La autodestrucción de una escritura

Por Ricardo Piglia

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Hemingway se suicidó en 1936. Quiero decir: a partir de ahí inició un trayecto que, en más de un sentido, se asemeja a un suicidio, o mejor, a un asesinato preparado por la propia víctima. En setiembre de ese año había publicado "Las nieves del Kilimanjaro"; este relato sobre el dinero, las mujeres y la muerte, sobre la imposibilidad de escribir, tiene la estructura misma del suicidio: no narra otra cosa que el fin de la escritura de Hemingway, y es su testamento.

Hasta ese momento (digamos, entre 1922 y 1937), en quince años de trabajo, había construido una de las escrituras más perfectas de este siglo. Sus mejores textos ("Cerros como elefantes blancos", "El río de los dos corazones", "La luz del mundo") eran relatos breves, fragmentarios: la blancura de la descripción aniquilaba toda anécdota, la escritura giraba en el vacío, remitía a la ausencia, al silencio. Apoyado en las investigaciones de la vanguardia de la década del '20 (sobre todo en la teoría joyceana de la 'epifanía') llevaba al límite la búsqueda de una narración de superficie, en la que el sentido estaba siempre desplazado: al descartar toda interioridad, enfrentaba la tradición psicologista de la novela burguesa, basada en la profundidad y en el mito de la esencia del hombre.

De todos modos, a partir de cierto momento (digamos, años '35, '36) Hemingway comienza a traicionar ese código: parodia involuntaria de sí mismo, lo que escribe en la segunda mitad de su vida parece encaminado a borrar su escritura, o mejor, a desmentirla.

Basta comparar el estilo seudobíblico, profundo, cargado "de babosa emoción" (la expresión es de Hemingway) de "El viejo y el mar" —esa parábola kitsch—, con la escritura blanca, casi abstracta de "Después de la tormenta": se trata del mismo tema, pero lo que va de un texto al otro, es lo que va (y pido disculpas por esta expresión tan envejecida) de la mala literatura, basada siempre en la buena conciencia de los sentidos plenos, a la buena literatura que lucha abiertamente contra esa tentación.

Para explicar este pasaje —quiero decir: esta pérdida— habría que pensar las relaciones entre escritura y éxito, entre demanda, dinero y mercado (algo de todo eso se puede encontrar en "Las nieves del Kilimanjaro") en la literatura de los Estados Unidos.

"Los escritores norteamericanos —decía Scott Fitzgerald— no tenemos segundo acto". No conozco un ejemplo más patético (salvo, quizás, el de Salinger) de autodestrucción de una escritura que el de Ernest Hemingway. Por otro lado, este pasaje ha sido acompañado (habría que escribir: sostenido) por una inflación de la figura pública de Hemingway: imagen del escritor como playboy, como aventurero, que difunde y estetiza cierta ética del ocio y del consumo, es decir, una moral aristocrática del Amo, que muestra su clase en las hazañas de una guerra privada con la muerte y el sexo.

Cazador, guerrero, conquistador sostenido por una ideología vitalista, paternalista, antiintelectual, típica del pragmatismo norteamericano (y, digámoslo de pasada, de todo el pensamiento de la derecha) Hemingway se ha convertido en uno de los grandes héroes de nuestra cultura. Esta es hoy su mayor influencia: una influencia que, en verdad, se enlaza con uno de los mitos clásicos de la crítica burguesa que pone en la vida del escritor el sentido último de su literatura. De este modo, cierto culto a la personalidad del autor se interpone entre el texto y su lectura: arsenal de anécdotas y mitologías que acompañan al texto y permiten manejarlo aún antes de haberlo leído.

Pocos escritores han sufrido, como Hemingway, esta distorsión: sus textos se pierden en medio de una maraña de mitos, tachados, censurados por un espacio de lectura que el mismo Hemingway parece haberse esforzado en construir sobre las ruinas de su escritura. Así, toda esa elaboradísima construcción verbal (que va desde "En nuestro tiempo" hasta "Las nieves del Kilimanjaro", pasando por Fiesta) en la que no se escribe otra cosa que la imposibilidad de narrar la experiencia, es leída, retrospectivamente, como una afirmación de la ideología literaria que esos textos intentaban destruir.

