiedad la llegada de Milton Eisenhower, hermano del presidente de los EEUU.

Los meses anteriores se habían desenvuelto en medio de una espiral de violencia. El 9 de abril, en medio de un clima enrarecido, había aparecido muerto Juan Duarte, hermano de Eva Perón y, hasta dos días antes, secretario privado del Presidente.

El escándalo se enmarcaba en la campaña “contra el agio y la especulación” que había lanzado el gobierno. El propio Perón había reconocido que “el problema del costo de vida”. Pero, además, Perón había asegurado que gobernaba “rodeado de alacahuetes y ladrones”. Palabras que parecieron reflejar la atmósfera de corrupción que se había instalado en Buenos Aires.

En aquellas tormentosas semanas habrían de cesar en sus funciones el ministro de Trabajo, José María Freire, y el titular de la Cámara de Diputados, Héctor J. Cámpora. Los funcionarios desplazados habían pertenecido al círculo de “protegidos” de Eva Perón.

Cámpora atribuyó la maniobra a Román Subiza -ministro de Asuntos Políticos- de quien dijo era “el hombre más nefasto del peronismo”. La purga interna continuaría. El Consejo Superior del Partido Peronista -en una sesión presidida por el almirante Alberto Teisaire- suspendió la afiliación de varios dirigentes, entre ellos, Domingo Mercante, ex gobernador bonaerense, ex presidente de la Convención Constituyente de 1949 y antiguo camarada del GOU. Resultaba evidente que Perón buscaba desprenderse de su antiguo núcleo político.

Explosión en Plaza de Mayo

Fue en ese marco en que tuvo lugar una de las jornadas más violentas de aquellos años. El 15 de abril estallaron dos bombas en Plaza de Mayo. Uno de los organizadores del atentado había sido Roque Carranza, quien luego sería ministro de Raúl Alfonsín.

Horas después, Perón se dirigió a una multitud durante un acto convocado por la CGT. Desde el balcón de la Casa de Gobierno, visiblemente indignado, llamó a “dar leña” en represalia. Aquella noche, ante la vista y tolerancia policial, grupos de exaltados atacaron la Casa del Pueblo -comité del Partido Socialista-, la Casa Radical y el Jockey Club, cuya sede entonces se ubicaba en Florida al 600. “La profunda indignación popular se dirigió a los sórdidos reductos de la oligarquía”, tituló el diario ultra-oficialista Democracia, el viernes 17.

Los hechos eran indicativos del clima de violencia política que se agudizó en los últimos años del gobierno peronista. Tanto el oficialismo como la oposición se entregarían a una espiralización de la confrontación.

La prensa controlada a través del secretario de Prensa y Difusión Raúl Alejandro Apold ocultaría los incendios. Durante las siguientes semanas, quedarían detenidas unas cuatro mil personas. Entre ellos, los dirigentes radicales Ricardo Balbín, Arturo Frondizi, los Laurencena, y socialistas como Repetto, Palacios, Sánchez Viamonte y la escritora Victoria Ocampo. Pinedo ya se encontraba detenido desde hacía un año.

Ocampo fue detenida el 8 de mayo de aquel año. La fundadora de la revista Sur recuperó su libertad veintiséis días más tarde. La ocasión dio pie a la ironía de nada menos que Jorge Luis Borges, quien diría años después que Victoria había hablado sobre su confinamiento más tiempo del que había durado su detención…

Pero las postales de la intolerancia se seguirían repitiendo, casi sin solución de continuidad. Un decreto municipal clausuró el edificio sede de la Casa Radical, en Tucumán 1660. La resolución la firmó el intendente Jorge Sabaté, por falta de seguridad.

Meses después, Perón hizo un llamado a pacificar el país. Lo formularía desde Santiago del Estero, a donde se trasladó para participar en el 200 aniversario de su fundación. Sin embargo, el clima de agitación política no se detendría. Acaso los acontecimientos habían adquirido una dinámica propia.

Una vez más, la violencia se había apoderado del proceso político argentino. El que estallaría más tarde con el conflicto con la Iglesia. El que de pronto se constituiría en la antesala de la caída del gobierno peronista en las tormentosas semanas de septiembre de 1955.

Siete décadas más tarde, resulta útil evocar la frustrada iniciativa de Pinedo en búsqueda de una reconciliación acaso imposible. La que marcó otra lección sobre la persistente dificultad por concluir un proceso de pacificación, una política tantas veces malograda a lo largo de nuestra turbulenta historia nacional.

Seguir leyendo: