El poema de los viernes: Laurie Anderson fusiona el atentado a las Torres Gemelas, el duelo por una madre que no la amó y una “perra que habla”

La artista multimedia estadounidense incursionó en la poesía por primera vez en su libro “El corazón de un perro”, que también es disco y documental, “dedicado al magnífico espíritu” de su difunto esposo Lou Reed.

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"El corazón de un perro" es el pimer libro de poesía de la artista estadounidense Laurie Anderson, pero también es un disco y un documental
"El corazón de un perro" es el pimer libro de poesía de la artista estadounidense Laurie Anderson, pero también es un disco y un documental

Una mujer sueña que está en trabajo de parto. Cuando termina, su médico se acerca con un bulto rosado y le dice: “Es una nena”, mientras le entrega una perra rat terrier adulta. A nadie parece extrañarle que la “recién nacida” no sea humana ni bebé. Mucho menos a la mujer, que planificó todo.

Así empieza El corazón de un perro, la primera incursión en la poesía de la polifacética artista estadounidense Laurie Anderson. El libro, como ella misma, no se limita a un género, ni siquiera a un único medio: es, además de un libro, un disco y una película documental que gira en torno a Lolabelle, la perra que por años crió junto a su esposo, el músico Lou Reed, recordado por liderar la banda The Velvet Underground en la década del 60.

Anderson se hizo conocida en 1981 tras el impensado éxito de su single O Superman, una canción hablada, repetitiva y minimalista de casi diez minutos que critica al industrialismo estadounidense y su afán bélico. Desde entonces, la violinista y pionera de la música electrónica ha publicado decenas de discos, libros y películas, además de haber participado en incontables performances de lo más extravagantes (como el concierto para perros que ofreció en el Times Square de Nueva York, donde reside), y de ser la primera y única artista residente de la NASA.

Laurie Anderson junto a su esposo Lou Reed y su perra Lolabelle
Laurie Anderson junto a su esposo Lou Reed y su perra Lolabelle

El corazón de un perro, que apareció en 2015 como libro, disco y documental, fue lo primero que Anderson publicó desde la muerte de Lou Reed en 2013, a cuyo “magnífico espíritu” está dedicado. Anderson y Reed se conocieron a comienzos de la década del 90, ya asentados en sus respectivas carreras, y desde entonces formaron una pareja tanto romántica como artística, hasta la muerte de Reed a causa de un cáncer hepático.

En su primer libro de poemas, publicados por la editorial Bikini Ninja en una edición bilingüe que viene en su inglés original y traducida al español por Patricio Grinberg, Anderson parte del recuerdo de su perra Lolabelle para desandar los acontecimientos más importantes de los últimos años de su vida: el atentado a las Torres Gemelas, la muerte de su madre, con quien tenía una relación fría y distante, así como la de su esposo, sus paseos por Nueva York y las montañas, y su incursión en las prácticas budistas.

Los poemas de El corazón de un perro están en prosa, ordenados como microrrelatos que, sin estar atados a la sucesión lógica, poseen un ritmo que obedece más a la poesía que a las rigideces de la narración. En ellos brilla a simple vista la preponderancia de la oralidad. Quienes escucharon alguna vez su música, difícilmente puedan obviar el registro y la cadencia de la voz de Laurie Anderson, que rara vez canta en sus discos, como si también estos fueran poemarios en los que la música no es más que un acompañamiento para el plato fuerte: su perfecta recitación.

Compositora, violinista, poeta y directora, Laurie Anderson fue la primera y única artista residente de la NASA
Compositora, violinista, poeta y directora, Laurie Anderson fue la primera y única artista residente de la NASA

Los primeros poemas de “El corazón de un perro”, de Laurie Anderson

Este es mi cuerpo de sueño, el que uso para pasear en mis sueños. En este sueño estoy en una cama de hospital. Y es como una escena de una película que ya viste un millón de veces seguidas. El médico sostiene un pequeño bulto rosado. Y se inclina sobre la cama y me pasa el bulto. Es una nena, dice. ¿No es hermosa? Mirá. Y envuelta en ese bulto, veo la carita de mi perra, una pequeña rat terrier llamada Lolabelle. Y nadie dice nada como… “Mirá, eso no es un bebé humano. Sólo pariste un perro”. Pero yo estoy tan feliz. Apoyo mi cabeza sobre su frente y la miro a los ojos. Y es casi un momento perfecto, aunque la alegría se mezcla con un montón de culpa.

