Saca de su bolsillo la austeridad bien planchada. Una sonrisa tan innegociable como la honestidad. La habilidad para no odiar, del tamaño de aquella con la que fue acomodando angustias en “un historial de pérdidas y enfermedades que nos atravesaron”. Y un tramo de la vehemencia con la que aprendió a amar. Mercedes Funes (45) descubre así el kit de aparejos legado por los maestros de su vida: “Una familia que además de valores me dejó estandartes”. De ellos (de sus miradas y lecciones) es de lo que hablaremos en camino hacia dar cuenta de cómo y por qué la han traído hasta este presente, según define, de “inédita y tan genuina conformidad conmigo misma”.
Lo llamaban El Chango. Tenía el alma callosa por la lucha precoz de una infancia rural que lo paseó desde San Justo cordobés a San Martín de las Escobas (Santa Fe). La imperiosa necesidad familiar lo extirpó de las aulas (y de su adolescencia). Tuvo una instrucción basada en las fichas de ajedrez (“Siempre decía que aquel tablero le había enseñado a pensar, a entender el mundo y a ganarse un camino”), la habilidad para jugar fútbol casi profesionalmente y una ferviente vocación de ser sacerdote. Pero el día en que una orden pasaría por él, y por otros aspirantes al seminario, un pico de fiebre atroz torció un destino, tal vez encaprichado pero más que atinado. “Papá no llegó a ser cura, aunque concibió la política como un sacerdocio. Y así la ejerció, convirtiéndola en su matrimonio, su familia, su universo”, describe Meme. Así inicia este episodio dedicado al Senador Nacional Carlos Delcio El Chango Funes, “particular, prolífero y, por sobre todo, un gran padre”.
Cita El gran pez (Tim Burton, 2003) para ilustrar el hecho de que “aún hay todo un mundo de papá que desconozco”. Porque “como buen sagitariano”, El Chango sabía abrir mil juegos a la vez dando sentido a un “legado de pasiones por las letras, el folclore, las mesas interminables y las guitarreadas que hoy son parte de mí”, describe. “Todavía sigo descubriéndolo a través de quienes se me acercan con ojos vidriosos para decirme “qué tanto aprendieron, qué recibieron, cómo cambiaron y qué se llevaron de por vida al cruzarse con papá”.
Y es precisamente a la política que Mercedes debe su gentilicio. Hacia el 78, Carlos (como tantos otros militantes peronistas), había visitado la ESMA (hoy Espacio Memoria y Derechos Humanos) en dos oportunidades. Rumoreándose ya la tercera, y gracias a algún amigo que le avisaba cuando se venía alguna fea, condujo a su familia hacia Santa Fe. “Mamá estaba embarazada de mí y a término del parto”, cuenta respecto de la huida. “Según mis hermanos, salvarnos fue cuestión de un rato. Porque al volver, la casa ya estaba toda revuelta”. Mercedes nació en Rosario y aunque aún se le estruje el alma al recordarse saludando a papá sobre el andén cada domingo, siempre habría un viernes. Porque Carlos (que nunca dejó de militar a escondidas) y así como Edward Bloom, personaje del film que apuntó hace algunas líneas, “sabía cómo llenarnos de él el tiempo que estuviese”. La racha de esa distancia intermitente duraría 9 años, cuando los Funes regresarían a los Buenos Aires de la democracia.
Por aquel entonces, este periodista dedicado a estudiar la figura de Juan Domingo Perón, que incluso estuvo con él en Puerta de Hierro (Madrid), fue su correo privado y hasta participó del “tratado de diez pasos para articular su regreso al país”, ya había sido asesor de ministros como José Rafael Cáceres Monié y colaborador en organizaciones sindicales, entre otras funciones. Más luego, con su familia en la gran Capital, se desempeñaría como asesor de Julio Mera Figueroa, y haciendo gala de sus luces como publicista, participaría de la campaña presidencial de Carlos Menem, siendo autor intelectual del icónico ‘Síganme’. Su creatividad y esa “enorme vocación de amorosa presencia”, hacían de El Chango, el relator de fábulas más codiciado. “Porque, afortunadamente, crecí en una casa en la que sobraban los regazos, las miradas idealistas, los abrazos y también los cuentos”, señala Meme.
