La Nochebuena y la Navidad nos vuelven a encontrar en un clima donde lo religioso convive, no siempre sin tensión, con el consumo, las urgencias y cierta obligación social de “estar bien”. En estos días, gran parte del espacio público y mediático queda absorbido por precios, promociones, mesas abundantes y balances de gastos. Sin embargo, el corazón de esta celebración no pasa por la abundancia ni por el derroche, sino por una austeridad que no es pobreza, sino discernimiento: la capacidad de distinguir lo necesario de lo superfluo. La Navidad no nos pide renunciar a la alegría, sino purificarla.
Hablar de austeridad en nuestra sociedad requiere una aclaración previa. No se trata de demonizar el tener ni de sospechar del bienestar ajeno. El problema aparece cuando la ostentación se vuelve norma y el valor de las personas y de los vínculos queda atrapado en la exhibición permanente. La austeridad no niega el disfrute, pero lo ordena; no prohíbe, pero discierne; no empobrece, sino que libera. Es una forma concreta de libertad frente a lo material, que permite elegir conscientemente qué lugar ocupan los bienes en la propia vida y cuánto espacio se reserva para el otro.
La sobriedad, en este sentido, es una clave profundamente navideña. No solo como gesto solidario hacia quienes menos tienen, sino como una actitud que nos acerca verdaderamente a los pobres. La austeridad rompe la distancia que genera el exceso y nos vuelve más sensibles a quienes atraviesan estas fiestas con preocupación, con mesas incompletas o en soledad. Celebrar sobriamente es resistir una lógica que mide el éxito de la Nochebuena por lo que se compra, se muestra o se publica, y optar, en cambio, por una mesa compartida antes que perfecta, por la presencia antes que la puesta en escena.
El relato del nacimiento de Jesús desarma cualquier intento de convertir la Navidad en un espectáculo. Dios no irrumpe en la historia con ruido ni exceso, sino en la fragilidad de un niño, en un pesebre prestado, en el silencio de la noche. Por eso, la Navidad no puede reducirse a un conjunto de gestos piadosos o sentimentalistas que tranquilizan la conciencia por unas horas. Es una transformación de la vida, una nueva manera de mirar la realidad, de vincularnos con los demás y de tomar decisiones cotidianas, especialmente desde los últimos y los más frágiles.
El desapego de lo material no empobrece la Navidad: la vuelve más verdadera. Nos hace más atentos a las desigualdades que atraviesan nuestras ciudades y barrios, y más disponibles para una cultura del encuentro que comparte en lugar de ostentar.
Tal vez esta Nochebuena sea una oportunidad para corrernos del exceso y volver a lo necesario, para que la celebración no se agote en una noche ni en un consumo, sino que se traduzca en una manera distinta de vivir. Porque cuando la sobriedad ordena la fiesta, la Navidad deja de ser un gesto pasajero y se convierte en una experiencia que transforma.
*Máximo Jurcinovic es sacerdote y director de la Oficina de Comunicación de la Conferencia Episcopal Argentina.