Kosovo, a 20 años de la guerra: un "país-no país” sin identidad, 5 banderas y un odio interno que no termina

Serbia aún sostiene que es su provincia y poco más de la mitad de los países de las Naciones Unidas han reconocido su independencia. Las dificultades para progresar a dos décadas del conflicto que desangró este territorio de los balcanes

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Vosta aéres de Pristina, la capital de Kosovo (fotos: Ignacio Hutin)

(Desde Kosovo) La mamá de Roberto tiene poco más de sesenta años, pero se mueve como si hubiera pasado los ochenta hace mucho; camina con la cabeza baja y cubierta, la espalda encorvada, las manos hacia delante. Vera tiene otros dos hijos: uno vive en Suiza, el otro en Italia. Roberto sueña con viajar a Italia, le gusta el fútbol, quiere ahorrar para ir ver al AC Milan en San Siro. Su mamá sonríe mucho, se inclina y echa otro leño al fuego sobre el que prepara pasta. Convida cerveza y ajvar, un condimento a base de pimientos rojos muy común en los Balcanes. Sonríen los dos. Entonces Roberto, que habla bien inglés, suelta: “Ahora somos un país, ¿sabes? Y deben aceptarlo”. Tiene 23 años y ningún recuerdo de la guerra. Su familia es de etnia albanesa, pero pertenece a la minoría católica de Kosovo, no a la mayoría musulmana. Aquí no importa la religión, lo único que parece importar es que no es serbio. Han pasado dos décadas desde el final de la guerra, y en estos años Kosovo se declaró independiente, hay una nueva bandera, han cambiado muchas cosas y, aún así, Roberto insiste en que los serbios son el enemigo. Como si la disputa fuera interminable.

Serbia aún sostiene que Kosovo es su provincia austral, y no son pocos los países que apoyan esta postura, entre ellos Argentina, Brasil, México, China, Grecia, India y Sudáfrica. Pero 100 de los 193 miembros de las Naciones Unidas sí reconocen la independencia de este pequeño territorio de menos de dos millones de habitantes. La declaración unilateral de 2008, a casi nueve años de finalizada la guerra, fue avalada por casi todos los miembros de la OTAN, aunque algunos países, como España, se negaron y declararon que constituía un antecedente peligroso: apoyar la independencia unilateral de Kosovo implicaría aceptar que Cataluña u otros territorios pudieran hacer lo mismo. Entonces allí está este nuevo país/no país a la búsqueda de una identidad que nunca existió, lidiando con los obstáculos que implican un semi reconocimiento internacional.

En Pristina viven unas 200 mil personas.

Mucho de lo que hoy existe en Kosovo es nuevo: se construyó una autopista, que representó una inversión equivalente a un PBI, también un nuevo parlamento, un palacio presidencial, estadios, avenidas y muchos, muchísimos monumentos a los héroes de la guerra que asoló el territorio entre 1998 y 1999. Pero también hay una incontable cantidad de donaciones, como los viejos autobuses daneses que aún anuncian, sin que nadie se sorprenda, que culminan su recorrido en el parque temático Legoland, a casi 2500 kilómetros de Pristina, capital de Kosovo. O el único tren que atraviesa la región, desde Pejë (o Peć, en serbio) a la capital, y en el que sólo se exhibe información en alemán. Y claro, hay infraestructura heredada de la vieja Yugoslavia, aunque su valor simbólico haya mutado. Es así que el estadio de fútbol de Mitrovica, el recinto deportivo más grande del territorio, y el único aeropuerto ahora llevan el nombre de Adem Jashari, líder del Ejército de Liberación de Kosovo (UÇK, por sus siglas en albanés), cuyo asesinato en marzo de 1998 significó el comienzo de la guerra. Para los albanokosovares, Jashari murió a manos de la Policía yugoslava como un mártir por la libertad de su gente; para Serbia fue un terrorista que usó a su propia familia como escudo humano para evitar ser apresado.

