El largo y duro cautiverio del autor de El Quijote en manos de los turcos

Miguel de Cervantes y su hermano Rodrigo fueron capturados por piratas en su viaje de regreso a España. "No ha estado nunca en Argel, pero sabe que llega al infierno", escribe Jordi Gracia en una nueva biografía

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Creyéndolo noble, sus captores pedirán un elevadísimo rescate. Y eso prolongará el cautiverio de Cervantes por cinco largos años, de 1575 a 1580. En ese tiempo, intentará varias fugas: por el desierto o por el mar. Recapturado, se salvará de los más graves castigos –mutilaciones o incluso la muerte por empalamiento- probablemente por el alto rendimiento que esperan sacar de él sus amos.

En este extracto de Miguel de Cervantes. La conquista de la ironía (Taurus, 2016), Jordi García reconstruye -a través de testigos y de lo que el propio prisionero volcó en novelas y poemas sobre aquella experiencia- el cautiverio de quien, con 28 años, ya es "el Manco de Lepanto", pero todavía no el célebre autor del Quijote.


En las cárceles de Argel [Extracto]

[...] Cervantes no ha estado nunca en Argel pero basta nombrarla para saber que llega al infierno. Ahora lo tiene delante, recién levantada una tercera muralla que funciona «más de parapeto que de muralla», con sus dos torres nuevas, una para el faro que no se enciende nunca y otra para una vigilancia relajada y «de poca importancia» frente al puerto —Argel significa ciudad de la isla—. [...] Cuando llega Cervantes están acabando de construir un bastión nuevo para una pieza de artillería traída de Fez, de siete bocas, y otras «cinco piezas de artillería menuda», según cuenta Antonio de Sosa en su Topografía de Argel.

En la primera vista y en el principio está lo peor, y Cervantes llega a la vista de la tierra enemiga y ante ella, explica a Mateo Vázquez, «no pude al llanto detener el freno» y sin «saber lo que era, / me vi el marchito rostro de agua lleno», en compañía de Rodrigo y otros tantos soldados y capitanes que despiden para mucho tiempo la vida en libertad. La paradoja se recrudece en la memoria porque Cervantes se acuerda entonces, mientras llega la nave a Argel, de los tiempos en que el «Grande Carlos tuvo / levantada en el aire su bandera», y una cosa y la otra, la derrota de hoy y la derrota de ayer, se confunden en su memoria y, entre ambas, nuevas «lágrimas trujeron a los ojos».

Iba a tener mucho tiempo para despejarse mientras acaba de recibir la orden de soltar los remos y quedar asido con el resto de bogadores «a un cordel o cuerda delgada». Una vez desherrados, o soltado el cepo que los sujeta al banco de la galera, deben recoger los remos y llevárselos al almacén mientras los turcos desembarcan con el botín, la galima, para empezar la fiesta con «gran pavonada y gloria muy particular». A Cervantes se lo lleva el capitán de la galera que lo capturó, Dalí Mamí, para encerrarlo en sus baños, porque bañol significa en turco cárcel real, o sea, del gobernador de Argel, aunque las hay particulares, como la de Dalí Mamí. Sus condiciones serán las mismas que las de todos, encerrados en una instalación parecida a un patio con dos alturas, una cisterna de agua en el centro y «muchas camarillas» que funcionan como minúsculas celdas o chabolas y tiendas que a veces comparten varios presos «tendidos todos en el suelo, y casi todos o con los pies en algunos cepos metidos, o con grillos y cadenas a buen recaudo». También cuentan con un lugar habilitado como «iglesia u oratorio» porque «nunca faltan sacerdotes cautivos» para celebrar la misa, aunque a menudo deben pagar por asistir a ella.

