Así empieza una guerra: crónica de las primeras bombas que cayeron en Bagdad hace 20 años

El relato de lo ocurrido en Irak en la madrugada del 20 de marzo de 2003, cuando comenzó la invasión estadounidense a Irak, por un corresponsal que estaba allí. Una madrugada de ansiedad y espera y los 20 días de uno de los bombardeos más intensos de la historia

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El ataque múltiple de misiles al palacio presidencial y los ministerios de la Zona Verde de Bagdad, a orillas del río Tigris. (Ramzi Haidar/AFP)
El ataque múltiple de misiles al palacio presidencial y los ministerios de la Zona Verde de Bagdad, a orillas del río Tigris. (Ramzi Haidar/AFP)

Es el sonido de la desgracia. Viene del cielo. Es como el de un avión comercial, pero más lejano y opaco.

Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr.

Pasa por arriba de nuestras cabezas. Sabemos que está lanzando su carga de muerte y que en unos segundos nuestros estómagos se aplastarán contra la espalda y el corazón saltará hasta doler. La primera bomba. La primera explosión. El instante preciso en el que estalla una guerra.

Ocurrió alrededor de las 5:30 de la mañana del 20 de marzo de 2003 de Bagdad. El enorme B-52 que escuchamos y no vimos lanzó la bomba que daría comienzo a la Guerra de Irak, hace 20 años. Un momento después se oyeron otras explosiones más lejanas. Los misiles lanzados desde las naves estacionadas en el Golfo Pérsico estaban haciendo estallar instalaciones militares y oficinas del gobierno. También edificios habitados por inocentes de todo. La precisión quirúrgica de la que hablan, es privativa de los quirófanos. En la guerra es todo muerte y destrucción.

El sonido es seco y devastador.

Boooooooommmmmmm.

La carga lanzada por el B-52 estalla en el medio del enorme edificio. Una bola de fuego se alza hasta convertirse en una nube negra. La primera llamarada es rápida y destellante. Las otras vendrán como en capas.

El eco se sigue escuchando por unos instantes. Los cristales cimbran y el edificio en el que estoy se mueve como cuando me sorprendían los temblores en Santiago de Chile. Tres minutos después, nosotros seguimos temblando y en el lugar del ataque sólo queda una bola de humo y un silencio que aterra. Sabemos que en cualquier momento aparecerá otro B-52 y todo comenzará de nuevo.

La espera mata.

El sargento Mark Phiffer del ejército estadounidense avanza desde el campo petrolero de Rumaylah en el sur de Irak. (U.S. Navy/Arlo K. Abrahamson)
El sargento Mark Phiffer del ejército estadounidense avanza desde el campo petrolero de Rumaylah en el sur de Irak. (U.S. Navy/Arlo K. Abrahamson)

Estuvimos esperando toda la noche. En cualquier momento tendría que venir el primer misil. Ya nada detendría la maquinaria infernal de la guerra que tanto había prometido Bush. De nada serviría una nueva bravuconada del dictador Saddam Hussein. Los inspectores de las Naciones Unidas que habían estado allí semanas buscando inútilmente evidencias de que en Irak se fabricaban armas de destrucción masiva, habían partido unas horas antes. Era la señal clara de que habría guerra.

Uno de esos inspectores, el coronel argentino Gustavo Juárez Matorras, me había contado en forma confidencial, la noche anterior, lo que estaba sucediendo. No habían encontrado más que unos misiles oxidados. La misión había terminado. Ellos no podían hacer nada. La decisión era política. George W. Bush, el entonces presidente estadounidense ya la había tomado. Lo de las armas era una excusa.

El ultimátum del Pentágono estaba marcado para la medianoche del 19 al 20 de marzo de Bagdad. Dos horas antes ya estábamos los corresponsales muy nerviosos, terminando de escribir la última crónica y dejando todo preparado para dar la alerta a nuestras redacciones. A las 23 habían cesado casi todos los movimientos. Afuera sólo se escuchaban ladridos de perros. Cuarenta y cinco minutos después la tensión era una soga que apretaba la garganta. La hora señalada pasó en el mismo silencio de muerte. A las cuatro de la mañana ya no había nadie en pie. Estábamos todos en una de esas duermevelas de hospital. Me saqué las botas y me tiré en una cama. Apenas me quedé dormido, “el camello” Yasser, nuestro chofer y de oficio cantante de ópera, me despertó a los empujones. “¡La sirena, la sirena!”, me gritó. Tardé un instante en escucharla.

Tropas británicas junto a un retrato de Saddam Saddam Hussein en la plaza central de la ciudad de Basora, sobre el Golfo Pérsico, la primera que tomaron las fuerzas invasoras el 20 de marzo de 2003.
(ODD ANDERSEN / AFP)
Tropas británicas junto a un retrato de Saddam Saddam Hussein en la plaza central de la ciudad de Basora, sobre el Golfo Pérsico, la primera que tomaron las fuerzas invasoras el 20 de marzo de 2003. (ODD ANDERSEN / AFP)

Uuuuuuuuu….Uuuuuuuuu…Uuuuuuuuuu

Se prendieron los parlantes de los minaretes de la mezquita de enfrente y comenzó la letanía: “¡Allah u Akbar…Allah u Akbar!”. Todo se encendió de golpe. Corrimos a avisar a nuestras redacciones. Intentar conectar diez o veinte teléfonos satelitales al mismo tiempo es una tarea imposible. Las señales se entrecruzan. De todos modos, el mundo ya tiene la señal de la CNN en vivo. Es la imagen de la nada. Algo oscuro, un edificio lejano. Algunas pocas luces de una calle. Bagdad está en silencio y semioscura. Lo único constante son los ladridos.