Respaldado en su sinceridad, en su experiencia vivida, Hemingway sería la metáfora misma del escritor primitivo, espontáneo. Curiosa paradoja, tradicional, por lo demás, en cierta lectura periodística de la narrativa norteamericana (veamos, si no, lo que ha pasado con Melville: escritor bárbaro que comienza Moby Dick con diez páginas de citas que van desde Aristóteles hasta Erasmo). Porque en realidad lo que hace Hemingway es crear los protocolos, el código, los procedimientos de la narración sincera: lenguaje directo, predominio del diálogo, sintaxis antigramatical, repeticiones, es decir, un conjunto muy elaborado de técnicas que buscan naturalizar el r202elato y ocultar sus reglas.

En este sentido, existen pocos escritores tan literarios (es decir, tan conscientes de que la literatura más verdadera es la que se sabe más artificial) como Hemingway: pensemos, sino, en "Padres e hijos", donde es capaz de presentar una violación sexual a través de una secuencia onomatopéyica de adverbios, basada en la significante maceración —levantarse una mujer y hacer puré— construyendo todo el efecto del relato sobre este juego joyceano.

¿Qué decir (ya que hablamos de influencias) de un escritor cuya primera novela —Torrentes de primavera— es un pastiche, únicamente destinado a parodiar (quiero decir, a criticar, a leer por escrito) a su mayor influencia: Sherwood Anderson? (A la inversa, reléase el primer cuento publicado por Hemingway —"Mi viejo"— y se podrá encontrar, desde el título, la paternidad de Anderson). Como toda verdadera escritura, la del primer Hemingway es un cruce de lecturas, un canje de textos: no hay Hemingway sin la experiencia de la lectura de Mark Twain (sin el trabajo con la lengua hablada del Huck Finn), sin Winnesburg, Ohio, sin los textos de Ring Lardner, sin el fraseo obsesivo de Gertrude Stein, sin los relatos de guerra de Stephen Crane. O sea, y para terminar: el verdadero héroe de Hemingway no es el hombre inocente hundido en la experiencia, sino, justamente, Nick Adams, es decir, un Stephen Dedalus (un Hamlet) que ha leído a Thoreau.

En fin, y ya que se trata de responder sobre la influencia de Hemingway, quiero decir que estas ideas sobre Hemingway son también, de algún modo, la marca —la influencia— que Hemingway ha dejado en mí. Mientras lo leía, a lo largo de estos años, he escrito algunos relatos y en el trabajo de escribirlos, podríamos decir que en cierta forma aprendía, a la vez, a leer, entre otros autores, a Hemingway (y durante un tiempo sobre todo a Hemingway). Quiero decir, escribir es siempre leer de un modo particular y para hablar de influencias (es decir, de la aprobación, de la herencia, pero también del robo, del plagio, o sea, en última instancia, de la propiedad) para hablar de influencia, digo, me parece necesario apoyarse en una teoría de la lectura: quisiera decir que esa teoría está también presente en Hemingway y desde allí sería preciso partir para leer sus textos (y no sólo sus textos).

Ricardo Piglia nació en Adrogué, provincia de Buenos Aires, en 1941. Es escritor, crítico, profesor y guionista. Su primer libro de cuentos, La invasión (1967) recibió el premio de Casa de las Américas. Su novela más estudiada, Respiración artificial, transformó el ambiente literario en 1980. Su obra ha sido traducida a varios idiomas: inglés, francés, italiano, alemán, portugués entre otros. Ha publicado también La ciudad ausente (convertida en ópera por el compositor Gerardo Gandini) y Plata quemada (llevada al cine por Marcelo Piñeiro); los relatos de Nombre falso y Cuentos morales; y los ensayos de Formas breves, El último lector y Crítica y ficción, entre otros.

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