En Argel malvive una población de al menos veinticinco mil cautivos procedentes de todos los puntos de la cristiandad, «contando los que bogan en las galeras y los que quedan en tierra», como de todos los puntos de la cristiandad proceden los infinitos renegados de Argel. Las calles van «sin orden y sin compostura» pero con detalles que no escapan a Sosa, como la ausencia de ventanas en las casas, precisamente para que no «miren o sean miradas de otros» las mujeres argelinas y tunecinas de una ciudad altamente cosmopolita y superpoblada entonces de moros, turcos y judíos como pocas ciudades (o ninguna) de Occidente. [...]

Nada menos que la mitad de su población, calcula Sosa, son renegados, «turcos de profesión», convertidos a la fe musulmana, bien porque «como pusilánimes rehúsan el trabajo de la esclavitud », bien porque les «place la vida libre» y el ejercicio «de todo vicio de la carne en que viven los turcos», bien porque —y son los casos más sangrantes y los que Cervantes rescatará para su literatura—, una vez capturados desde niños en las razzias en las costas cristianas, sus amos les imponen desde muchachos «la bellaquería de la sodomía a que se aficionan luego», como es natural, por mucho que a Sosa le saque de quicio ese «vivir a su placer y encenagados de todo género de lujuria, sodomía y gula». Y todo sin recato ni reserva porque es tan natural y tan estimada la sodomía que «las boticas de barberos» son públicos burdeles de muchachos, como en público vomitan sus borracheras «en las barbas de todos», de nuevo pese a la prohibición coránica del alcohol (beben tanto que «ninguno va a comer con otro que no lleve un cristiano que le vuelva a casa»). Lo que es seguro es que a los muchachos los cuidan los turcos más que a sus propias mujeres, visten «muy ricamente a sus garzones» porque «son sus mujeres barbadas» y les sirven «de cocinar y de acompañar en la cama». Es verdad que hacerse turco «de profesión» incluye el rito de la circuncisión, que practica un maestro judío «cortándole en redondo toda la capilla del miembro», mientras el renegado invoca a grito pelado a Mahoma «porque no se puede hacer esto sin sentir muy gran dolor».

En ellos, en los renegados, «está casi todo el poder, dominio, gobierno y riqueza de Argel, y de todo su reino», y por eso son los «principales enemigos» del cristiano, con no menos de seis mil casas en Argel. Al menos a dos de ellas va a sobrevivir Cervantes, primero la de Dalí Mamí, renegado albanés, y después la de Hasán Bajá o Hasán Veneciano, que será el gobernador o virrey de Argel desde junio de 1577 y es un célebre renegado veneciano, capturado de niño por el jefe de la armada, Uchalí, que es hombre con formación cultural y cosmopolita con quien crece Hasán, como secretario y amante reconocido, para convertirse después, con treinta y tantos años, en el cruel gobernador de Argel que todos deploran.

Si hay que creer a Sosa, con la moderación que no pone él en su alegato contra los musulmanes, les gustan los relatos y las historias hasta el extremo de que le deben mucho los cautivos a ese gusto inmoderado por contar historias exóticas y chismes, porque «con esto les alivian el trabajo del cautiverio, haciendo que con las nuevas diviertan el pensamiento e imaginación continua de las cadenas». Buena parte del día lo deben pasar hablando y hablando y hablando, sin perder el hilo, y algunos incluso toman nota de historias, y las vuelven a contar y las registran con tanto escrúpulo como al menos durante seis años hizo Antonio de Sosa para dejar el testimonio más completo, a ratos perturbador, equilibrado e inteligente que existe sobre la vida de Argel y la vida en sus cárceles o baños.

Antes que nada, empezar a escaparse con el corazón y la cabeza, día y noche y sin descanso. Porque la servidumbre en la obra pública, la molienda, el servicio doméstico o el acarreo de leña y agua son el destino de esclavitud que a los más afortunados les espera allí. Y los más afortunados, como Cervantes, son aquellos a quienes se asigna un rescate, alto, desde luego, si llevan consigo las cartas que lleva Cervantes. Pero a menudo los precios crecen y crecen con el tiempo, a medida que las fantasías de los turcos sobre la calidad de sus presos incrementan el margen de beneficio de lo que no es una guerra de religión sino una operación comercial o, en todo caso, una guerra económica. Por delante solo hay un plan, que es intentar pasar el menor tiempo posible en la cárcel, aprovechar el régimen de semilibertad en que viven y rezar, en el sentido literal, para que cuanto antes llegue el dinero del rescate o al menos una misión de redención de cautivos enviada desde España que lo aporte.

