Perón en la historia, libre de pasiones y de maniqueísmo

Por Luis Alberto Romero

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En un nuevo aniversario de su muerte, y puesto a escribir sobre su figura, me viene a la mente una pregunta: ¿a quién realmente le importa Perón hoy? Creo que a muy pocos. Hace algunos años -no sé cuántos- me hubiera preocupado ante todo por no herir susceptibilidades, de unos y de otros. Perón era el pasado vivo, que seguía sensibilizando el presente. A diferencia de Evita, que se convirtió en un mito, hoy Perón entró en la historia y descansa en paz, libre de las pasiones humanas. Ya le permite a los historiadores una mirada liberada del maniqueísmo. Le permite también, a quien escribe una nota periodística, desgranar al azar algunos temas, sin la urgencia de que constituyan el juicio de la historia.

Perón llegó desde afuera a la política argentina, y lo hizo dos veces: en 1945, desde una dictadura militar y en 1973 desde un exilio impuesto por otra dictadura militar. La primera vez -entre 1945 y 1955- impulsó un cambio profundo, una revolución en cierto sentido. Consistió en la democratización acelerada de una sociedad ya montada sobre un ciclo previo -visible sobre todo en su parte más moderna- de prosperidad, integración,  movilidad ascendente y gradual democratización de la sociedad.

Lo de Perón tuvo su base en la economía. Tres años excepcionalmente prósperos, entre 1946 y 1949, y una política de fuerte redistribución de ingresos produjo una ampliación en el consumo de bienes y servicios y una clara disminución de viejas diferencias estamentales. En los años 50, cines y restaurantes, plazas y parques, que ya eran muy concurridos,  se llenaron con multitudes y todos pasaban sus vacaciones en algún hotel sindical. En los años sesenta, a la salida de este ciclo, el jean de denim era la prenda de vestir común para los de arriba y los de abajo.

También hubo una acelerada democratización de la política, visible no solo en las plazas aclamantes sino en el padrón electoral, más que duplicado por la incorporación de las mujeres y los ciudadanos de los territorios nacionales. El Estado, cuyas potestades se incrementaron notablemente, creó un nuevo marco jurídico para los conflictos laborales, asegurando un trato igualitario -o quizá más que eso- para los derechos de los trabajadores, y prohijando un sindicalismo corporativo. Todavía vivimos en este mundo creado hace más de setenta años por Perón.

Esta transformación social democratizadora -algo muy diferente de un régimen democrático, republicano y liberal- fue realizada por un régimen político dictatorial que, rompiendo tajantemente con la tradición liberal de la Constitución, violentó sistemáticamente las libertades públicas, silenció las voces opositoras, redujo al máximo su representación legislativa e impuso la enseñanza de su doctrina, tratando de ocultar que, además de la mayoría que lo plebiscitaba, existía una tercera parte de la ciudadanía férreamente opositora, que no votaba por él, lo que derrumbaba la pretensión de unanimidad en la que Perón, no satisfecho con un buen triunfo electoral, eligió legitimar su autoridad.

En las dos décadas siguientes convivimos con muchas de las consecuencias de esta revolución de la democratización. Desde 1955 se hizo evidente algo que ya se podía percibir desde 1949, cuando concluyó el excepcional ciclo de la posguerra: la economía no podía sostener sin conflictos a una sociedad acostumbrada a vivir más allá de sus posibilidades, pero cualquier ajuste de gastos desataba de inmediato el conflicto. A su vez, la política no logró encontrar un punto de equilibrio que superara el desenfreno faccioso generado por la dictadura popular y replicado por sus sucesores.

Fueron años de inestabilidad política, de conflicto distributivo y de colonización del Estado por las diversas corporaciones, legitimadas durante el peronismo, que defendieron su porción de la alfombra corta.

Todo esto forma parte de la herencia del primer peronismo, junto con una sociedad radicalmente democrática, que había barrido sus viejas elites, y con ellas, la idea misma de que debía haberlas. Hay distintas valoraciones sobre estas transformaciones, pero es difícil no recordar la reflexión de A. de Tocqueville, formulada un siglo antes y analizando la Francia de los Napoleones, quien advirtió que no todos son rosas con la democratización social, que un régimen político democrático republicano no es una consecuencia necesaria, y que una de las posibilidades era el despotismo, benévolo o no.

