Bajo una gorra negra, el pelo recogido, las luces tenues y una envolvente música funcional de jazz, Daniela Catrileo habla con suavidad y convicción. Estamos en un hotel de la Avenida Callao. Bebe agua de una botella de metal coloreada, revolea los ojos para pensar sus ideas y se lanza en la argumentación. Acaba de publicar una nueva novela, Chilco, lo que la trajo de visita a la Argentina, a la Feria del Libro de Buenos Aires, pero no es sólo una ficción. Es decir, no es solamente una ficción. Con ella desmenuza asuntos que la desvelan: racismo, colonialismo, extractivismo, falso progresismo, territorio, crisis habitacional, comunidad, literatura.
Chilco empezó como un poema en prosa. Acababa de mudarse a Valparaíso, al barrio de Plaza Ancha, a un par de cuadras del Océano Pacífico, y algo del aroma de su nueva ciudad la conmovía. “Se llama marecía, es un fenómeno salino. Cuando las algas y la sal empiezan a tener efecto en el territorio, pero hay días que no lo hueles y hay días que sí. Empecé a escribir un poema a partir de eso. Paralelamente estaba escribiendo una tesis de posgrado, estaba muy complicada por la fecha. Estaba hastiada de la escritura. Entonces me fui entusiasmando con este poema, que después se volvió novela”, cuenta. Afuera hace frío y amaga con llover.
Catrileo, que además de haber publicado varios libros de poesía y otros tantos de ficción, también es performer y profesora de Filosofía, conoce Argentina. Y enumera las ciudades: Mendoza, Rosario, Córdoba, Bariloche, Buenos Aires. Nació en Santiago en 1987 y su vida se bifurca entre lo citadino y lo originario. “La literatura mapuche tiene producciones simbólicas propias y formas estéticas que están presentes muy cotidianamente en nuestra familia. Mi abuelo siempre ha cantado: en una sobremesa familiar canta en mapuzugun. Mi abuela siempre ha contado sus relatos de la comunidad: esas formas orales son parte de nuestra literatura”.
—¿Tu identidad mapuche siempre estuvo presente?
—A mí no me negaron ser mapuche, como a muchas personas le negaron su identidad, ya sea por la discriminación o también por protección de su familia o por desconocimiento. En mi caso, eso estuvo allí siempre. Yo nací en la periferia de Santiago, porque mi familia mapuche emigró durante los años setenta, desde el campo a la ciudad. Hay una doble migración que se establece en dictadura de las personas campesinas e indígenas que se instalaron en las urbes del centro, y desplazadas nuevamente a vivir en las periferias. Por eso la mayoría de las periferias en Santiago tienen una gran cantidad de personas indígenas. Somos barrios que se han construido a partir de un nudo plebeyo y popular e indígena, y ese nudo hace que uno se críe en un lugar mucho más bicultural donde hay traspasos entre ambos mundos. Pero mi raíz está en Quilaco, en la comunidad de familia, donde creció y se crio mi padre con una forma de vida mapuche muy distinta a la mía, que es citadina. Eso es lo hermoso también: somos una sociedad heterogénea con una espiritualidad y una cosmovisión pero con formas de vida que pueden variar dependiendo del territorio. Hay identidades locales que se dan a partir de situarse en un territorio específico: quienes viven en el mar son los lafquenches, los que viven en el norte son los picunches, quienes viven acá son los puelches, más al sur están los huilliches. Los ngen, que son nuestros entes sagrados, van a cambiar dependiendo del territorio en el que tú estés. Es una sociedad tan heterogénea en su formas lingüísticas y de vida. Esa ha sido la manera compleja que he tenido de ver desde que soy niña. Mi familia es de una comunidad de los valles, cerca del mar, y todos mis veranos de infancia los pasé en la comunidad donde mi bisabuela hablaba mapuzugun, no hablaba castellano, donde aprendí otras formas de vida. Después me tocaba llegar a la ciudad, ir al colegio, pero la mayoría de mis compañeros también eran niños y niñas mapuches. Siempre me he sentido en una especie de puente, de zona liminal entre dos mundos.
—En la novela la idea de tierra, de territorio, es clave. ¿Es una forma de contraponer las cosmovisiones de ambas culturas?