Y mientras tanto mantener la tensión que tan bien define el animoso Pérez de Viedma del relato de Cervantes porque cuando aquello «que fabricaba, pensaba y ponía por obra» no acababa resultando como debía, de inmediato, o «luego, sin abandonarme, fingía y buscaba otra esperanza que me sustentase, aunque fuese débil y flaca». Y seguía intentando la fuga, y con «eso entretenía la vida, encerrado en una prisión o casa» que llaman baño.

Saben todos nada más llegar que el tiempo y la buena suerte son lo mismo: su único aliado. Cada cual administra su capacidad de resistencia para sobrevivir a condiciones que dependen de cada amo y del rescate que piden por cada uno. Cervantes cuenta mucho después, tras su liberación en septiembre de 1580, que estuvo desde el principio en casa de Dalí Mamí «cargado de grillos y cadenas». Las cartas que lleva encima le han salvado de la pura explotación esclava o de ser carne de remero en las galeras corsarias, pero a la vez su amo lo tiene «en mucha cuenta y reputación» y, precisamente por eso, cuenta un compañero de cárcel en la misma casa, lo tiene de ordinario «aherrojado y cargado de hierros y con guardias». Tener así a un hombre relevante, «todo vejado y molestado», sirve para acelerar los rescates, apremiar a los familiares, y librarse cuanto antes «de pasar mala y estrecha vida, como la acostumbran y suelen dar los moros y turcos a las personas semejantes a Miguel de Cervantes».

Él no será de los que bogan en las galeras sino de los esclavos de rescate, que es la base del formidable negocio de Argel, mientras que los remeros son la mano de obra gratuita de la industria corsaria. Unos pueden rescatarse con dineros de la familia y otros pueden rescatarse a sí mismos sublevándose en la galera al primer descuido y liberándose con ella rumbo a las islas Baleares, a Valencia, a Murcia o a Sicilia, que es el arco de la tierra de la cristiandad que tienen más cerca, es decir, muy, muy lejos, aunque no tan lejos como si el cautiverio transcurre en Constantinopla: de allí no se regresa jamás. Pero ni los encierros son totales ni los castigos imprescriptibles porque «si salimos por esas calles —dice Sosa—, qué vemos sino infinitos cristianos muchos y principales cautivos », que de «tan desfigurados y mirrados» más «parecen cuerpos desenterrados que figuras de hombres vivos».

Cervantes ha dado motivos sobrados para estar más vigilado que nadie. De acuerdo con otros cautivos, varios de ellos caballeros, proyecta nada más llegar, para principios de 1576, una huida impracticable pero a la vez muy común. En teoría no cuesta nada localizar a «un moro que a él» y a otros cristianos los «llevase por tierra a Orán», que es plaza cristiana, gobernada por Martín de Córdoba. Con Cervantes emprenden la fuga otros presos sin saber del todo hasta dónde es mortal la ruta que tienen por delante.

Según cuenta el esclavo de un drama que Cervantes escribirá recién vuelto, Los tratos de Argel, son sesenta leguas y con diez libras de bizcocho, por bueno que sea, apenas se cubre nada, incluso si el fugado ha preparado para meter en la mochila «una pasta de harina y huevos, y con miel mezclada / y cocida muy bien», porque muy poca cantidad da «gran sustento». Y, si no, siempre hay el remedio de las yerbas con sal que también lleva ese esclavo de ficción, incluidos hasta tres pares de zapatos de repuesto y todo a pesar de que no sabe nada del camino.

Y nada atenúa el riesgo real porque recorrerá, lo sepa o no, «en las tinieblas de la cerrada noche, sin camino / ni senda» que le guíe, cuatrocientos kilómetros de desierto hasta llegar a Orán.