“Recuerdo que mi hermana y yo, que dormíamos en el mismo cuarto que mis padres porque era lo que se podía, esperábamos a que llegasen las noches de fin de semana. El momento en que se apagaban las luces era el más emocionante: significaba el comienzo de otro realto de papá”, dice. “Él inventaba relatos como esos en los cuales, por ejemplo, nosotras éramos las heroínas que salvaban animales en alguna inundación litoraleña”, recuerda. Siempre heroínas, así las educó. Porque El chango “era absolutamente feminista”, describe Mercedes a poco de evocar una de sus metáforas recurrentes en tanto de la vocación que advertía en su chiquita. “Mi viejo me decía que jamás me subiese a ningún caballo blanco de ningún príncipe azul. ‘¡Vos tenés el tuyo!’, enfatizaba. ‘Alimentálo bien, disfrutálo, lleválo con vos a todos lados. Y si aparece por ahí algún príncipe divino y te gusta mucho, invitálo a cabalgar juntos’ Aunque bueno… No siempre le hice caso”, bromea. “Como toda piba, en algún caballo blanco, y al menos por un rato, me subí. Pero la vida es sabia. Si no se tiene uno, en determinado momento te crecen pezuñas”.
La “vida nómade” de los Funes alcanzó una marca de 14 mudanzas. “Nos recuerdo siempre como inmigrantes en nuestra propia Argentina”, define Mercedes. Una suerte que inició cuando sus padres dejaron San Martín de las Escobas en Santa Fe (él) y Colonia Marina en Córdoba (ella) para casarse en San Francisco y ser “inquilinos eternos” a lo largo del itinerario que la política marcase. La capital porteña se hizo destino oficial en 1990, “cuando a mis 11 años decidí que sería actriz y fui amorosamente escuchada”, apunta. Fue entonces que El chango desistió de abrir camino hacia Arroyo Seco (Santa Fe) para dar rienda a la carrera de su hija, que iniciaría en Súper Clan (Canal 13) y ganaría roles en Nano (Canal 13, 1994), Cebollitas (Telefe, 1998), Muñeca brava (Telefe, 1998), Gasoleros (Canal 13, 1998) y 25 ciclos televisivos más que fueron a la par de otros tantos en cine y teatro, como el de Jimena en El beso, la pieza de Nelson Valente, que despunta hoy sobre el escenario del Teatro Astral, junto a Luciano Castro (49), Monna Antonópulos (42) y Luciano Cáceres (47), con producción de Javier Faroni. Mercedes hoy lleva tatuada una frase que tomó prestada de uno de los libros publicados por su padre: ‘Te voy a cuidar las espaldas donde sea’, “escrita con la tipografía de su máquina de escribir. Esa que con su tic-tic-tic me llenaba el corazón”, evoca.
“Orgullo intenso” es lo que dice sentir al ser hija de un político sin herencia millonaria. “Mi viejo fue impecable, así es definido por todos. Una emoción que se filtraba, entre tanto, mientras repetía su monólogo encarnando a Emma Illia, en la obra Illia (quién va a pagar todo esto) sobre un episodio de la vida del ex presidente Arturo Umberto Illia (1900-1983).
“Ella decía: ‘Papá tenía solo dos pares de zapatos y una valijita…’ ¡Mi viejo era igual! Contaba con un roperito así de chiquito. Y, muchas veces, esa austeridad tan genuina, tan de su diaria, llegaba a molestarme tanto que le reprochaba: ‘¡Compráte otro traje, pá! ¡Vas al Senado, che!’”. Y él me decía ‘Pero Mercedes, ¿qué más necesitamos?’ Me enseñó, entonces, que la fortuna inmensa tiene que ver con otras tantas cosas…”.
El chango murió, víctima de un cáncer, el 29 de julio de 2001, “a los 59 años, aunque con la sabiduría de alguien de 109″, subraya. “Y fue velado en el Salón de los Pasos Perdidos, porque las puertas del Congreso se abrieron para despedirlo”, rememora. “Papá empezó siendo un changuito (de ahí su apodo) y caminó la política sin ser hijo de nadie, ni pareja de nadie, ni esclavo de nadie, ni verdugo de nadie, ni ladrón de nadie. Y se fue sin ser propietario, pero rico en boca de la gente. Con una riqueza de la que conozco solo esta partecita. Todo lo demás es un universo tan vasto e increíble, como el de la película El gran pez”.
