Cuando el otro día les prometí hablar del vestido de baile, me metí, creo, en una situación comprometida. La columna de moda debe, por sobre todas las cosas, apuntar a la pertinencia: es necesario adelantarse un poco a la propia época.
Ahora bien, el uso del vestido de baile ya está, hoy por hoy, absolutamente difundido, y todo lo que podría decir al respecto no tendría consecuencia alguna. ¿No sería más sensato confesar que estoy rezagado? Seguramente, el haber admitido con sinceridad que fue un error dar mi palabra hará que sepan disculpar el hecho de que no la cumpla. En cualquier caso, si no les hablo con propiedad de los vestidos de baile y de las nie ves de antaño, ¿podría, sin embargo, comentarles al pasar algo que me apena? Tiene que ver con el vestido de baile de las jovencitas. Toda muchacha contaba antes con un privilegio al que no debería haber renunciado: podía mostrarse con sencillez. Iba al baile de tul, floreada. El tul, con su apariencia frágil, la ceñía elegantemente y formaba, por así decirlo, una barrera contra el contacto excesivo de las personas a su alrededor; la gente se le acercaba con menos confianza, menos audacia, por miedo a arrugar ese delicado envoltorio.
Hoy, el obstáculo ha desaparecido: las jovencitas se han convertido casi en jóvenes mujeres, y lo deploro. Al parecer, son los americanos los que han provocado este cambio entre nosotros. ¿No habríamos podido encontrar por nuestra cuenta una alterna tiva mejor, en vez de tomar esta prestada? Pero me estoy alejando del tema que me concierne, y casi me olvido de que esa princesa, la Primavera, por fin ha llegado con todos sus encantos. Hacía mu cho que se había retirado a su refugio, dando vía libre al viento y a los chaparrones; pero no por haberse ido antes deja de estar aquí ahora, y me ha permitido de buena gana explorar sus tesoros. Son tantos que uno no sabe por dónde comenzar, y teme perder la cabeza.
Empecemos entonces, justamente, por ahí: por el sombrero. Cada vez más pequeño, el sombrero se iza sobre los rizos como un acento circunflejo. Puede adoptar la forma de una mariposa, un penacho azabache, o un par de alas de oro que se funden en un tul o un bouquet de flores. El sombrero redondo todavía espera que los rayos más ardientes del Sol lo iluminen para mostrar toda su magnificencia; pero podemos adivinar que el ala será amplia, que la copa será baja, y que la disposición de las plumas y las flores nos ofrecerá implícitas e incontables fantasías.
Más abajo, la ropa. La chaqueta grande siempre es la predilecta de las figuras elegantes; se la usa larga, estilo Luis XV, con solapas, de paño sencillo o recabada lujo samente de azabaches y con bordados opacos. La capa semilarga sigue causando furor; pero como las tiendas de novedades ya han acaparado este invento, la misión de nuestras mayores modistas se ha vuelto más delicada: ¡triunfar por encima de la banalidad, esa es la clave! Y lo han logrado. La capa de paño fino o popelina siciliana, con su forma mefistofélica o, si prefieren, estilo Enrique II, sus apliques de azabache y de oro, sus franjas de azabache o encajes anchos, su cuello Médicis, menos alto para darle más libertad de movimiento a la cabeza, forrada de tela suave clara u oscura, es "el último grito". ¡Sobre todo, hay que evitar la ropa bordada de cabujones de azabache, la atracción principal de la estación! Ha caído en la vulgaridad; ahora es la atracción principal del espectáculo de ayer, como diría Sarcey.
El vestido de primavera todavía no ha llegado a su apogeo; pero los pocos especímenes que he visto entre nuestras grandes modistas me autorizan a hablar del tema con convicción. Antes que nada, debemos felicitarnos de la libertad que reina entre nosotros. Todo se usa, todo se acepta en nombre de la gracia y el gusto, tanto el faldón ancho con solapas, combinado con una chaqueta bordada de diseños finos, como el corsage de cinturón bordado o liso, prenda en la que se deja que la misma tela engalane el conjunto con pliegues y volados. Incluso he visto un traje gris de gusto impecable ¿Dónde? ¿Cómo? ¡Nunca lo adivinarían! Me limitaré simplemente a describirlo en detalle. El traje en cuestión es de un tono gris claro; la tela de lana fina recuerda, por su textura aterciopelada, la pana tan buscada este invierno, y es, al mismo tiempo, igual de ligera que el fular.
La pollera, de cola corta, está forrada en tafetán; esta última innovación evita el uso de enaguas y
les simplifica las cosas a aquellas mujeres que no tienen intenciones de quitarle un peso de encima a la municipalidad barriendo ellas mismas con su prenda las calles. El traje en cuestión es de un tono gris claro; la tela de lana fina recuerda, por su textura aterciopelada, la pana tan buscada este invierno, y es, al mismo tiempo, igual de ligera que el fular.
La pollera, de cola corta, está forrada en tafetán; esta última innovación evita el uso de enaguas y les simplifica las cosas a aquellas mujeres que no tienen intenciones de quitarle un peso de encima a la municipalidad barriendo ellas mismas con su prenda las calles.
Un encaje en imitación de la vieja puntilla de Venecia decora el borde de esta pollera, cuya tela está cortada enteramente al bies, lo que añade mucho a su distinción. La cinta de adorno que su jeta este encaje recuerda la del corsage, repleto de bordados con perlas de acero, cuya parte frontal termina en una serie de pliegues sobre un chaleco de encaje veneciano, chaleco que se extiende hasta el talle en forma de faldón.
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