A Cervantes, y no a su personaje de Los tratos, «tras algunas jornadas » en las que apenas habrían avanzado un trecho, los abandona el moro que los guía todavía muy lejos de Orán, sin otra solución que regresar reconcomiéndose todos por la represalia segura y ejemplarizante que les espera, además de volver con «el bramido continuo / de fieras alimañas» metido en el cuerpo, como le pasa a su personaje. El pan se le «ha acabado, / y roto entre jarales el vestido, / los zapatos rasgado, / el brío consumido», apenas no puede ya «un pie del otro pie pasar un dedo», como cuenta el cautivo de ficción al que solo le queda volver, entregarse al amo e invocar a la Virgen de Montserrat, a quien «el cuerpo y el alma» deja a su cargo e implora sin reservas: «enviadme rescate, / sacadme de este duelo». Y le manda auxilio la Virgen, pero no es una flota belicosa sino un león protector, y «ya está claro y llano / que el hombre que en vos confía / no espera y confía en vano». Lo menos que puede pasarle al fugado, sin embargo, es el castigo con vergüenza pública de cortarle no una mano, como en España —que eso los hace inútiles, y a Cervantes lo haría inútil total—, sino las narices y orejas, al menos.

Que tras la fuga frustrada a Orán Cervantes ha sido «mucho más maltratado que antes, de palos y cadenas», como asegura Diego Castellano, es sin duda verdad, y el propio Cervantes aclara que «de ahí en adelante» le vigilan «con más cadenas y más guardias y encerramiento». Esa es solo la primera de las múltiples quejas que oirá en Argel nada más llegar, hacia 1576, el fraile portugués Antonio de Sosa, a quien se queja Cervantes una y otra vez «de que su patrón le hubiese tenido en tan gran opinión que pensaba que era de los más principales caballeros de España y que por eso lo maltrataba con más trabajos y cadenas y encerramiento». Quizá se quejase menos su hermano Rodrigo porque el mismo Sosa asegura que su amo era hombre de mejor temple, «de buen gobierno», y aficionado a los libros, en los que «de continuo ocupaba el tiempo que los negocios le vacaban».

El intento de fuga ha salido mal, como le sale mal a la mayoría de quienes lo intentan por la misma ruta, pero en Argel Cervantes hace un montón de otras cosas, además de seguir pensando en las fugas siguientes de los próximos meses. Hace nuevos amigos, escribe poesía y lee prosa y poesía ajenas, conversa horas y horas con viejos y nuevos amigos, incluidos renegados cultos y turcos locales porque carecen del sentimiento de linaje, y no es «uno más que otro por ser hijo de turco, o de renegado, o de moro, o de judío, o de cristiano», sin sentir rebaja alguna por hablar con un cristiano y cautivo. Y mucho menos si es interesante y menos todavía si lo creen caballero, gran señor, hidalgo o cosas parecidas, como le pasa a Cervantes y todos reconocen en sus testimonios, incluidos los compañeros de cautiverio o, sobre todo, los compañeros de cautiverio. Muchos han visto que a Cervantes lo llaman a su mesa y compañía los numerosos frailes, tanto los cautivos como los que pululan por Argel en misiones de redención, negociando rescates y precios. [...]

Desde septiembre u octubre de 1576 las cosas marchan en Madrid con relativa rapidez, y tanto su padre, Rodrigo, que tiene ya 70 años, como Leonor, se encargan de gestiones que prosperan bien. Tras reclamaciones y reconfirmaciones, el Consejo sale por fin de dudas y otorga sesenta ducados para rescatar a los dos hermanos, treinta por cabeza. Pero con esa cantidad no hay ni para empezar y la familia ha de buscar el concurso de las órdenes, y eso hacen ya no solo Leonor, sino también las hermanas de Miguel y Rodrigo. El padre no, o no en apariencia, porque Leonor decide sacrificarlo y quedarse viuda por una temporada (luego tachará del documento las palabras embusteras), la suficiente para ablandar el corazón de los frailes y que se encarguen lo mejor posible de los dos hermanos. Y así sucede, porque los frailes de la Merced Jorge Ongay y Jorge de Olivar han llegado a Argel a finales de abril de 1577 con dineros para rescatar a cuantos puedan y seguramente también chucherías para comprar al turco, al que le pirran las «cajas de confite», las ropas caras y los bonetes como pequeñas gratificaciones extras para el buen fin de sus negocios y tratos, o al menos eso cree Pérez Pastor.

