Para que las estrategias de
endeudamiento no concluyan en "sofocones financieros" y crisis traumáticas, las
mismas deben estar diseñadas en función de senderos hipotéticos de ingresos
futuros. Las familias gastan sin recursos porque creen que podrán adelantar
consumos cancelando compromisos a posteriori, las empresas lo hacen porque
esperan acrecentar sus retornos e incrementar sus valores de mercado, mientras que
los Estados procuran coordinar su esquema ingreso / gasto en un escenario
complejo y desordenado donde, por lo general, prevalecen tópicos alarmantes de
irracionalidad, sensiblemente más visibles en los sistemas subdesarrollados.
La crisis de los bancos internacionales
de 2008 destapó procesos inconsistentes de endeudamiento del mundo desarrollado,
potenciados por instituciones laxas y mercados financieros complacientes. En América
Latina, las políticas económicas ortodoxas, el funcionamiento del mercado, el
Fondo Monetario Internacional (FMI) y, más recientemente, las calificadoras de
riesgo soberano, hicieron estragos. "Los
males de Brasil se deben a la globalización y al capital financiero que
pusieron al país bajo la carga del enorme endeudamiento externo y público"
(Bresser Pereyra, 2006). En la Argentina, tanto a fines
de los años setenta como durante los noventa, se sentaron las bases de estos
mecanismos que, a comienzos del siglo XXI, dieron sus frutos mediante inusitados
episodios de volatilidad y confusión social. Mientras estos programas se
implantaban y se colocaba deuda donde ningún otro país lo había logrado, los
acreedores obtenían inusuales beneficios y la sociedad recibía una clara consigna:
"El mercado, funcionando sin
interferencias, es el más eficiente asignador de los recursos de una sociedad"
(Canitrot, 1980). Décadas más tarde, los resultados revelaron el indiscutible
fracaso de estos programas en términos de inflación, desempleo y pobreza.
Veamos algunos números para
dimensionar la idea. Entre 1976 y 1983, "la deuda externa total", "la fuga de
capitales" y "los intereses de la deuda externa" se multiplicaron por cinco,
mientras que la "deuda externa del sector público" lo hizo por seis. Años más
tarde, durante la vigencia del plan de convertibilidad, todas esas variables aumentaron
nuevamente: crecieron entre 2 y 3 veces desde valores sustancialmente más
elevados gracias a "la mano visible" de la política económica implementada
durante esos años. Como dato anecdótico, en el período largo de los 25 años
transcurridos entre 1976 y 2001, la deuda externa del Estado se multiplicó por
27, es decir, se incrementó en 2.700 por ciento.
El peso del endeudamiento sobre la
actividad económica y el mercado de trabajo ha sido dramático. En perspectiva
histórica, en los primeros 35 años del siglo XX, el Producto Interno Bruto
(PIB) creció a una tasa anual promedio cercana a 4%, mientras que en las cuatro
décadas siguientes hasta mediados de los setena ese ritmo se redujo sólo ligeramente
(posiblemente como consecuencia de los episodios de stop & go). En 1975, el país sufrió una severa crisis social, política,
institucional y económica, fomentada, en gran medida, por "la corrección" que
procuró introducir la devaluación de Celestino Rodrigo al promediar ese año.
Después del "rodrigazo", el gobierno militar borró de la escena partidos
políticos, gremios y, en general, las instituciones de la república con la
pretensión de erradicar de "un plumazo" la inflación. Durante la última parte
de los setenta y los ochenta, el crecimiento del producto interno bruto (el
ingreso nacional) transitó "por carriles negativos" de la mano de una singular "declinación de las industrias
manufactureras, cuya contribución al producto bruto interno se redujo a sólo
dos tercios de lo que era en 1975. En 2002 la industria generaba apenas 16% del
producto total" (Damill, 2007).
La inflación promedio anual se
triplicó hasta una media de 195% entre 1976 y 1980 para, luego, saltar hasta
450% durante el resto de esa década. La crisis hiperinflacionaria de 1989 /
1990 y la incautación de los depósitos privados por parte de los bancos,
constituyeron una suerte de drenaje pero, al mismo tiempo, una brutal
transferencia de ingresos y una afrenta al tejido social. En los noventa la
inflación desapareció pero aparecieron signos de deflación, crisis externa y
financiera que pujaron a través de niveles récord
de desempleo (saltó desde alrededor de 3% de la población activa a mediados de
los setenta hasta más del 21% en 2002). Similar evolución verificó la pobreza: de
4,5% de la población total a mediados de los setenta a 8,5% en 1980, 22% en
1991, 35% en 2001 para instalarse en 50% en 2002. En ambas experiencias, la de
fines de los setenta y durante los noventa, la sobrevaluación cambiaria (el
abaratamiento del dólar) constituyó la clave del mecanismo empleado para
desactivar la inflación. Se suponía que las entradas de bienes del exterior (importaciones)
introducirían competencia a la producción interna y disciplinarían los precios.
No sólo eso no ocurrió sino que, hacia 1994, sobrevino un proceso de ventas y
fusiones de empresa que se conoció elegantemente como la etapa de "reconversión
industrial". La inflación se esfumó pero apareció abruptamente el desempleo
porque las empresas extranjeras reformularon el mercado local de trabajo. La reversión
de la dirección de los movimientos internacionales de capitales, las severas salidas
de divisas (fugas de capital) y la crisis financiera, se intensificaron
abominablemente.
La sociedad debió afrontar sensibles
costos como consecuencia de la fragilidad laboral, el deterioro sufrido por la
oferta de bienes públicos (salud, educación y seguridad, entre otros) y la
exposición a la que se sometió la estructura productiva y el funcionamiento de
los mercados en las últimas décadas. Desaparecieron los vestigios de una industria
"siempre naciente" diseñada al calor del proceso de industrialización por
sustitución de importaciones implantado a mediados de los años treinta. La incorporación
de los señalados factores desestabilizantes introdujo un daño irreparable en la
estructura productiva y una infinita exposición a las crisis financieras y
externas y, por ende, a la inflación y el desempleo. En términos más mundanos,
la economía argentina internalizó patologías crónicas que, constantemente, hacen
síntoma y socavan los resultados de cualquier política económica y remueven los
frágiles fundamentos del mercado de crédito.
Paradójicamente, ambos programas económicos se diseñaron y presentaron en sociedad entre mediados de marzo y principios de abril. El que comenzó a labrarse en las reuniones en las inmediaciones de la avenida del Libertador y Ocampo a mediados de marzo de 1976, tanto como el que se empezó a elucubrar en las oficinas de la avenida Rivadavia en la zona del Congreso a fines de los ochenta, tuvieron premisas claras y coincidentes y demostraron ser monumentales fracasos que instalaron pesadas herencias. Los números exhibidos no dan lugar a conclusiones ambiguas y obligan a reflexionar acerca del peso de la historia, especialmente cuando se defenestra acaloradamente las medidas económicas internas, se elevan artificialmente la calidad de los mercados y las empresas, se menosprecia y descalifica lo estatal y se sobrevalúa desmesuradamente el funcionamiento de las instituciones del resto del mundo. Es imprescindible pensar en contexto y reconocer los monumentales yerros del pasado para empezar a pensar que verdaderamente estamos condenados al éxito.
(*) Gustavo Perilli es economista, socio en AMF Economía y profesor de la UBA
Twitter: @gperilli