En los años noventa, UÇK era una organización paramilitar y nacionalista albanesa que luchaba por la independencia de los albaneses en el sur de la aún Yugoslavia. Contaba con apoyo económico de albaneses en el exterior, especialmente en Europa occidental y Estados Unidos, tenía conexión con el narcotráfico y eventualmente sería descrita como un grupo terrorista por gente de la talla de Robert Gelbard, representante estadounidense en los Balcanes durante la gestión de Bill Clinton. Hoy sus líderes sobrevivientes, veteranos de guerra, ocupan cargos políticos, entre ellos Ramush Haradinaj, Primer Ministro hasta su renuncia en julio pasado y reclamado en Serbia para ser juzgado por crímenes de guerra, y Hashim Thaçi, dos veces Primer Ministro, Ministro de Relaciones Exteriores, y presidente desde 2016. Y UÇK da nombre a cientos de calles y avenidas a lo largo de Kosovo.

La Iglesia Cristo Salvador, junto a la biblioteca nacional, se encuentra abandonada y vandalizada desde la guerra. Es vista por la mayoría albanesa como símbolo de la opresión serbia.

Justamente en la calle UÇK de Pristina se encuentra la sede central de Vetëvendosje (“Autodeterminación”), partido autodenominado socialdemócrata, profundamente vinculado al nacionalismo albanés y famoso por provocar todo tipo de protestas, incluyendo gases lacrimógenos dentro del parlamento en reiteradas ocasiones para impedir que se votara algún proyecto en particular.

Marigonë Drevinja es miembro de la presidencia de Vetëvendosje y afirma que su partido aspira a modificar la Constitución Nacional para que se permita la realización de referéndums. Dice que su “movimiento”, como lo denomina, defiende una democracia más directa, no sólo elecciones cada cuatro años. “Creemos que las personas deberían poder decidir en qué tipo de sistema quieren vivir, qué tipo de economía quieren tener. Por ejemplo, hay un párrafo en la Constitución que dice que Kosovo no puede unirse a otro país, y nosotros estamos a favor de la unificación entre Kosovo y Albania, principalmente por razones económicas y de seguridad”. No es casual que los colores partidarios de Vetëvendosje sean el rojo y negro de la bandera albanesa y no el azul, dorado y blanco de la enseña kosovar. Su victoria en las recientes elecciones parlamentarias podría significar un avance en esa dirección, cosa que desestabilizaría una región ya de por sí conflictiva como son los Balcanes.

Una calle en Mitrovica Sur.

Casi un 95% de la población local es de etnia albanesa, número que ha crecido exponencialmente desde el final de la guerra. Al mismo tiempo la minoría serbia se ha reducido y hoy apenas alcanza el 2%. Son unas cuarenta mil personas que viven predominantemente al norte, junto a la frontera con la República de Serbia, en una región aislada en la que ni las autoridades de Serbia ni de Kosovo tienen mayor control, y en donde la violencia estalla esporádicamente. También viven serbios en pequeños enclaves cercanos a los cuatro monasterios ortodoxos medievales que son Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO. Tres de ellos hoy son protegidos por KFOR, una fuerza militar internacional liderada por la OTAN.

No hay garita policial ni ningún tipo de control en la puerta de la Iglesia de Nuestra Señora de Ljeviš, construida en el siglo XIV en Prizren, segunda ciudad más poblada de Kosovo. Nadie protege al grupo de serbios que trabaja en la restauración de los frescos y del edificio en general. Está cerrado desde la guerra. Allí trabajan seis serbios y los acompaña un ruso que, como muchos ortodoxos en Kosovo, habla poco y se niega en forma rotunda a pronunciar su nombre. Tan sólo dice que es de Moscú, que el gobierno de su país está pagando por la restauración del edificio pero que hace varios meses que no reciben dinero: el trabajo está tomando más tiempo del que esperaba. Ningún albanokosovar se acerca demasiado, algunos pasan por la vereda de enfrente y miran de reojo a quienes quizás aún consideren enemigos.

Calle céntrica de Pristina

Algo similar sucede en pleno centro de Pristina. Junto a la Biblioteca Nacional, considerado como uno de los edificios más feos del planeta, se levanta la Iglesia de Cristo Salvador, cuya construcción comenzó en 1995. Desde la guerra se encuentra completamente abandonada, vandalizada, rodeada de alambre de púas, basura y pastizales altos. Para los albaneses es un símbolo de las políticas opresivas del entonces presidente Slobodan Milošević, muerto en La Haya en 2006, mientras esperaba una sentencia por cargos vinculados a crímenes de guerra, contra la humanidad y genocidio.