—Sí. Para el mundo occidental la tierra es una matriz productiva. Para una visión del pueblo mapuche, que es transversal en el mundo indígena, el territorio conlleva formas de vida que son incluso no perceptibles ante la sensibilidad humana. Hay formas de vida que también son espirituales y están engarzadas en otras dimensiones. Toda esa complejidad conlleva que lo que defendemos no es sólo un pedazo de tierra, sino todo un territorio: de qué manera nos vinculados con el volcán, de qué manera nos vinculados con las aguas. Y por eso los pueblos indígenas hoy se levantan contra el extractivismo.
“Yo era una niña poeta”, dice Daniela Catrileo y se ríe. Recuerda las primeras lecturas, la adolescencia: “También vengo del punk, de un mundo contracultural en el que era común traficar libros y compartirlos, como la música. Organizábamos lecturas, performances, cosas así”. En Santiago, ya adulta, confluye con escritores y artistas mapuches. “La lucha mapuche nos unió. Y eso le dona más densidad a lo que venía pensando”. Entre el mundo mapuche y el occidental siempre hubo tensión, “pero también mixtura”, dice Catrileo. “No soy esencialista. Me interesa cómo se van generando formas de conocimiento que estén implicadas con la impureza”.
“Occidente tiene que aprender de las luchas anticoloniales y de otras formas de conocimiento”, sostiene. “Estudié Filosofía y para mí los pueblos indígenas también tienen sus formas filosóficas de saber que no son quizás las que se conocen en una currícula educacional. Pero también hay apuestas de distintos intelectuales indígenas. Me interesan los diálogos que se pueden establecer. A veces la filosofía oriental también tiene algo de las filosofías indígenas: no se pueden homologar, sí pueden conversar. Sobre todo con la crisis climática. Hay mucho que aprender de toda la resistencia y de las formas de cuidado con la naturaleza”.
—El humor está presente en la novela. Hablás de la importancia de incorporar “el amparo de la risa como ideología”.
—Somos cuerpos afectados tanto por el dolor como por la risa. Somos entidades complejas que celebran al mismo tiempo que pasan duelos terribles. Las formas lúdicas también han sido herramientas críticas para poder sobrevivir y también hacer comunidad. En una misma muerte también es posible la risa: cuando estamos llorando nuestros muertos también nos acordamos de las cosas que hicieron. Los muertos viven en nosotros y sus anécdotas o sus historias están allí. Entonces las corporalidades están llenas de gozo y de dolor. Son un mismo cuerpo. La risa acá me sirve como herramienta crítica también para evidenciar las formas de poder, de cierto elitismo progresista o de poderes hegemónicos que siempre nos han fetichizado o nos han despojado de nuestros derechos. Entonces, acá, los personajes toman estas estrategias de la risa para poder evidenciar esas formas de poder que no siempre son reconocidas. Pienso que cuando la risa vuelve y contagia a los cuerpos que han sido históricamente oprimidos, el gozo por fin retorna nuevamente.
—Y hay algo también de la ironía para transformar a la víctima, para que salga de ese lugar, muchas veces cómodo y siempre pasivo, ¿no?
—Eso me interesaba mucho y admiro mucho a quienes crean a partir de eso. Pensaba en personajes tan complejos como los de Jamaica Kincaid: ella hace ese juego irónico más satírico. O las películas de Spike Jonze. También nos reímos del lugar que ocupamos. Tenemos nuestros discursos complejos, investigamos también, hacemos vida, somos parte de un presente y también sabemos reír de los otros y de nosotros mismos. Creo que el pueblo mapuche tiene mucha risa y gozo, y quizás ante los contextos sociopolíticos en los que nos envolvemos en la hostilidad no siempre es tan visible. Si tú lees un poema de David Añiñir, de Mapurbe, está colmado de ironía, donde la risa está presente y donde todo el público goza con cómo nos reímos, desde quienes nos hacen etnografía, quienes hacen antropología con nosotros, hasta la manera en que nosotros mismos nos vemos.
—Los protagonistas, frente a la dj que vive con ellos que descubre grabándolos, hay ironía, pero también hay venganza, una pequeña revancha que en el libro también está presente.
