Crítica | ‘Ni una más’: entre el activismo juvenil y el subrayado feminista

El nuevo fenómeno juvenil de Netflix utiliza el activismo feminista como estrategia forzada para componer una historia que parece confeccionada a través de continuos eslóganes oportunistas

Alma (Nicole Wallace), Greta (Clara Galle) y Nata (Aïcha Villaverde) son la demostración de que no hay nada más fuerte que un grupo de amigas. (Crédito: Netflix)

Hace dos años se publicó Ni una más (Ediciones B), libro de Miguel Sáez Carral que se sumergía en un instituto a través de una serie de amigas para inspeccionar la cultura de la violación y sus consecuencias en las nuevas generaciones.

Ahora se estrena en Netflix una miniserie en la que aparece como creador José Manuel Lorenzo, que también está detrás de Las largas sombras, adaptación de otra novela, en este caso de Elia Barceló, que se ha encargado de dirigir Clara Roquet.

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Un extraño activismo

Gabriel Guevara y Aïcha Villaverde en 'Ni una más' (Netflix)

Ni una más se plantea como una ficción reivindicativa contra el ‘heteropatriarcado’ el machismo estructural (resulta curioso que sus creadores sean dos hombres), pero, sin embargo, tiene un punto de demagogia un tanto turbador: en efecto, la materia que se trata es importante, pero lo hace de una manera un tanto falsa y panfletaria, haciendo pasar el activismo como un discurso superficial de heroínas de patio de colegio.

Las protagonistas no dejan de ser de lo más esquemáticas: Alma (magnética Nicole Wallace) es la rebelde, tiene una mala relación con sus padres y está empezando a fumar porros; Greta (Clara Galle) es un poco ‘hippie’ y lesbiana, y Nata (Aïcha Villaverde, una auténtica revelación) es empollona, de familia rica y estirada, y tiene una relación tóxica con el capitán del equipo de fútbol, Alberto (Gabriel Guevara). También está Berta (Teresa de Mera), en la que se acumulan todavía más los clichés: una joven que ha sufrido problemas de salud mental tras la separación de sus padres y que ha optado por el bachillerato de ‘artes’ porque se supone que es más ‘sensible’.

Una serie que hace del exceso su mayor virtud

El problema de Ni una más es que no tiene un foco o, lo que es peor, intenta abarcar demasiado. Así, cada una de las protagonistas se convertirá de una forma u otra en víctima de alguna agresión que nos lleva desde los casos de ‘la manada’, al ‘cyberflashing’, pasando por los depredadores sexuales de toda la vida, los abusos a menores o el consentimiento.

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Cada capítulo encierra, en ese sentido, una moraleja, un aviso, al son de buena parte de los lemas que nos han acompañado en los últimos tiempos, desde el ‘amiga, date cuenta’ al ‘yo sí te creo’, todos surgidos a partir del movimiento Me Too. De hecho, ‘Ni una más’ también podría convertirse en un eslogan, en un hashtag. De hecho, lo es.

Nicole Wallace en 'Ni una más'. (Crédito: Netflix)

Está muy bien hacer bandera de estas consignas, sobre todo si van dirigidas a las nuevas generaciones, a un público juvenil que pueda ver representadas en la pantalla algunas ‘red flags’, o lo que es lo mismo, esas banderas rojas por las que no se debería pasar y que, en ocasiones, son difíciles de detectar.

¿Pero qué ocurre si todas esas advertencias se acumulan en una sola ficción? Que termina siendo una especie de culebrón en clave ‘teenager’ en el que se utiliza la exageración y el subrayado como base constitutiva de una narración tan caótica como oportunista.

Feminismo falso y forzado

Unos padres que tienen una plantación de marihuana para poder subsistir tras la crisis económica, la protagonista que lleva tatuada la palabra ‘feminista’, profesores que hablan de la ‘posverdad’, conversaciones sobre la revisión de los cuentos tradicionales a través del feminismo.

Nicole Wallace y Clara Galle, 'sororidad', al menos. (Crédito: Netflix)

Todo suena falso y forzado. Y son solo unos pocos ejemplos. Una de las tramas principales, aquella en la que la protagonista comienza a ser amenazada a través de WhatsApp recibiendo fotos de un miembro viril erecto y que parece ser una de las intrigas fundamentales, acaba sin tener recorrido. Y eso ocurre en la mayoría de los casos con todas las historias que se cuentan. Quizás porque no llegan a estar bien contadas.

Hay que reconocer que la serie se ve con cierta adicción, sobre todo porque uno no puede imaginarse qué puede venir a continuación. El listón, en ese sentido, el del exceso y el hacinamiento, está muy alto. Por supuesto, hay ecos de Euphoria, de series como Por trece razones, sobre todo por esa necesidad de poner de manifiesto los peligros a los que está sometida la Generación Z y, por qué no, dar algunas lecciones de valentía a la hora de hablar de temas peliagudos y romper barreras y estigmas. Las intenciones son honrosas, los resultados, un poco cuestionables.

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