Andre Agassi fue número 1 en el tenis aunque lo odiaba, llegó a jugar con peluca y protagoniza la mejor autobiografía de un deportista

En “Open” el estadounidense abre su corazón, muestra el sufrimiento que le provocó el juego que lo hizo rico y famoso y cómo llegó a encontrar un sentido.

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André Agassi y su autobiografía, "Open".
André Agassi y su autobiografía, "Open".

No pasan muchas páginas en la mejor autobiografía jamás escrita por un deportista hasta que el autor dice que odia el deporte que lo convirtió en una superestrella: “Juego al tenis para ganarme la vida, aunque odio el tenis, lo detesto con una oscura y secreta pasión, y siempre lo he detestado.” Open, las memorias del tenista Andre Agassi, comienzan con las líneas: “Abro los ojos y no sé dónde estoy, ni quién soy”. Este sentimiento lo acompaña a lo largo de las páginas.

Agassi dice que no puede ser casualidad que el tenis use “el lenguaje de la vida” y encuentra significado ahí. Love (en inglés se usa para denominar al 40-40), break (quiebre, cuando se rompe el saque del adversario), ventaja, cuando se pasa a estar arriba en el 40-40 y se queda a un punto de ganar el game, y tie-break (desempate, en España le dicen “muerte súbita”). Como la de cualquier tenista, hasta muchos de los mejores, su carrera tuvo más derrotas que victorias. Como cualquier vida de cualquier persona de a pie.

Cuando irrumpió, con su melena rubia y sus jeans cortados a modo de short deportivo, Agassi se parecía más a un miembro de Poison o Mötley Crüe que a un tenista profesional. Hubo tenistas rockstars antes que él, con estilos tan o más icónicos: Bjorn Borg con su melena rubia sujetada con vincha y su equipo Fila a rayas; nuestro Guillermo Vilas siempre tan elegante y aristocrático pero con un punto rockero innegable; John McEnroe y sus enojos tan exagerados contra los jueces de linea que se volvían simpáticos; etc. Sin embargo, Agassi era estadounidense y apareció en la época del final de la Guerra Fría, la televisión, las publicidades de Nike y Coca-Cola, el auge del hard-rock argelino y el cine de acción estadounidense ochentoso.

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El Kid de Las Vegas era el producto perfecto de su época. Llegó a estar tan preso de su imagen que cuando empezó a perder el cabello, salía a jugar con peluca, como en la final de Roland Garros de 1990, donde jugó con terror a que se le cayera, lo que limitó notoriamente sus movimientos y terminó costándole la derrota ante Andrés Gómez en lo que podría haber sido su primer Grand Slam. Lo cuenta en Open: “En la entrada en calor me puse a rezar pero no por el deseo de ganar sino para que no perder la peluca en medio del partido. En todos los puntos imaginaba que mi cabello se caía al polvo de ladrillo y no quería que millones de personas en el mundo lo vieran por televisión y se sorprendieran por cómo se le había caído el pelo a Andre Agassi”.

Ganaría su primer Grand Slam recién en 1992, en Wimbledon, donde no lo habían dejado jugar años atrás por negarse al estricto código de vestimenta de blanco que exige el mítico All England. A lo largo de su carrera terminaría ganando ocho de los torneos grandes. Finalmente, se afeitaría su cabeza en 1995, adoptando lo que sería su look icónico hasta el día de hoy.

Los looks extravagantes y rompedores que mostraba de joven, según cuenta en su libro, no eran para llamar la atención, sino más bien todo lo contrario, su propio grito de ayuda particular: “Dicen que lo que quiero es llamar la atención, destacar sobre el resto. De hecho –como con mi cresta mohicana–, lo que intento es ocultarme. Dicen que pretendo cambiar las costumbres del juego, cuando en realidad lo que procuro es que el juego no me cambie a mí. Me llaman rebelde, pero yo no tengo la menor intención de serlo.”

Cuando empezó a perder el cabello, salía a jugar con peluca

Uno de los pasajes más sobrecogedores de un libro que tiene muchos es cuando apenas después de convertirse en número 1 del mundo por primera vez, en abril de 1995, dice: “Me paso varias horas pateando las calles de Palermo, tomando café solo, muy fuerte, preguntándome qué coño me pasa. Lo he conseguido. Soy el mejor jugador de tenis del mundo, y sin embargo me siento vacío. Si ser el número uno me hace sentir así, ¿qué sentido tiene serlo? ¿Por qué no me retiro y punto?”.

Terminaría sosteniendo 30 semanas el puesto de cabeza del ranking de la ATP, donde decidió no jugar la temporada de canchas duras, por lo que fue superado por su histórico rival Pete Sampras, también estadounidense pero su completo opuesto tanto dentro de la pista como fuera. Cualquiera puede identificarse con eso, cuando todo te sale bien pero de todas maneras no alcanza y una voz en tu cabeza no deja de preguntarte: “¿Para qué?”.

En mis albores de competición, en una misma semana rompí dos raquetas, tenía 13 años y el reto que recibí fue tan descomunal que nunca más volví a estrellar una contra el suelo. Casi inmediatamente me di cuenta que no iba a ser un profesional, por lo que tampoco valía demasiado la pena comportarse como uno dentro de la cancha. Hoy disfruto el tenis mucho más que cuando era adolescente. Agassi, paradójicamente, uno de los personajes más dotados en la historia del deporte blanco, por lo que cuenta en sus memorias, nunca llegó a hacerlo del todo. Salvo cuando utilizó el juego para otros, fundando su propia academia, allí encontró su propósito: “Juego para recaudar fondos para mi escuela, y para darle visibilidad. Después de todos esos años, ya tengo lo que siempre había querido, algo por lo que jugar, algo que va más allá de mí y, a la vez, está estrechamente relacionado conmigo. Algo que lleva mi nombre pero que no se limita a mí. La Andre Agassi College Preparatory Academy.”

Andre Agassi, en 1991, en Wiimbledon. REUTERS/Kevin Lamarque/File Photo)
Andre Agassi, en 1991, en Wiimbledon. REUTERS/Kevin Lamarque/File Photo)

En el tenis la derrota duele más porque es individual, no hay equipo sobre el cuál distribuir el peso. El suizo Stanislas Wawrinka tenía tatuada la frase de Samuel Beckett: “Siempre lo intentaste. Siempre fallaste. No importa. Inténtalo otra vez. Falla otra vez. Falla mejor”. Esto le pesa a cualquier tenista, ejemplos de esto hay muchos, por nombrar a uno en actividad, el ruso Andrey Rublev -nombre de pintor del siglo XVII- que ha llegado a lastimarse a sí mismo a raquetazos dentro de la cancha al punto de sangrar y casi nunca pierde la mirada atribulada que junto con el pelo largo y revuelto le da algo de héroe trágico.

Pero Agassi en Open lo deja expuesto, abierto, como nadie. El tenis, como la vida, no se trata de cuántos partidos se ganan, sino de cuántos golpes se pueden recibir -y devolver- y cuántas derrotas se pueden atravesar antes de volver a levantarse y alcanzar alguna victoria. Y Agassi lo sabe. Ahora que tiene algo por lo que jugar, ya no creo que, en el fondo, odie el tenis, porque seria algo así como odiar la vida.