‘Política’ ha sido una palabra que dolió durante años. “Iba a la escuela y escuchaba a mis compañeros decir: ‘¡Los políticos son unos hijos de puta! ¡Todos ladrones!’ Y yo, que jamás contaba de qué trabajaba papá, pensaba: ‘Sí, hablen lo que quieran... Él no es así’. Después de todo, al llegar a casa, yo abrazaba la verdad más tangible. Ahí no había engaños”, recuerda.
Y respecto de si aquella vocación tan ferviente de su padre rodó como posibilidad para ella en algún ámbito más o menos público o social, Mercedes es contundente: “Me resulta un camino muy duro. Y hay que tener agallas para transitarlo. Porque van a querer ensuciarte. Van a querer traicionarte de la peor manera. Van a querer hundirte. Y porque se tiene entre las manos las necesidades más urgentes de muchas personas y muy pocas certezas de poder apalearlas. Jamás darán los recursos, mucho menos la vida”, expresa.
En definitiva, y en afán de tamizar “las enseñanzas” de sus padres, Meme no distingue entre uno y otro: “Finalmente tenían valores similares que sabían admirarse mutuamente. Hacían espejo, uno en el otro. No por nada se eligieron compañeros de la vida”, señala. “Nunca los oí quejarse, mucho menos victimizarse. Pero sí los vi amanecer con el propósito de darle al día lo mejor y lo más lindo que tenían”.
Luciana toma lugar en esta instancia de la charla, “porque también ha sido una gran maestra”, según define. “Sobre todo ahora, que puedo leerla mejor”. Fue la tercera de cuatro hermanos –Fernando (56) y Pablo (53)– y tres años mayor que Mercedes, la benjamina. “Era hermosa”, recuerda Meme. “Hoy, seguramente, podría dársele una especificidad a su diagnóstico. Pero, por aquel entonces, los especialistas nos decían: ‘Es fronteriza’. O sea, alguien que, a diferencia de la mayoría de nosotros, no tiene la misma capacidad intelectual o similar predisposición emocional para gestionar sus emociones. Claro que luego, durante su adolescencia, hubo otras miradas. Nos dijeron que se trataba de una anomalía de índole más orgánico: una cuestión congénita en su cerebro que la llevó a una cirugía y, por supuesto, a todas sus consecuencias posteriores”, suma. “Y nosotros ahí, tal vez desconcertados en medio de todo ese contexto, confiando siempre en quien pudiese ayudarla de algún modo”, concluye respecto de un tiempo en el que la salud mental aún era un tabú.
“Y la vida se le hacía muy dura”, relata Funes. “En nombre de su cualidad, Luciana padeció discriminación, una gran y dolorosa soledad y el más cruel de los maltratos, principalmente en la escuela. Porque, aún, ni siquiera tenía el nombre de bullying”, cuenta. “Soportó mucha maldad. Mucha. Una vez estuvo a punto de perder un ojo porque le habían arrojado una bombucha llena de piedritas”. Y aquí llega la lección: “Mi hermanita nunca odió. Jamás odio… ¡Y mirá que había motivos, eh!”, subraya. Naturalmente, Mercedes fue asumiendo un rol adicional en la convencional “dinámica de hermanos”: el de la protección. “El día del amigo, por ejemplo, era una de las fechas que se vivían con angustia. Luciana lloraba diciendo: ‘¡A mí nadie me saluda!’. Por supuesto que mis amigos, que valen oro, se encargaban de eso para que ella también recibiera algún llamado”, recuerda.
“O por ahí, salíamos a jugar a la vereda con los chicos de la cuadra y, desde otra punta, yo me daba cuenta de que su grupo la dejaba jugar a las escondidas sólo si ella era la que contaba. Siempre contaba. Entonces yo iba, me metía entre todos y me la llevaba conmigo”. No ha pasado tanto tiempo, pero sí mucha conciencia y algo más de educación. “Muchas veces pienso qué hubiese sido de Luciana si hubiera transitado su infancia y su adolescencia en estos días. Cuando entro a las redes sociales suelo pensar: ‘Uy, si mi hermana viviese tendría todo un gran mundo, virtual pero real, de gente con quien charlar…’ ¿No?”.