La verdad era que yo había diseñado todo. Había arreglado para que me cosieran a Lolabelle a mi estómago y así poder “parirla”. Y en verdad había sido difícil. Lolabelle no era una cachorra. Era una perra adulta y en verdad se había resistido. Y estuvo ladrando y tratando de escaparse, y los cirujanos intentaban meterla otra vez adentro y coser. Y todo era un lío y yo me sentía mal, pero las cosas tenían que ser así. Bueno, le di un beso en la cabeza y le dije, “Hola, cabecita hueca. Siempre te voy a amar”.

Vivo en el centro de Manhattan, cerca de la West Side Highway. En septiembre de 2001, después de que las Torres Gemelas cayeron, todo quedó cubierto de ceniza blanca. Durante meses, filas de camiones recorrían la autopista, llevando restos de metal retorcido. Al final del muelle, hay un edificio extraño, de apariencia asiria, y durante este tiempo, las lanchas del FBI amarraban ahí. Fue la época en que las cámaras empezaron a aparecer por todas partes. Todo era tan ruidoso y caótico. Yo trataba de salir de la ciudad lo más posible. Decidí ir a California, a las montañas del norte… con mi perra, Lolabelle.

Portada de la edición bilingüe de "El corazón de un perro", de Laurie Anderson
Portada de la edición bilingüe de "El corazón de un perro", de Laurie Anderson

La idea era hacer el viaje y pasar tiempo con ella y hacer algo como un experimento para ver si podía hablar con ella. Había oído que los rat terriers entendían alrededor de 500 palabras y quería ver cuáles eran. Era febrero y las montañas estaban cubiertas de flores silvestres diminutas. Y el cielo era enorme y alto y el aire era muy fino, de color azul pálido y los halcones circulaban. Todas las mañanas caminábamos hasta el mar, eso nos llevaba casi todo el día. Y lo que pasó, más o menos, fue que la belleza se entrometió en el experimento. Era tan hermoso allá arriba que me olvidé completamente del proyecto. Se me borró de la memoria.

Casi siempre el paseo hasta el mar duraba horas, y nosotras jugábamos y descansábamos y comíamos zanahorias. Pero los rat terriers fueron criados para proteger el territorio, y Lolabelle estaba siempre alerta. Trotaba delante mío en el sendero, haciendo algo de trabajo de avanzada, algo de vigilancia. De tanto en tanto, yo veía de reojo a los halcones volando en círculos perezosamente, muy arriba en el cielo.

Hasta que una mañana, sin ninguna razón… de repente… se precipitaron, justo frente a mí. Arrojándose desde el aire, con sus garras bien abiertas, justo sobre Lolabelle. Y subieron y volvieron a bajar. Me di cuenta de que estaban a punto de cambiar de plan. Esa cosita blanca que parecía un conejito blanco desde 700 metros de altura, resultaba ser un poco demasiado grande para agarrar del cuello. Y estaban haciendo cálculos, resolviéndolos. Y ahí vi el rostro de Lolabelle, y tenía una expresión del todo nueva. Primero comprendió que era una presa y que estos pájaros habían venido a matarla. Y segundo un concepto completamente nuevo. Comprendió que podían venir desde el aire. “Nunca se me había ocurrido. Otros 180 grados que ahora son mi responsabilidad. Ya no es sólo lo que está acá abajo… la tierra, los senderos, las raíces, los árboles… sino todo esto también”. Y el resto del tiempo que pasamos en las montañas ella siguió mirando sobre su hombro trotando con la cabeza erguida, sus ojos vigilando el cielo, como si algo en el aire no estuviera bien.

Y pensé, ¿dónde vi esa mirada antes? Y ahí me di cuenta de que era la misma expresión que tenían mis vecinos de New York justo después del 11-S, cuando se dieron cuenta de repente, primero, que podían venir desde el aire. Y segundo, que así sería de acá en más. Y que habíamos pasado por una puerta, y que nunca podríamos volver atrás.

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