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A estas alturas saben ya sin duda en casa la complicada estatura señorial y casi nobiliaria que el turco imagina en Cervantes por culpa de las benditas cartas de Juan de Austria y del duque de Sesa. Esa irónica desventura ya no tiene remedio porque a Miguel lo salva de remar en galeras pero a la vez lo condena a un alto precio de rescate. El rescate de Rodrigo, en agosto de 1577, ha costado trescientos ducados pero «no han querido dar» a Miguel «sino por muy excesivo precio»: le creen y le seguirán creyendo hasta el final «hombre de caudal». [...]

No hay un hombre rebelde en este Cervantes preso de 30 años que escribe al rey a través de su secretario; hay un hombre tranquilo, tenaz y dispuesto a explotar la culpa y la clemencia del poder en favor de desventurados como él y tantos otros miles de cristianos ex soldados, sacerdotes, nobles y caballeros. [...]

Con treinta años, casi dos cautivo, y mientras sigue con grilletes penando por la fuga de Orán, Cervantes escribe en la primavera de 1577 sin escatimar méritos propios, ni ocultar el estado real en el que se encuentra, ni las razones de ese estado: sus campañas militares, sus heridas [...]

El alegato final de la Epístola resuena directo y firme para exigir la inaplazable intervención real con todo el poder del Imperio en ayuda de los cautivos porque las condiciones objetivas y las religiosas favorecen una acción de poco coste y gran beneficio.

Y así espera Cervantes que despierte en el real pecho «el gran coraje, / la gran soberbia» ante la conciencia del ultraje al que le somete un avispero hormigueante de infieles y ladrones, humillándolo a la vista de los cautivos y de sus aliados, incluidos los franceses. Es frágil la defensa de Argel, son muchos, pero débiles y desnudos, sin fuertes verdaderos y, además, tienen miedo y les aumenta el miedo cada vez que ven movimientos navales en la costa española. [...]

La vulnerabilidad de Argel es muy grande ante una armada ni siquiera descomunal, solo bien preparada y, sobre todo, bien informada de cómo son las guarniciones, dónde están las defensas, cómo funcionan las vigías, cuánto tarda en activarse el sistema de alarma, dónde custodian las armas y los explosivos, y todo eso que día a día van registrando muchos de ellos, su minucioso amigo Sosa entre otros, pero desde luego también él, porque ese registro íntimo y doméstico de la vida en Argel será la munición que explota Cervantes en su literatura y, en particular, en la primera obra que dedica a su experiencia, Los tratos de Argel. Por eso, al hilo de una historia sentimental y amorosa sutura sobre todo las experiencias reales propias y ajenas, con una riquísima trama de detalles y meditaciones dialogadas sobre lo vivido. Es literatura comprometida en el sentido pleno de la palabra, es crónica y es testimonio, es alegato ideológico y es autocrítica de cautivo superviviente aunque parezca nada más que un enredo de moros y cristianos, cristianas y moras. La empezase en Argel o ya liberado, es una obra empapada del olor, el dolor, la vida cotidiana y la piedad por quienes sobreviven en condiciones inhumanas y aspiran a la vez a no degradar su condición, ni humana ni cristiana, sometidos a la presión de mejorar sus vidas renegando: quieren ser a la vez justos y piadosos cristianos. No hay contrarreformismo alguno ahí sino un vasto dispositivo de alarmas sobre el daño que causa a la cristiandad, y a veinticinco mil cristianos cautivos, la homicida pasividad del rey ante una presa fácil, asequible y además infiel. [...]