Resulta curioso que se necesiten militares para proteger iglesias, pero en 2004 un grupo de albaneses radicalizados incendiaron y saquearon una docena de edificios vinculados a la fe ortodoxa serbia. Cuando Kosovo intentó incorporarse a la UNESCO en 2015, este antecedente se tradujo en una respuesta negativa. Aún así el país/no país ha logrado incorporarse a distintos organismos internacionales, como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, Interpol y federaciones deportivas de fútbol, basquetbol, voleibol y el Comité Olímpico Internacional.

A la falta de reconocimiento y las interminables disputas con Serbia, mediadas por la Unión Europea (UE), se suman los problemas internos. En los primeros años que sucedieron a la guerra, el desempleo alcanzó casi el 60% y hoy se ha reducido al 30%, cifra aún muy elevada. Los incontables casos de corrupción que involucran a Hashim Thaçi han quedado impunes, y las privatizaciones de todo tipo de empresas, en forma apresurada y sin mayor control durante la gestión como Primer Ministro del ahora presidente, provocaron que, según Vetëvendosje, 76 mil personas perdieran sus trabajos. El uso del euro como moneda adoptada unilateralmente, sin pertenecer a la Eurozona, también afecta la independencia de su economía. Al mismo tiempo la producción local es escasa y casi todo se importa, especialmente de aquel enemigo político y también principal socio comercial que es Serbia, pero también de Argelia, Egipto, Macedonia del Norte o de algún miembro de la Unión Europea. Es por esto que uno de los principales ingresos de Kosovo lo constituyen las remesas que envían los aproximadamente 340 mil kosovares que viven en el extranjero.

El único tren que atraviesa el país es una donación alemana y sólo tiene carteles con información en alemán.

Pero quizás el mayor problema que deba afrontar Kosovo a veinte años de la guerra esté relacionado con la identidad. Casi nadie parece reconocerse como kosovar sino como albanés o serbio. De hecho en todos los edificios públicos se enarbola la bandera albanesa, aunque también la local y la de aquellos que apoyaron férreamente la independencia: Estados Unidos, la OTAN y la Unión Europea. Es decir, cada edificio público exhibe cinco banderas como nacionales. Y no sólo en la sede de Vetëvendosje el águila bicéfala es el símbolo más popular: en todo el país predomina la identidad albanesa. Al mismo tiempo, mientras en Albania el islam es predominante pero su práctica muy limitada, los kosovares tienden a abrazar la religión, por lo que es muy común ver mujeres con la cabeza o el rostro cubierto. Como si la nueva identidad recurriera a aspectos más tradicionales para sobrevivir.

¿Y entonces qué es Kosovo? Un territorio que fue administrado por las Naciones Unidas a través de la Misión de Administración Provisional de las Naciones Unidas en Kosovo (MINUK) desde 1999 y parcialmente desde 2008 hasta hoy; con una misión de la UE llamada EULEX que, desde 2007 y al menos hasta 2020, apoya la construcción de un sistema legal; y KFOR, desplegada al final del conflicto con la misión de cumplir las funciones de las entonces inexistentes Policía y Fuerzas Armadas de Kosovo, y que lentamente va delegando tareas a las nuevas autoridades locales. Pero la presencia extranjera es tal que Camp Bondsteel, una de las mayores bases militares estadounidenses fuera de Estados Unidos, se encuentra en Kosovo. Y las bases de la OTAN a lo largo de la única autopista de Kosovo se cuentan de a decenas.

No es fácil construir un país desde cero, especialmente cuando buena parte de la población se identifica con otro país y hay tal injerencia extranjera. Marigonë Drevinja dice que “este no es un país multiétnico, es un país de albaneses con minorías. Aunque tengan los mismos derechos, los serbios son una minoría. Y una minoría no puede cambiar nada de este país por el que luchamos tanto”. Quizás sea ese tipo de discurso el que lleva a que cientos de letreros en serbio, uno de los dos idiomas oficiales, hayan sido vandalizados. Y mientras tanto, locales apuntan a una anexión con Albania o a la reincorporación a Serbia, el país más joven de Europa, en donde más de la mitad de la población tiene menos de 25 años, lucha con el ser o no ser.

En el medio, entre la pobreza, el desempleo y las interminables disputas étnicas y políticas, Roberto, que no es el único que sueña con dejar esta tierra y sus problemas para irse con sus hermanos a probar suerte a Italia. Y su madre, que sonríe al recibir visitas y a quien la guerra que terminó hace veinte años parece haberla envejecido demasiado.