La sirena se detiene de golpe y otra vez el silencio, como una navaja en la yugular. En la calle está todo detenido. No hay movimiento en ninguna de las casas cercanas. Miro al cielo y no veo nada. Miro los edificios que pueden ser los primeros blancos y están todos de pie. Muy lejos veo a un soldado cruzando uno de los puentes sobre el río Tigris. Hay un destello del primer sol que sale por detrás de la torre de Zawra. La incertidumbre me carcome.

La respuesta viene en forma de misil Tomahawk. Estalla contra un edificio en el sur de la ciudad que después supe unos agentes de la CIA habían marcado poco antes. Allí había estado Saddam con todo su gabinete. Los sacaron a las corridas un momento antes de que estalle.

Saddam Hussein se mostraba desafiantes desde una de las barricadas levantadas en Bagdad, unas horas antes de la invasión estadounidense. (AP)
Saddam Hussein se mostraba desafiantes desde una de las barricadas levantadas en Bagdad, unas horas antes de la invasión estadounidense. (AP)

Veo la escena desde el balcón de la habitación 1603 del hotel Palestine, en el piso 16 con una vista tan extraordinaria como terrorífica. El misil estalló a 20 cuadras de donde estoy, pero el bombazo se siente mucho mas cerca. Los cuerpos y el edificio quedaron temblando. El que sería uno de los bombardeos más intensos de la historia había comenzado. A partir de ese momento se iniciaban 20 días de permanente zozobra, con infinidad de momentos que creía iban a ser los últimos. Bombas, destrucción y muerte a mi alrededor.

Cuando pude acercarme al lugar, el edificio atacado había desaparecido. Era apenas una pila de escombros. Habían pasado 48 horas y la guerra estaba en su esplendor. Habían comenzado a caer unas bombas de 400 toneladas que las llaman “corta margaritas”: rompen tres pisos de concreto como si fueran galletitas. Voy al hospital Al Quindi a encontrar a un sobreviviente del primer ataque. Ahí está Hasen Ailan, un chico de 22 años, soldado obligado de Saddam. En ese contexto, Hasan es un milagro musulmán. Dice que cuando escuchó el sonido del Tomahawk supo que se le venía encima. Cree que atinó a disparar su kalashnikov a la nada, pero no está seguro. Escuchó el brrrrrrrrrrrrr sobre su cabeza, corrió y cayó.

Buscó en forma instintiva la inútil trinchera que había cavado unas horas antes con tres de sus compañeros. Cree que se tiró de cabeza, pero ya no sabe que pasó. Perdió la kalashnikov y quedó con medio cuerpo tapado por los escombros y la cabeza pegada al pecho. Pero el brazo izquierdo nunca llegó. El derecho le amortiguó la caída, el izquierdo no hizo nada. De hecho, dice, ya no lo sintió mas. Su cuerpo terminaba en el hombro izquierdo. En su mente estaba todo, el brrrrrrrrrr del Tomahawk, el tarataratata de la ametralladora antiaérea, el tountountoun que salió de su kalashnikov o la de algún otro y el gran boooooooooooommmmmmm de la explosión. Pero de su brazo y del dolor que comenzaba a sentir no tenía memoria. Un compañero le dijo que había quedado tirado bajo un montón de tierra y piedra y que lo encontraron porque la sangre había subido a la superficie. Lo rescataron varios milicianos que soportaron el bombazo desde el edificio de enfrente. La explosión lo había lanzado a unos 30 metros del agujero que dejó el misil.

Columnas de humo sobre Bagdad de las trincheras de petróleo armadas por los iraquíes y que incendiaron para disminuir la visibilidad de los aviones estadounidenses. (Patrick Baz/AFP)
Columnas de humo sobre Bagdad de las trincheras de petróleo armadas por los iraquíes y que incendiaron para disminuir la visibilidad de los aviones estadounidenses. (Patrick Baz/AFP)

Cuando encontré a Hasan en el hospital estaba absolutamente deprimido. Se notaba que ya estaba deshidratado de lágrimas. Tenía su cuerpo entero menos ese maldito brazo izquierdo que no había llegado a cubrirse a tiempo. Un fragmento del misil se lo había destrozado. Los médicos no tuvieron opción. Apenas terminaron con la amputación de una pierna de otro desgraciado, siguieron con Hasan. Le cortaron lo que quedaba de ese brazo desde el hombro. “Una carnicería, una carnicería, una carnicería…”, repitió un médico joven cuando le pregunté lo que había pasado en el hospital ese primer día de la guerra.

Esa noche fue el principio de los siguientes nueve años del ejército estadounidense empantanado en el desierto iraquí y asolado por los grupos yihadistas. La loca idea de Bush y su ministro de Defensa Donald Rumsfeld de que todo iba a terminar con apenas unos meses de ocupación y una democratización de fantasía, fue aplastada por la insurgencia de Al Qaeda en la Mesopotamia y la implacable intervención de Irán. El Tomahawk marcó el camino que ya había llevado al fracaso en Vietnam y que lo volvería a hacer en Afganistán.

Las guerras, siempre se sabe cuándo comienzan. Nunca, cuando terminan.

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