Los Funes se propusieron hacer de su casa “el mejor de los universos para Luciana”, dice Meme. “Mis viejos, como podían, trataban de ecualizar toda situación. Porque ella solía ponerse muy mal si alguien venía a buscarme para jugar y a ella no... Por lo que yo no salía. Y luego, al crecer, se angustiaba si algún chico que gustaba de mí... Entonces yo no podía compartir la noticia”, recuerda. “Siendo la hermana menor yo debía ser la mayor de la mayor. Siempre estaba por detrás de las miradas. Porque el 98 por ciento de las atenciones y las concesiones tenían que ser para ella. Pero aprendí de eso y con los años, y mucha terapia, descubrí cuánto la amaba”, analiza. “Hay algo de esa cierta invisibilidad a la que me ajusté, que inconscientemente se convirtió en el gen de mi profesión. El motivo por el cual yo elegí ser actriz. Creo que una parte de mí, sana y sabia, me dijo: ‘Vos vas a pararte sobre ese escenario para que todo el mundo te vea. Para que todo el mundo te escuche. Vas a ser el centro de atención... ¡Pero en ese espacio! Porque intentarlo en este, te angustia. Porque intentarlo en este sería lastimar a tu hermana’. Y es ahí donde encuentro mi brillo y estoy muy en paz con eso”, concluye. “Los equilibrios de la vida, ¿no?”.
Luciana falleció en 2003, a los 27, “en una situación accidental muy dolorosa que prefiero reservarme”, advierte Mercedes. “Se fue muy triste pero con mucho amor y yo sé que hoy está muy bien”. Es así que Meme, aunque pretenda restarle importancia, desenfunda la certeza de una conexión más allá de este plano. “Cuando la sepultamos yo estaba en medio de una gran nebulosa y realmente no sé cuántas veces habré vuelto al cementerio. Tenía una vaga noción de un árbol con forma de hongo como referencia del sector, pero no había forma de que pudiese identificar su tumba. Dos años después yo estaba ahí, dando vueltas y vueltas, totalmente desorientada”, relata. “Entonces le dije: ‘Dale Luciana, decime vos, porque no sé…’ Y algo me dijo: ‘Es acá’. Frené el auto, abrí la puerta, pisé y leí ‘Luciana Funes’.
La segunda vez, frente al mismo desconcierto, Meme intentó implementar la misma táctica, “pero no resultó y me largué a caminar sin éxito hasta que un gato vino a buscarme”, relata. “Claro que no lo interpreté así de inmediato. Me di cuenta cuando yo iba en dirección opuesta y él me seguía. Y cuando yo lo seguía, y él continuaba sin darse vuelta. Hasta que después de andar un rato se detuvo a lamerse las patas sobre la tumba de mi hermana”, remata. “Ella está bien, algo que me importa mucho más que saber si está”.
Nelly Menegon dejó de ser actriz en pos de la famila. Era hija de una condesina de Montebulluna (en el Piamonte italiano), que había recibido “educación de dama” antes de que la ocupación nazi la empujara a inmigrar a tierras cordobesas. Y esa formación, legada de algún modo, se le hizo vocación sobre los escenarios. “Pero estas mujeres, y hablo de generaciones y generaciones, reducían esas pasiones a solo un hobby. Ellas estaban formateadas para creer que el valor real, por el que sí te aplauden de pie, es ser madre. Un mandato que se pasaban como posta”, diserta Mercedes. “Ella era muy feliz con lo que le daba la vida, eh… Pero había caído en la trampa de creer que la mujer tiene valor por lo que hace”, figura Funes. “Siempre pienso en la publicidad de Mr. Músculo como un gran ejemplo. Se ve a una mujer de camisita planchada y pelo bien teñido, por lo que podemos inferir que es profesional o que cuenta con los medios necesarios como para ocuparse de su belleza. Ella limpia el baño, pero es tan boluda que además necesita llamar al producto para que le limpie bien el inodoro”, remata con reflexión. “A esa trampa me refiero. La que muestra que jamás una termina de ser suficiente”.