A principios de los años setenta, la conflictividad había alcanzado un pico alto, en parte -pero sólo en parte- por el ingreso a la política de las organizaciones armadas y el comienzo de una guerra civil dentro del peronismo. En ese contexto se produjo en 1973 la segunda llegada de Perón, o su retorno. A diferencia de 1945, no lo hizo como jefe de una facción mayoritaria sino como el portador de la clave para la unidad. Llegó a la presidencia con el voto masivo que solía reunir, pero también con el beneplácito de sus opositores. En 1973 Perón generó un amplio consenso. Cada uno proyectó en él sus aspiraciones, pero todos coincidieron en que era único capaz de resolver el incordio argentino.

Había razones para pensarlo así. En medio del caos conflictivo, y ante la impotencia del Leviathan estatal, anémico y exangüe, Perón apareció como un hombre de Estado; creía en el Estado y en su momento lo había dotado de una potencia singular.  Ese fue su proyecto: recomponer el orden social disciplinando a las partes desde un Estado a cuya reconstrucción aportaba en primer lugar su prestigio y su autoridad.

Los conflictos generalizados tenían dos emergentes. Una vasta protesta social, iniciada en 1969, imprecisa y utópica, a cuyo frente finalmente se habían colocado las organizaciones armadas, y por otra parte el clásico conflicto distributivo, exasperado por aquella movilización, pero con objetivos muy precisos: la defensa que cada uno hacía de su parte en el reparto de un ingreso colectivo estancado y corroído por la inflación.

Con respecto al primer conflicto -del que participaba una organización armada que lo proclamaba su líder-, Perón afirmó que se solucionaba con la policía. Esas palabras no eran una de sus boutades sino una afirmación brutalmente sincera. Hoy lo sabemos a ciencia cierta: Perón fue el fundador del Estado clandestino, que funcionó por entonces con un aparato para policial y sindical, desplazado por los militares luego de 1976. El 1º de mayo de 1974, el conflicto le estalló en las manos, y con la retirada de los Montoneros de la Plaza histórica se fue buena parte de su legitimidad.

Para el conflicto distributivo apeló a su gran herramienta de 1945: la concertación entre las partes, impuesta y sostenida desde el Estado, que primero debía frenar la inflación, para permitir que se establecieran nuevas bases para la concertación. Este fue el Pacto Social de 1973, firmado por todos los que, al día siguiente, comenzaron a transgredirlo. El 12 de junio de 1974, muy poco antes de su muerte, Perón se los recriminó, reconociendo su estrepitoso fracaso. Poco después murió.

De momento, nadie lo olvidó. Allí estaba Isabel para recordarlo, y para hacer pensar cuánta responsabilidad tuvo Perón en el desastre que comenzó por entonces. Es curioso lo poco que le preocupó el futuro de su movimiento a quien tantas veces afirmó que su único heredero era el pueblo. Quizás quería evitar que surgiera otro líder que oscureciera su recuerdo. Desde el comienzo se había ocupado de liquidar, desde Cipriano Reyes o Mercante hasta Vandor o Cámpora, a cualquiera que elevara su cabeza un poco por encima del conjunto. En cambio Yrigoyen, usualmente comparado con Perón, en 1930 proclamó que había que "rodear a Marcelo" -Marcelo de Alvear-, quien poco antes, desde la presidencia de la Nación, había tratado de impedir su triunfal retorno en 1928. Para Yrigoyen, el radicalismo y su causa debían trascenderlo. Perón sólo dejó el vacío, y con él el caos y la catástrofe final.

Fue el final sin gloria de alguien que hasta hace poco había encarnado las ilusiones de una inmensa mayoría. Esto quizás explique por qué, a diferencia de Evita, su recuerdo emocionado se diluyó bastante rápido. No llegó a ser un mito pese a que él, un fabulador pertinaz, aspirante al mito, una y otra vez reinventó su biografía, adecuándola a los gustos de sus visitantes o de sus biógrafos. Entró en la historia por la puerta grande, ciertamente, como un protagonista importante, con sus méritos y debilidades, las mismas que caracterizan a cualquier ser humano, cuyo recuerdo se va borrando lenta pero inexorablemente, mientras los historiadores, como los gusanos, hacen su tarea de digestión interpretativa.