—Sí, creo que la escritura es venganza. Que yo pueda escribir una novela hoy en día, desde el lugar que ocupo en el mundo, con la historia que cargo con mi familia, creo que ya es una venganza bastante grande. Que mis palabras estén allí, porque no son solo mías, también son parte de mis ancestros, de mi pueblo. Y si mi abuelo no pudo escribir, aquí estoy yo.
—Hablás también de la arquitectura colonial que hay en cada detalle de la ciudad.
—Me fascina eso. Es que si no hubiese sido poeta habría sido arqueóloga, creo yo. Bueno, un poeta es un arqueólogo también. Cuando uno va cavando, ¿qué sale al final? No son esquirlas pétreas, lo que hay ahí son flores, son brotes. Y debajo de cada iglesia hay, por supuesto, un templo indígena. También, como dicen Silvia Rivera Cusicanqui o Benjamin, si uno hace el esfuerzo de ir a contrapelo de esa historia, te vas a dar cuenta de todos esos archivos y huellas diseminadas que nos van a poder orientar frente al presente o al futuro en crisis. Creo que eso está presente en todo lo que hago, porque me interesa la memoria, por supuesto.
“Hay un racismo estructural”, dice Daniela Catrileo. No titubea. No matiza. “Cuando pensamos en el racismo nos vamos a las pequeñas historias, está bien pensarlas como testimonio, pero hay que evidenciar el racismo estructural de las instituciones estatales que lo podemos ver tanto en las currículas educativas que no evidencian las formas de vida de los pueblos originarios ni los derechos y, por otro lado, los resultados de las nulas políticas públicas que hay con los pueblos originarios. Hoy en Chile la tasa más alta de personas empobrecidas o que no pueden acceder a la educación es la de las personas que pertenecen a pueblos indígenas”.
“Además, hay cuestiones individuales: hay un colonialismo interno muy presente en todas las personas en nuestras sociedades que no se reconocen a sí mismas con sus raíces indígenas y que son muy incapaces de poder ver qué de indígena tienen. Y creo que Latinoamérica es un continente donde nuestras raíces están en absolutamente todo, solamente que no hemos rasgado suficiente esos vestigios para poder descubrirlas. Y por eso creo que se va generan estos discursos de odio y también estas ofensas ante quienes sí se reivindican a sí mismos como pertenecientes a un pueblo originario”, agrega.
“Incluso en la teoría política”, dice Catrileo y habla de “los marxismos más ortodoxos” donde “no existían los indígenas, existían los campesinos, hasta que Mariátegui dijo: el mundo plebeyo incluye el mundo indígena”. “Esa manera que tenemos de comprender que cada territorio es distinto obedece a que han existido autoridades indígenas, tanto espirituales como políticas e intelectuales, que han relevado la posición de nuestras comunidades, pero también la complejidad que hay. Y lamentablemente en algunos grupos progresistas esa complejidad no es tan visible ni es tan evidente”, afirma.
“Yo apuesto a una construcción por alianzas, con articulaciones, que podamos hacerlo desde distintos mundos, porque ninguna comunidad sobrevive sola. Pienso más bien en sociedades heterogéneas que se puedan articular en base a un objetivo de emancipación. No creo que puedan lograrlo los separatismos. Pero para eso necesitamos trabajo territorial, sensibilidad y comprender profundamente, también con ternura, lo que ocurre en esas comunidades. Es un diálogo de largo aliento que está difícil ante el presente hostil que vivimos, pero confío en que podamos lograrlo en algún momento”, asegura.
—La última, ¿qué te permitió la literatura para abordar todas cuestiones, que quizás desde otras disciplinas no encontrabas?
—Al menos a mí, me acerca a la niña que fui. Me siento muy cercana a esa niña y a esa adolescente. Me sigo conmocionando ante el mundo. Creo que la literatura me permite también tener una voz, una cierta visibilidad que no busqué, por supuesto, pero que está allí por las cosas a las que uno se dedica. Pero también a no perder de vista la afectación sensible que tenemos frente a los otros, frente a los territorios. Creo que en el momento en que me deje de asombrar voy a dejar de escribir.