La situación se agrava desde el relevo del rey de Argel en junio de 1577. Acaba de llegar Hasán Bajá, de larga experiencia en el mundo turco y de legendaria crueldad en los testimonios de la época, pero al parecer también de formación culta a la europea. Del primer amo de Hasán, el Uchalí, Cervantes asegura en la historia del capitán cautivo que «moralmente fue hombre de bien» y «trataba con mucha humanidad a sus cautivos». Pero al segundo, a Hasán, lo llama «el más cruel renegado que jamás se ha visto».

Y a la vista del retrato de Sosa, habrá de serlo, «astuto, entremetido, audaz, atrevido y desenvuelto» además de bisexual o más expresivamente, según otro testigo, «lujurioso en dos maneras». Pero todo ello lo hace potencialmente útil, y no al revés, de acuerdo con un confidente que cuenta a Felipe II que además de semejantes taras, es «muy leído», escribe y lee español y puede por tanto comunicarse con él, si quiere. Y quizá quiso Cervantes, y eso explicaría que algún tipo de tácito acuerdo que ignoramos permitiese la insólita supervivencia del díscolo cautivo. [...]

Hasta que no llega a Argel la misión que encabeza el fraile Juan Gil, en el verano de 1580, Cervantes no está al corriente de las complicaciones que llevaba su caso en España, aunque sí sabe que su padre sigue «muy pobre» para recaudar nada demasiado útil y, como su madre Leonor, «no tiene bienes ningunos» porque el rescate de su otro hijo les dejó «sin bienes algunos». [...]

Cuenta Cervantes que estos nuevos cinco meses de castigo [N.de la E: por un nuevo y último intento de fuga] pudieron ser el principio del final. Hasán tuvo la «intención de mandarlo a Constantinopla, donde, si allá lo llevaban, no podría tener jamás libertad». Todos saben que eso es verdad segura, y desde el 23 de agosto de 1580 el auxiliar de Juan Gil ha empezado averiguaciones «con mucha cautela, recato y secreto», para saber «si eran vivos o muertos» los hombres que debían rescatar. Muchos están bogando en el mar o están muertos, han renegado, han desaparecido o son tan desgraciados que, una vez localizados, se ha hecho demasiado tarde y se quedarán en Argel «por haber ya gastado toda la hacienda» de que dispone la misión. Pero es todavía con Hasán Bajá con quien ha de negociar Juan Gil el rescate y el precio de Miguel de Cervantes, en persona, «una y muchas veces». Pero el rey ha repetido «una y muchas veces» que sus cristianos son «hombres graves y que no tenía cristiano que no fuese caballero». A «ninguno de ellos lo daría» por menos de «quinientos escudos de España en oro», y Sosa cree que Hasán elevó al final su precio a «mil escudos de oro». [...]

A 18 de septiembre encadenan a Cervantes y a todos los demás en el banco de remos de la galera del rey para zarpar a Constantinopla, mientras Juan Gil se afana fuera con mercaderes, apura la «limosna de la redención», la «limosna de Francisco de Caramanchel», la «limosna general de la Orden», los «maravedíes para otros cautivos», hasta cubrir como sea los «dos mil y tantos reales» que faltan para completar «lo que le habían dado los padres», y aun saca de debajo de las piedras otras «nueve doblas» para sobornar a «los oficiales de la galera» de Hasán «que pidieron de sus derechos» por hacer saltar las «dos cadenas y los grillos» que sujetan a Cervantes para que salga ahora entre pálido y destemplado de la galera «el mismo día y punto que el rey alzaba vela para volverse a Constantinopla». No va a remar este 19 de septiembre de 1580 hasta Constantinopla pero casi todo lo demás ha cambiado poco porque sigue siendo «mediano de cuerpo, bien barbado, estropeado del brazo y mano izquierda», y quizá ya algo menos barbirrubio de lo que recuerda su madre.

[Tomado de Miguel de Cervantes. La conquista de la ironía, de Jordi Gracia, Taurus, 2016]