Y si bien transitaba la vida a la par de “un tipo muy progresista”, Nelly no pudo manejarlo. “Ella necesitaba hacerlo bien”, dice Meme. “Mi vieja dejó todo por ser mamá y esposa. Entre tanto, ese mundo, que ella veía pasar a través de su ventana, de repente cambió. Fue entonces que todo eso por lo que antes la aplaudían, ahora la miraban de reojo, como bicho raro. Eso que supuestamente era ‘lo mejor que podía hacer por la vida’, como le habían indicado, pasó a no tener valor para nadie”, cuenta. “De ahí en más, como otras tantas, adoctrinó a sus hijas para que seamos ‘alguien’, como si ella no lo hubiese sido”. Fue así que, durante algún tiempo, Nelly se opuso a que Mercedes fuese actriz con supina insistencia. ‘¡¿A dónde puede llevarte ese camino?!’; ‘¡No vas a poder vivir de eso!’; y ‘¡Estás destinada a depender de un hombre!’, eran frases habituales de entrecasa. De un silbido, Meme llamó a ese caballo blanco del que hablaba papá “y me propuse ser eso que quise desde muy chiquita”, revela.
Era buceadora del arte. Escribía poesías, adoraba el ballet y enseñaba a caminar “con la mirada hacia arriba” porque amaba las cúpulas porteñas tanto como a la filarmónica, “que a mí tanto me aburría”, dice Meme. Nelly vivía con la actitud de una “turista en su ciudad”, define. “La riqueza de mis viejos estaba ahí: En la curiosidad, en la avidez constante de conocimiento. Una riqueza ‘popular’ más que intelectual. Porque no pretendían que nos midamos con nadie, sino que sepamos respecto de todo”.
Y el altruismo no escapó a esa formación. Es así que teje otra memoria ligada a esa “personalidad tan explosiva” de Nelly, que lograba “revolucionar cualquier cuadra en la que viviese”. Tal es así que “alguna vez mamá desbarató una red de tráfico de bebés”, relata Funes. “Fue la primera en ir a tocar el timbre a un hogarcito del barrio al que habían comenzado a traer chicos abandonados en y con diversas condiciones: ‘¡A ver, ¿qué es esto?! ¡¿Quiénes son?! ¡¿Qué están necesitando?!’, decía. Cuestión que todas las tardes se traía algunos a casa para merendar, jugar y estar al tanto de cómo vivían y de lo que necesitaban”. Pero cuando ciertos y sospechosos movimientos comenzaron a inquietarla, “llamó a un noticiero y ejerció presión hasta demostrar el delito y reubicar a esos niños en un cotolengo de Don Orione”, recuerda. “Así de comprometida y combativa era mi vieja… Y yo iba detrás ‘Ay, má, basta de quilombos… ¡Qué vergüenza!’ Hoy amo. Amo todo eso que era”, concluye.
Tenía 11 años y un secreto que decidió callar para evitar sumar dolor en un contexto familiar con situaciones más urgentes. En ese primer espacio laboral en el que Mercedes lograba conectar ilusión y vocación en el inicio de lo que finalmente sería una carrera, “alguien se me acercó de un modo que no correspondía”, cuenta respecto de un productor televisivo. “No hay sitio sin lobos capaces de oler la vulnerabilidad de la infancia: lo exquisito para estos predadores”, define. Se trató de un episodio de acoso sexual que “me dejó quieta e invisible, como a la mayoría de los chicos, y que olvidé a los dos días, tan abruptamente como lo recordé, recién a mis 16 o 17 años”, relata. “Estas vivencias se capitalizan o se condenan de un modo muy personal. Creo que si hay algo que aprendés con el tiempo es a respetar ‘tus’ ganas de compartirlo. Y para mí hay un ‘hasta acá’, es un tema cerradísimo”, resuelve sin intención de dar mayor trascendencia.
Poco después de la muerte de Luciana, cuando su espíritu comenzaba a tomar algo de fuerza y finalmente se animaba a viajar en soledad y hasta a volar en Ala Delta, Nelly recibió una noticia que haría su vida muy diferente. “A mamá le detectaron Síndrome de Sjögren, una enfermedad autoinmune tan poco frecuente que no tiene suficiente difusión y que bien podría ser prima hermana del lupus o de la artritis reumatoidea”, describe Mercedes. “Es un mal que no mata, pero ataca a las glándulas y debilita los órganos. En su caso particular, ella padeció todo tipo de cuestiones relacionadas a la falta hidratación”, comenta. “Mamá no tenía lágrimas. No tenía saliva. No tenía fluidos. Sus ojos se irritaban por completo y vivía dependiente de una botella de agua. En momentos más agudos, aparecían llagas. En los más leves, su lengua se secaba al extremo, y hasta comenzó a perder sus dientes”, figura. “Es importante remarcar que es una enfermedad que no se manifiesta de igual modo en todos los pacientes” y que muchos conviven con ella naturalmente”, explica Meme. “La sintomatología, en mamá, hacía picos. Y en ese tránsito, que llevó varios años, desarrolló lo que se denomina Síndrome Fosfolípido, en el que la sangre forma burbujitas, para decirlo de algún modo sencillo. Y fue así que una de ellas llegó al cerebro provocando un ACV, que luego desató una serie de factores que la condujeron a un deterioro general. “Y jamás, nunca jamás, la escuché quejarse”, suelta con devoción.
Entonces se regalaron New York, un viaje que supieron disfrutar a pesar del violento avance de la enfermedad. Mercedes recuerda los amaneceres en los que iba a buscar a Nelly “y la veía sentadita en la cama, creyendo que disimulaba el modo de esconder la almohada manchada con sangre para que no me preocupase… ¡Pero siempre con su sonrisa inquebrantable!”, destaca de ese trip que antecedió a su partida, en 2014. “Siempre tuve a mis padres, pero nunca en exclusividad. Algo que debí entender y acomodar. Después de que la vida se llevara a Luciana, creo que mamá, muy inconscientemente, sintió cierta libertad de ser todo lo madre-pesada que hubiera querido ser conmigo. Y yo me dejé cargosear con entera felicidad”, dice Funes. “En el último tiempo, y más allá de las etapas increíbles que hemos caminado los seis, finalmente nosotras pudimos escribir nuestro capítulo aparte. Juntas, las dos. Y fue uno de los capítulos más preciosos para mí”.
Cecilio Flematti (50), el último de sus maestros, no sólo llegó a resignificar el amor (del que ella no descreyó “ni por un instante”, a pesar de un divorcio en su haber) sino también las relaciones. “Nuestro encuentro se dio en un momento de la vida en el que ya sabía qué sí y qué ya no quería y, por sobre todo, lo que soy capaz de dar”, describe Mercedes. “No tengo ni quiero tener tiempo para pelotudeces ni especulaciones. No me interesa jugar al gato y al ratón. No me interesa estar midiéndome con mi pareja ni sentirme insegura ni al borde del vértigo. No me interesa ser como el otro quiere que sea. A mí me interesa un compañero que me dé paz, a quien darle paz. Cecilio y yo nos elegimos a diario desde ese lugar”, cuenta respecto del periodista con quien se casó el 30 de noviembre de 2019, tiempo después de que “se parara delante de mí para decirme: ‘Me pasa esto. Siento esto. Y tengo esto para darte’, con esa preciosa vehemencia para el amor, que también me enseñó”, asegura. “Ceci jamás tuvo miedo de amar con entrega total. No guarda resto para mañana. No vive con un pie afuera, por las dudas. Y esa es una enorme responsabilidad. Hermosa responsabilidad”, suelta Meme.
“No hay costado, rincón, olor, sabor ni vivencia que él no conozca de mí. Ni yo de él. Y esa generosidad se suma a esas lecciones. Porque, para mí, es la mejor de las fórmulas. Yo ya tengo a mi compañero. Es él, él y él. Los demás son ‘gente’”.
Después de charlar con Cecilio en una conversación que mantuvimos en 2019, Mercedes valoraba la maternidad como “una especie de burbujita frágil que tengo entre las manos; Así de vulnerable y precioso es mi deseo”. Un deseo que, con el correr de los años, decía haber madurado “con miedo y timidez”. Pero claro, eran nociones personales demasiado prepandémicas. Hoy, me sorprende tajante: “Yo tomé la decisión de no ser mamá, y Cecilio me ayudó mucho en ese tránsito”. Y esta afirmación merece un contexto. Ser actriz para Meme “no es un trabajo; Ser actriz ‘es’. Soy. Tiene que ver con mi vida toda”, define.
Si bien lleva en este camino –”de tanta construcción”– 34 años, “siempre costó”, revela. “Nunca me deshice de ese sensación de estar comenzando una y otra vez”. Una aclaración más que válida para entender lo que sigue.
La maternidad nunca se me dio naturalmente, por lo que Cecilio y yo hicimos varios tratamientos. Y tampoco sucedió. Pero llegó la pandemia, el mundo cambió y yo también”, explica. “Entonces nos clasificaron a todos. Y escuché que yo no era un ser esencial. O sea que todo eso que sabía hacer, que en gran parte me define, resultaba totalmente prescindible. Y mientras el mundo me decía ‘¡Ey, vos correte!’, se hizo difícil convencerme de que yo valía la pena. Fue muy triste. Entendí que no me ilusionaba ser mamá sintiéndome de esa manera”, recuerda.
Tiempo después, cuando los quirófanos reabrieron sus actividades, apareció un nuevo tratamiento que involucraba donación de óvulos y prometía un 60 por ciento de posibilidades de embarazo. Y dije: ‘No’. No porque no es a cualquier precio, al menos para mí”, sentencia. “Y cuando decidí no ser madre, también empezó a jugar esto de ‘no voy a ser una mujer completa’. Pensé: ‘Mi trabajo no sirve de nada. No me recibo de mujer… ¿Para qué pasé por este mundo?’. Entre tanto, y tan a la par, “Ceci pronunció una frase que alivianó el alma: ‘Mirá que nosotros ya somos una familia, eh…’ ¡Y vi todo clarísimo!”, asegura.
A manotazos (como quien disipa el humo) Meme extirpó mandatos. Se dio cuenta de “lo venenoso que resulta el dicho ese de ‘tener un hijo, escribir un libro y plantar un árbol’. ¿Y si no quiero hacer ninguna de las tres cosas? ¿Habré vivido al pedo? ¿Por qué hay que ser tan trascendental?”, insistió. “Es así que bajé y dije: ‘Yo estoy pasando por este mundo para vivir mi vida. ¡Yo estoy pasando por este mundo para mí! Para todo eso que puedo vivenciar mientras estoy despierta’”.
Y entonces Mercedes se planteó una pregunta definitoria: ¿Qué querés hacer? “¡Quiero volver a abrazar mi profesión! Porque pensé que la perdía. Porque quiero darle toda mi energía”, se respondió. “Me cuestioné: ‘¿A mis 43, y en estas condiciones, realmente estoy dispuesta a darle el cuerpo y mi tiempo a un hijo? No, y estoy en paz con eso. ¿Hubiese sido una gran madre? Claro que sí, porque estoy llena de amor y tengo dos brazos para abrazar a quien lo necesite. Pero no seré madre. No quiero ser madre. Y eso está muy bien’”, enumera. “En este momento elijo disfrutar de mi vocación, de mi matrimonio, de mi juventud, que pasa pronto, y de mi físico, mientras responda… ¡Y definitivamente para mí!”.
A ojos de hoy y mientras aún camina de la mano del Chango, de Nelly y de Luciana, Mercedes no admite más por qué ni para qué, “porque está bueno quitarle sentido para que las cosas tomen sentido por sí mismas” y, principalmente, “porque eso nos hace más presentes”, considera. “No creo en el boomerang del universo ni en que finalmente todo se equilibra. La vida es injusta. Es mentira que compensa. Es mentira que empareja. Y eso es genial, porque entonces la justicia ya es tarea de uno”, reflexiona. “Vos curáte las angustias. Vos pasáte Merthiolate. Vos aprendé a defenderte. Vos hacé que tu vida valga, no la pena, la alegría”. Tan bien dice haber administrado sus silencios, sus dolores y emociones, que “lo bueno ganó siempre el balance de mi vida”. Esas “cosas buenas” de las que supo aferrarse “para hacer pie”. Porque como dice, “a mí jamás me tapó la ola y soy tan afortunada que en el naufragio que es la vida, y mucho más el mundo en este momento, yo me siento bien agarrada a la tabla”. Mercedes “volvería a transitar cada uno de los capítulos de mi historia exactamente tal y cual como fueron escritos. Porque todo ha sido necesario para que llegue a este sitio, a este ‘tan yo’ y genuinamente a gusto conmigo”.